Advertencia: todos los personajes son propiedad intelectual de George R.R. Martin.

Este relato participa en el reto #30 "Parejas no consolidadas" del foro [Alas Negras, Palabras Negras].


Dulce Locura

Ya no era la niña tonta que solía ser, la chiquilla que quería ser amada por todos. Había crecido entre canciones y cuentos, viejos relatos sobre hermosos caballeros, justos y nobles, y doncellas rescatadas de sus altas torres; de héroes y dioses, de fantasía y amor. Había creído en ellos, vivido como si no fueran ficción, hasta que la realidad había escrito sus versos sobre su rostro, pintando su piel con el ciruela de la vergüenza, el rojo de la deshonra; su tez podía narrar lo que el sufrimiento era, lo que significaba llorar; cada golpe, cada tortura, a fuego tatuada, cada humillación brillando en el infinito de sus ojos de mar, que ni todas las lágrimas derramadas habían conseguido vaciar.

Y si ahora seguía viviendo era por él.

Creía en ella, en que era lista, capaz. Siempre había sido una buena hija; dulce y apacible, una verdadera dama, pero de nada le había servido cuando cayó entre sus garras. La había desnudado y dejado expuesta, volviendo cada día en una pesadilla grotesca de maltratos y risas que se hendían sobre ella. Cruel y sádico era, de sonrisa burlesca y unos ojos que restallaban, látigos al acecho, listos para castigarla de nuevo. Sólo él la había salvado, fingiendo ser quien no era, pero ya no tenía miedo, él le daba la confianza perdida, mientras le enseñaba a jugar con todos.

Si él estaba se sentía segura, atrevida, más inteligente. Cuando no le veía se volvía pequeña y menuda, y la noche caía sobre ella, tan pesada como oscura, atrapándola con sus pesadillas, enredándola de nuevo con el dolor del recuerdo. Él se había vuelto en todo lo que tenía, su familia, su hogar y lo quería, le quería de verdad.

Había empezado como un juego para ambos; él fingía ser su padre y ella la hija obediente. Y él trataba de robarle besos deteniendo el tiempo. Pero éste se acababa, y ya no era más un juego.


Sus ojos le miran y se siente perderse, como en un amanecer, azul crepitando junto al rojo que arde en ellos. La luz trémula la hace brillar, desprendiendo destellos sobre su piel de plata y jade. Se sienta en el regazo y le abraza.. Siente su calidez y la emoción le embarga; es tan preciosa, tan perfecta, tan suya que no se puede contener, que no quiere detener aquello que acaba de empezar. Y se sumerge en sus labios, los aprisiona entre los suyos y juega con ella, una pelea de bocas que se buscan y se encuentran, una y otra vez, mientras sus manos recorren su cuerpo, se pierden en la inmensidad de su figura que le hace enloquecer.

Ella se abandona a los besos, a las caricias que él le entrega, al placer que nace de su centro y que sube, vuela alto, hasta estallar en su cabeza. Y pierde el control, dejándose mecer por aquella dulce locura que no entiende, pero no importa, él está a su lado, la sostiene, mantiene sus labios pegados. Puede oír los latidos casi desesperados que surgen de su pecho, tratando de escapar, de llegar hasta ella, de rozarle y eso es todo lo que alguna vez necesitó. Él traza su cuerpo, esculpido en el deseo, besando hasta su alma; se entrega a ella, sincero, con toda la honestidad que jamás mostrará. Siente cómo jadea, queda, sorprendida, mientras su boca dibuja una sonrisa sobre la de ella. Y todo acaba y ella le mira, confusa, pero sus manos descansan en su regazo, entrelazadas y el pasado se desvanece cuando observa dentro de sus pupilas verdes, chispeadas de argento, y se ve a ella, a los dos, padre e hija, juntos al fin.