¡Hola a todos! En primer lugar, quería pediros perdón por prometer una continuación para Mein Herz Brennt y no haber subido nada hasta ahora. Sí, sé que lo que he hecho no tiene perdón. Lo siento. Pero os juro que tiene una explicación muy buena (o, al menos, a mí me parece aceptable). Lo cierto es que he comenzado un nuevo ciclo en los estudios, y es más duro de lo normal debido a la modalidad que he escogido (aunque yo no me quejo, es más, loca de mí, me encanta), así que digamos que no tengo demasiado tiempo entre unas cosas y otras. Pero me he asegurado de llevar ya escrita una buena parte de la historia para ir actualizando periódicamente (ya sabéis, una vez a la semana) mientras me da tiempo a escribir el resto, no os preocupéis ;D

También quería comentaros otro punto. Me he abierto un Tumblr recientemente con poesías, reflexiones y/o desvaríos que se me van ocurriendo día a día. Es un proyecto humilde, la lírica no es lo mío, y lo sé, pero por eso quiero esforzarme en ello y sacarlo a delante poquito a poquito. Os rogaría que, si no es mucha molestia, le echaseis un vistazo los que estéis interesados: el nombre del tumblr es suertedeinfelicidad, y el enlace está colgado en mi perfil de Fanfiction. Cualquier me gusta, reblogueo, o cosas extrañas que se hagan en Tumblr (soy nueva en este mundillo) será recibido con inmensa gratitud y, eh, ¡prometo devolver los follows!

Sin más dilación, os dejo con el primer capítulo de esta nueva historia. Los favs, reviews y follows van a mi lista de personas a las que les tengo que dar un brownie. Lo prometo.

Disclaimer: Los personajes pertenecen a Pendleton Ward y Cartoon Network, blah, blah, blah, meh.

CAPÍTULO I

Cayó la noche en la Nocheosfera, la noche oscura, la noche eterna, y Marceline aún no había vuelto a casa. Recordaba esa fachada gris y aquella cubierta de ladrillos y se preguntaba cuál sería realmente su hogar. El difuso recuerdo de un castillo rosado apareció en su mente mientras se obligaba a olvidar. Hacía una noche demasiado bonita como para volver a pensar en todo aquello, si es que en algún momento había podido llegar a quitárselo de la cabeza.

Las estrellas brillaban con su particular luz ambarina en aquel cielo color rojo sangre, mientras el fuego refulgía al otro lado de la montaña de piedra dura y oscura. Siempre había pensado que la Nocheosfera no era un buen lugar donde vivir. Más bien, lo veía como un sitio donde poder esconderse. ¿Esconderse de quién?, se preguntaba muchas veces. Ella era la reina de los vampiros, mitad demonio. Era un ser temible que a nada debía de temer. Y, sin embargo, lo temía. Temía demasiadas cosas en aquella vida eterna que le había tocado vivir. Se temía incluso a ella misma, a sus pensamientos. Temía al propio temor, y por ello siempre le había resultado más fácil estar sola. Estando sola, no hay nada que temer, no hay nada por lo que preocuparse.

Se tumbó en la fría y dura roca y cerró los ojos. No necesitaba dormir, ya lo sabía. Sin embargo, a veces lo hacía por el puro placer de dejar pasar el tiempo. Le encantaba dar un paseo por el mundo onírico que su mente era capaz de crear.

Estaba a punto de dejarse llevar por Morfeo, cuando percibió algo extraño, algo peculiar para aquel mundo. Percibió un olor dulzón. Se levantó rápidamente, mirando de un lado a otro, con el ardor que solo el recuerdo consigue crear en el corazón, y al fin localizó el foco de atención. En una de las torres más altas, se encontraba Mentita, el mayordomo de la Princesa Chicle, portando consigo un megáfono y un grueso pergamino. En su rostro se podía ver claramente la incomodidad que le producía estar en aquel lugar, por lo que Marceline dedujo que el único motivo por el que permanecía allí era por su gran sentido del deber. Desenrolló el pergamino, alzó el megáfono, y comenzó a hablar.

-SE HACE SABER, SE HACE SABER, QUE LA PRINCESA CHICLE DARÁ UN BAILE DE MÁSCARAS A FINAL DE MES PARA BUSCAR EL CANDIDATO PERFECTO PARA EJERCER DE CONCUBINO, CON MOTIVO DE SU PRONTA CORONACIÓN – hizo una pequeña pausa, para tomar aire y así captar la atención del resto de seres de aquel lugar – SE ADMITIRÁN EN ESTA CELEBRACIÓN TODOS LOS HABITANTES DEL REINO DE Ooo, TANTO ASÍ COMO DE LA NOCHEOSFERA Y EL RESTO DE DIMENSIONES, SIEMPRE QUE VENGAN CON INTENCIÓN DE PASÁRSELO CACHI-GUAY Y NO ESTROPEAR LA FIESTA.

Dicho esto, el caramelo recogió el pergamino, agarró el megáfono, y volvió a pasar por el portal que lo había traído.

Marceline se quedó en estado de shock durante unos segundos. La Princesa Chicle buscaba esposo. "¿Tan pronto?", pensó primeramente, aunque, en realidad, hacía un año que no había vuelto a hablar con ella. Era normal que quisiese pasar página.

Lo que realmente molestó a Marceline es que hubiese llegado hasta la propia Nocheosfera para anunciarlo, cuando sabía realmente que allí no encontraría a nadie, excepto a ella.

Desde el fondo de su corazón inexistente comenzó a embriagarla la necesidad de hacer algo, el deseo de responder ante aquella ineludible afrenta, y, de su boca, salieron sin poder controlarlas las palabras que llevaba tanto tiempo reteniendo.

-Creo que va siendo hora de volver a casa.


En Chuchelandia, la Princesa Chicle se encontraba consternada. Faltaban apenas un par de horas para que sus invitados comenzasen a llegar a palacio, pero no sabía si quería recibirlos. Una parte de su mente sabía que debía de actuar como se le había enseñado y ser educada y cortés aquella noche. La otra solo quería echarse a llorar porque sabía que, aunque la había buscado por tierra y mar, aun habiendo ido a los confines del mundo a por ella, probablemente Marceline no aparecería aquella noche. Ni tampoco la siguiente, ni la próxima. Probablemente no volvería nunca más, y cada vez que dejaba que su mente se posase en aquel pensamiento, un dolor agudo y asfixiante cubría su corazón, como si de cemento se tratase, oscureciéndolo y haciendo que pesase y que se hundiese en el fondo de su pecho, dejando una sensación de vacío y angustia. A veces, la sensación era tal que sentía como le costaba más y más respirar. A veces se levantaba en medio de la noche, entre jadeos, cubierta de sudor frío, sin saber muy bien dónde está o qué ha pasado, pero sin poder apartar los recuerdos de su mente, recuerdos que se clavaban en su corazón y lo volvían a hacer añicos, una y otra vez, noche tras noche, dejándola sola, más sola que nunca, en su habitación, donde se agarraba a sus rodillas, se tumbaba en la cama, y volvía a llorar hasta que sus ojos se cerraban y su mente conseguía descansar. Pero no por mucho tiempo.

Durante el día se mantenía ocupada con las labores del reino. Tenía la falsa convicción de que, si los habitantes de Chuchelandia eran felices, ella, por ende, también lo sería. Aún no sabía cuán equivocada estaba. Y por ello continuaba, día tras día, haciéndose fuerte cuando sale el sol, rompiéndose de nuevo cuando cae la noche, esperando a que llegase alguien que recogiese todos los pedazos desperdigados de su triste corazón y los volviese juntar para no dejarlos separarse nunca más.

A veces sentía que esperaba demasiado.

La Princesa suspiró y se levantó del sillón con decisión. Sabía que no podía quedarse allí para siempre, aunque, sin duda alguna, le habría gustado. Se vistió y salió al pasillo, donde un sirviente entonaba la popular cancioncilla que, al parecer, se había puesto de moda aquellos últimos días:

La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro,
está mudo el teclado de su clave sonoro,
y en un vaso, olvidada, se desmaya una flor.

Chicle volvió a suspirar y sonrió irónicamente. "Si supieran…" pensó con tristeza. Pero no, no lo sabían. No debían saber. Una gobernante que se precie no puede dejar que el pueblo se entere de sus dramas y desdichas.

Continuó su paseo por palacio, observando con aprobación la decoración para aquella noche y dando el visto bueno a unas u otras flores. Todo debía salir a pedir de boca, por y para el disfrute de sus súbditos. Pensar en su alegría hacía que se le escapase una sonrisilla que, si bien no podía borrar el dolor que sentía por dentro, hacía que sus labios recordasen la pequeña curvatura que se forma al sonreír.

Entre preparativos y detalles finales comenzaron a llegar los primeros invitados. Como de costumbre, Jake, con Lady Arcoíris del brazo, habían traído a todos sus pequeños cachorros y eran la viva imagen de una familia feliz. Chicle hizo un par de carantoñas a los pequeños y se detuvo a reír con los disfraces conjuntados de los novios.

Justo detrás de ellos aparecieron Finn y la Princesa Flama, cogidos de la mano, y con una tierna expresión en sus rostros. Bubblegum cada día se alegraba más de que su relación estuviese yendo a buen puerto, y tan solo bastó una mirada para que ambos se diesen cuenta de ello.

Siguieron llegando invitados, uno tras otro. Príncipes y princesas de reinos lejanos se mezclaban con las chuches en el gran salón al son de la música. Elaboradas máscaras danzaban ocultando difusos rostros que podrían ser los de cualquier persona. Menos el rostro que Bonnibel ansiaba tanto ver. La Princesa aún no se había reunido con todos, ya que seguía en la recepción, dando la bienvenida a los pocos rezagados que aún quedaban por llegar. Sus ojos oteaban el horizonte en busca de algún rastro de ella bajo la luz de aquella cándida luna. Mentita le repetía una y otra vez que entrase, que todos querían disfrutar de su presencia, pero Chicle no podía abandonar su puesto. En lo más hondo de su corazón, aún quedaba la esperanza de que Marceline apareciese y que, sin decirse nada, ambas comprendiesen. Aún quedaba la esperanza de volver a aquél abrazo que nunca fue y de retornar a los besos que no debieron perderse.

Y para un corazón roto, un hálito de esperanza es más que suficiente.


Definitivamente, a Marceline nunca se le ocurrió pensar que colarse en el palacio de la Princesa Chicle fuese tan complicado. Recordó las incontables noches en las que había volado hasta la ventana de Bonnibel para tan solo darle un beso de buenas noches antes de dormir y una pequeña sonrisa afloró en sus labios. Aunque sin duda, si quería pasar desapercibida no podía volar, por lo que las cosas se complicaban sobremanera.

De igual modo, acabó por entrar en el gran salón donde la fiesta se llevaba a cabo. Miles de personas se encontraban allí reunidas, algunas bailando, otras charlando, y la mayoría reunidas alrededor de la gran mesa llena a rebosar de comida.

La vampiresa no se había esmerado demasiado con su disfraz. Nunca le habían gustado demasiado aquellas cosas, pero aprovechó la ocasión para poder ocultarse mejor bajo una gran capa de terciopelo negro. Perteneció a su madre, por lo que tiene las iniciales M.A (Monique Abadeer) grabadas en una esquina. Estar rodeada de aquella tela le proporcionaba la confianza necesaria para estar allí y seguir adelante con su plan, confianza de que otra manera le habría sido imposible conseguir.

Examinó la sala con la mirada pero no logró encontrar a la princesa. No sabía si era por las máscaras o por la desesperación que llevaba su mirada, pero comenzó a ponerse nerviosa. Caminó rápidamente alrededor de la pista con la esperanza de verla danzar al lado de algún príncipe, hasta que algo le hizo dirigir la mirada hacia la entrada de la sala y, al fin, la vio.

Llevaba un precioso vestido rosa palo que resaltaba el brillo de su pelo, recogido en un elegante moño que sujetaba su corona. Una pequeña máscara de mano cubría sus cristalinos ojos azules, pero cuando la bajó para colocarse mejor los finos guantes de seda pudo ver de nuevo aquel rostro de piel rosada que tantas veces había soñado con morder. Sintió que podría estar contemplándola por el resto de la eternidad que le quedaba por vivir, y aun así seguiría pareciéndole igual de hermosa que el primer día.

Sus ojos se encontraron por una fracción de segundo y, por un momento, temió que Chicle hubiese podido reconocerla, pero un misterioso caballero negro, con espada y yelmo, la sacó a bailar repentinamente. Comenzaron a bailar un vals, a danzar por la pista, bajo la atenta mirada de todos, y Marceline sintió que le gustaría arrancarle la cabeza al caballero, fuese quien fuese. Las princesas sonreían pícaramente y la vampiresa entendía el porqué. Bonnibel miraba embobada a los ojos de su caballero andante, y, lentamente, posó la cabeza sobre su hombro, haciendo que sus cuerpos quedasen más juntos el uno del otro, acercándose cada vez más, hasta acabar pegados.

Cuando acabó la canción (que a Marceline le pareció infinita), los bailarines se separaron, y la Princesa, como recién despertada de un hermoso sueño, abrió al fin los ojos. El caballero hizo una pequeña reverencia y posó las manos en su yelmo, levantándolo muy lentamente para dejar su rostro al descubierto.

Desde el centro del gran salón, Marshall Lee sonrió galantemente, ganándose el corazón de casi todas las mujeres de la sala.

Casi todas menos una. Marceline lo miraba con todo el odio que llevaba contenido en su alma desde que lo conoció, cuando eran niños. Marshall siempre había sido su rival en todo, desde que tenía uso de razón. Fuese lo que fuese en lo que Marceline destacase, Marshall siempre era mejor.

Sin embargo aquello le hizo odiarlo hasta lo más profundo de su alma. Lo odió tanto que se sorprendió al saber que podía odiar a alguien con tanta fiereza.

Vio como ambos, se marchaban al jardín a pasear, la princesa agarrada del brazo de su acompañante, y, con lágrimas en los ojos, Marceline abandonó el lugar.

Era la segunda vez que abandonaba el palacio con lágrimas en los ojos, y en esta ocasión se prometió que, de verdad, pasase lo que pasase, no volvería a pisar aquellas salas nunca más.

Mintió.