"Tres citas"
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Disclaimer: "Hey Arnold!" no me pertenece. Es propiedad de Craig Bartlett y Nickelodeon.
Aviso: Este fic participa en el reto de apertura "Mi increíble y hermosa OTP" del foro "Hey Arnold!: Cabeza de Balón (AEPAH)"
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—Como ya otras veces te he dicho, Arnold. Jamás podrás conmigo en "Cazadores y ladrones", —dijo Gerald con suficiencia—. Creo que mi historial y puntaje intactos, lo comprueban. Arnold rió burlonamente, desestimando esa teoría.
—¿En serio? ¿Y quién te enseñó todo lo que sabes? —cuestionó.
—Pues... La práctica, Arnie. La práctica. —aseguró—. Y una increíble capacidad de manejar las consolas a la velocidad de la luz.
El rubio rodó los ojos, con cansancio. Gerald no sería lo humanamente honesto sobre los marcadores, que iban prácticamente empatados. Caminaban en dirección al auditorio, para una de las soberanamente aburridas alocuciones vespertinas de Wartz, cuando Gerald creyó haber visto una sombra muy rápida, pasar cerca de un bote de basura aledaño. El chico frunció el ceño, negando mentalmente. A veces, aunque no tuviera problemas de visión, solía tener esas 'apariciones' fugaces, que le hacían dudar seriamente de su óptimo sentido de la vista, en lo que lucían como luces que se movían con agilidad. Bueno, tal vez debería hacer un chequeo; nunca estaba de más. Arnold no se percató del mínimo sonido que había acompañado a ese fogonazo que Gerald pensó ver; y por el contrario, continuó caminando con normalidad hasta llegar a la puerta del salón donde, escasos minutos luego, quedarían dormidos intentando escuchar al Director. Arnold abrió la misma e ingresó, en tanto Gerald divisó todo el pasillo detrás de sí, aún convencido de que su percepción no fallaba. Treinta largos minutos más tarde, habiéndose cumplido la profecía que anunciaba aburrimiento sin elección, la extraña sensación había abandonado al algo supersticioso chico.
Quizás Gerald tenía un sexto sentido, una alerta permanente. Quizás, en otras múltiples oportunidades, no. Arnold solía preguntarle con curiosidad y preocupación: "¿Escuchaste eso?", a lo que el moreno negaba tajantemente, pues, nunca escuchaba sabría Dios qué había oído Arnold. Pero los roles se invirtieron, evidentemente. Gerald creía —sin decirlo— que alguien lo seguía o espiaba; no a él en particular, o bueno, ¡rayos, sí podía ser que lo espiaran a él! No estaba seguro, pero algo extraño ocurría a su alrededor últimamente. El siempre tan distraído Arnold no colaboraba en ese asunto de prestar atención a cuanto ruido o pasos él oyera. Otro día, jugaban parchís en la habitación del rubio, como tenían por costumbre hasta que caía la tarde. Era lunes y prácticamente se estaban despidiendo, cuando, otra vez, por millonésima vez, sucedió. Un ruido. Un golpeteo, como fueran corridas sobre un piso de madera que crujía.
—¿Sentiste eso? —inquirió Gerald, al tiempo que se apropicuaban a la puerta del cuarto. Arnold frunció su expresión, llamándose a silencio.
—¿No? —respondió, sin comprender qué habría oído su amigo.
—¿No? —cuestionó Gerald—. Cielos, amigo, deberías revisarte los oídos... Arnold se encogió de hombros, restándole importancia.
—Nos vemos mañana, amigo. —saludó.
—Que descanses, Arnold. Gerald comenzó a descender las escaleras con resquemor, todavía pensando en esos malditos sonidos que venía escuchando. Saludó a los abuelos de Arnold al salir, cuando el rubio bajó a toda marcha hasta la entrada de la casa de huéspedes.
—¡Gerald, espera! ¡Tu mochila!
—¡Oh! —exclamó riendo, ya a unos metros de la casa, regresando.
—Nos vemos, hermano. —comentó el rubio, luego de entregársela.
—Sí, hasta mañana... —asintió Gerald—. ¡Arnold, espera! —lo llamó, volviendo—. ¿Qué había que buscar para Biología? Era una información, —aclaró, recordando—, ¿sobre el sistema...? —preguntó ahora.
El chico se tomó unos segundos para responderle, con dificultad para recordar el dato. Con la habitual normalidad de siempre, se saludaron y cada uno tomó su rumbo. Gerald cruzó a la tienda de la otra calle, y luego, pasó otra vez por la vereda de Sunset Arms, para emprender el camino a su casa. Y las primeras pruebas de que no estaba delirando, comenzaban a aparecer. Oyendo nuevamente más ruidos extraños, se aproximó con algo de temor hacia donde terminaba la casa de su amigo, casi llegando a la pared de la escalera de incendios. Alguien venía descendiendo por la escalera, con prisa e histeria. Gerald corrió hacia la izquierda del edificio, para ocultarse. Aún agitado, se encorvó para recobrar el aliento, con las manos apoyadas en sus rodillas. Un segundo, cinco más tarde, quizás, se escuchó un gran sonido que cayó contra el suelo, seco y alarmante.
—¡Demonios! —se oyó a alguien decir—. Estúpida escalera de incendios... —bufó una voz femenina, que evidentemente huyó por un callejón continuo a la casa de huéspedes.
Gerald salió raudamente de su escondite, al percibir que la chica se alejaba. Por intuición, siguió su camino hasta poder esconderse detrás de unos botes de basura. La claridad de las luces de los postes, la delató. La chica, era nada más y nada menos que Helga G. Pataki, quien huía de la escalera de incendios de Arnold. Sí. Todo muy loco... . . Al día siguiente, el Sr. Simmons los había sacado del letargo mañanero, con otro más de sus coloridos anuncios. Seguramente, el sujeto quería proponerles el participar en algún tipo de certamen, en el que casi nadie se entusiasmaría. Y así resultó.
—Chicos... ¡Silencio, por favor! Quiero anunciarles... —comenzó diciendo, al tiempo que Gerald le hacía gestos con los ojos a Arnold, en esa típica expresión suya de: "Te lo dije".
El director Wartz me acaba de informar que están abiertas las inscripciones para el concurso anual de Emily Dickinson. Como ustedes ya saben, el ganador se llevará una estatuilla y el honor de haber creado una pieza literaria más para su futura colección. La mayoría de los chicos del salón, poco ávidos por la poesía, lo escucharon con aburrimiento. Sin embargo, el maestro parecía guardar una especial emoción cada vez que ese concurso empezaba. ¿Habría alguna poetiza más, además de Phoebe, que había ganado el premio, años atrás? La clase terminó. Gerald debía regresar un par de libros a la biblioteca, así que le pidió a Arnold que apartara lugares en la cafetería. Y otra vez, el principio de miles de teorías que se avecinaban. Teorías, y conclusiones, a ese rarísimo escape nocturno de Helga G. Pataki.
—¡Oh, Arnold, mi amor! —recitaba alguien, detrás de una estantería de libros—. Si tan solo supieras que las palabras que vuelco en mis escritos, son tan ciertos. Si tan solo comprendieras que no se necesitan musas, cuando la dicha de contemplarte es gloriosa... Oh, mi amor, mi gran amor.
—¿Esa...? ¿Esa es...? ¡¿Helga G. Pataki?! —gritó en mudo, Gerald, llevándose ambas manos a la boca y luciendo su mayor expresión de horror.
—¡Shhhh! —ordenó la bibliotecaria.
Helga se sobresaltó, olvidando su soliloquio por un momento. Miró hacia sus costados, asegurándose de que aunque sus murmuraciones fueron reprendidas, nadie la estaba mirando. Guardó en su bolsillo, lo que parecía ser un collar en forma de corazón y se fue, sigilosa como un felino. Gerald permanecía pasmado por tales revelaciones. ¿"Arnold, mi amor"? ¿Es que acaso? ¡Pero qué rayos! ¿Qué haría ahora? ¿Iría con Arnold y le contaría que Helga era una psicópata que se infiltraba en su casa por las noches y recitaba poesías en su honor? ¿Quién en su sano juicio podría creerle? Eso era algo inimaginable, razonó frustrado. ¿Y si la enfrentara? ¡Sí, eso podía hacer! Podía encarar a la chica y decirle todo que pudo saber de ella; pero eso no era tarea sencilla, tratándose de Helga y el manifiesto desagrado que ella no disimulaba hacia su persona. Así que, concluyó en que debía reservarse sus pareceres y la necesidad de comunicarle a Arnold sobre su aparente admiradora. Mientras analizaba cuándo sería el mejor momento para hacerlo, desarrolló una nueva actividad que se ganaba la mayor parte de su tiempo: observar a Helga en todas sus actividades. Observarla y determinar si lo que había escuchado y visto, podría ser verdad. Su oportunidad estaba más cerca de lo que hubiera pensado. En el entrenamiento de la Sra. Wittemberg, Helga había sufrido una desgracia. Había perdido su relicario. En los días que dedicó a espiarla, pudo comprobar que la chica tenía una obsesión recurrente por hablar en soledad y recitar cursis poesías que incluían a Arnold, al menos, tres veces por párrafo. Este asunto ya comenzaba a afectarlo en cuanto a su vida diaria. El rubio creía que Gerald estaba ocupado en actividades que no deseaba compartir con su amigo.
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¿Cómo demonios podía sucederle lo mismo, una y otra vez? ¿Cómo era posible que tuviera tanta mala suerte? En menos de una semana, había extraviado el objeto que mejor representaba su infinita admiración por Arnold, en dos oportunidades. Primero, el maldito cerdo de su amado, quien creyó divertido el quitarle rápidamente de la mano el colgante dorado, cuando ella rondaba la casa de huéspedes, como solía hacer con frecuencia. Una odisea digna de las tragedias griegas había significado recuperarlo. Sorteando la incesante jornada de damas chinas de Arnold y Gerald, Helga tuvo otra de sus originales aventuras, entrando a la casa de huéspedes de incógnito; culminando su visita con la siempre muy excitante huida a través de la escalera de incendios. Ahora, lo había perdido en una ocasión más gravosa: en la escuela. ¿Qué tal si cualquiera lo encontraba y lo usaba para burlarse de ella, revelando su secreto más oculto? La desesperación había hecho mella en Helga. Prácticamente gateando sobre el piso del gimnasio, chocó con los pies de una persona que yacía parada frente a ella. Levantó la mirada con lentitud y terror. Gerald la estaba viendo fijamente y Helga pensó que moriría de un ataque cardíaco al observar el objeto brillante que pendía de los dedos del chico.
—¿Buscabas esto, Helga? —preguntó el joven, con suspicacia.
El horror hizo su entrada triunfal, exhibiéndose en el rostro de la chica.
—¿Q-Qué haces con eso? —preguntó, tartamudeando con movimientos erráticos y expresión de pánico.
—Oh... Así que sí es tuyo. —afirmó Gerald, sintiéndose victorioso.
—Devuélvemelo. Ahora, Johanssen. —ordenó molesta, por la notoria soberbia del joven; a la vez que se puso de pie e intentó manotear el relicario.
—No tan rápido, Pataki. —respondió él, ganándole en rapidez.
—¿Qué quieres? Devuélvelo; no te pertenece, Gerald. —dijo apretando los dientes.
—No tan rápido. Antes, debes darme algunas explicaciones. —lanzó, sorprendiéndola mientras caminaba por el gimnasio y gozaba el ser bastante más alto que ella.
—¿Explicaciones? —cuestionó, irascible—. ¿Desde cuándo yo le doy explicaciones a pelmazos como tú, Geraldo? El chico cerró los ojos con cautela y suspiró, haciéndose el sabelotodo.
—Sé algunas cosas tuyas que te incriminan en otras cosas, Helga querida. —afirmó, con altanería.
—¿Qué? Es broma, ¿verdad? —espetó, colérica—. Cree lo que quieras, tonto. Pero ese colgante es mío y tienes que regresármelo. —aseguró con la mayor firmeza que su voz le permitió, aunque reclamar por él, la condenara.
—¿Podrías explicarme por qué tienes un relicario en forma de corazón, con la foto de Arnold? ¿Serías tan amable?
—¡No hay nada que explicar!, ¿sí? Es mío, porque yo los fabrico. En realidad, es de tu hermanita, Timberly. —comentó, con esperanzas de sonar verosímil.
—Oh... Timberly... —acotó el moreno, cayendo en la patraña por un momento. Negó con la cabeza, ágilmente—. ¡No! No metas a mi hermana en esto, Helga. Di la verdad. ¿Por qué lo tienes en realidad?
—¡Esa es la verdad, pelmazo inútil, zopenco y maldito! —exclamó furiosa, tratando de quitárselo en vano. Gerald, con solo elevar su brazo medio metro, lograba que el relicario fuera inaccesible para Helga.
—¡¿A dónde crees que vas? —chilló, con los ojos rojos de odio y terror.
—Me voy. Te lo regresaré cuando estés lista. —sentenció, guiñando un ojo y encogiéndose de hombros en señal de derrota. Gerald Johanssen debía morir en la hoguera. Lo juró por el amor a Arnold. . .
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¡¿Y tenía la audacia de dejarla con la palabra en la boca, así como así?! ¡Pero quién se creía que era, ese idiota de Gerald! —chillaba en la soledad y el eco de las paredes del gimnasio—. ¿"Estar lista"? ¿Para qué? ¡Dios, lo mataré! ¡Iré a prisión, pero pagará por haber osado desafiar a Helga G. Pataki! —aseguró, en una actuación digna de Broadway, para un público invisible.
—¿Helga? —le oyó decir, provocándole el susto del siglo.
—¡Arnold! —exclamó conmovida—. ¿Qué diablos haces aquí, cabeza de balón? Arnold frunció el ceño al asomarse y notar que Helga se encontraba completamente sola.
—¿Con quién hablabas? —inquirió, curioso.
—Con... Con... Con nadie. Hablaba por celular, sí. ¿Ves? —indicó, enseñándoselo, como quien improvisa con la primera excusa que apareció en la mente. El chico la miró con incredulidad.
—¿Quieres algo? —le preguntó sin rodeos y un tanto grosera.
—No. Solo pasaba y oí gritos.
—Hablaba con Bob por teléfono. ¿Feliz? —agregó, dándole la espalda con resignación camuflada. —Bien. Nos vemos mañana, Helga. —saludó despreocupado, retirándose. La rubia giró a ver cómo se marchaba.
—Oh, Arnold... Cuándo será el día en que me mires con ojos de verdadero amor... Cuándo será el momento en que tus besos no sean viles robos de utilería... Cuándo pronunciarás mi nombre en un suspiro de anhelo... ¡Cuándo el idiota de Johanssen me regresará mi relicario! ¿Y si se lo muestra? ¿Y si lograra abrirlo! ¡Oh, Dios! —gritó con angustia—. ¡De todas las personas que detesto, justo él tenía que enterarse de mis andanzas, maldición! —chilló, dando un golpe seco en la pared—. ¡Auch, rayos! —se quejó, besándose la mano—. ¡Lo mataré, lo juro por mi nombre y el honor de la vieja Betsy! —exclamó, para la soledad del gigantesco salón. . . Al día siguiente, Helga controlaba maniáticamente cada movimiento de Gerald que fuera peligrosamente cercano a Arnold. El chico rió divertido, observándola. ¿Realmente creía que él le contaría todo a Arnold, mientras ella lo veía? Las actitudes nerviosas de Helga solo lograban que sus teorías más temidas como sospechadas, cobraran fuerza.
—Ah... Hola, Arnold. Gerald. —saludó, fingiendo inocencia mal actuada.
—Hola Helga. —saludó el rubio, con normalidad.
—Helga... —saludó Gerald, con una entonación cómica. La chica se mordió el labio.
—¿Te importaría que habláramos a solas por un momento, Gerald? —propuso ella con sonrisas forzadas mediantes; sumadas al desconcierto de Arnold y la diversión y aceptación del chico. —Bien. Vamos, Helga... —comentó gentilmente el moreno. Helga no dejó de sonreír vacíamente hasta alejarse, para borrar su expresión instantáneamente. —Dame el relicario. —espetó apretando los dientes.
—No.
—Sí.
—No.
—¡Regrésamelo! —exclamó con fiereza—. O lo lamentarás...
—No lo tengo aquí, Helga. —dijo Gerald, elevando los brazos como si estuviera entregándose a la policía—. No lo traigo a la escuela, ¿sabes? Es material peligroso y podría caer en las manos equivocadas. Helga gruñó.
—¡Ya está en las manos equivocadas!
—Oye, oye, oye... —comenzó él, diciendo—. Yo que tú, me calmaría, Helga. No querrás que escupa todo, ¿no es así?
—¿Que quieres decir? —dijo amenazantemente, acortando la distancia entre ambos.
—Que si fuera tú, sabría que yo no necesito abrir ese relicario para conocerte más, ¿o sí? Porque ya he visto varios asuntos tuyos... —afirmó rodando los ojos con expresión angelical.
—¿De qué diablos hablas? ¡Juro que te mataré, Gerald! —espetó, tomándolo de la camisa.
—¡Hey, se arruga! —se quejó el chico—. Sé de tu huida veloz en la escalera de incendios de Arnold. Helga se llevó la mano derecha a la boca y balbuceó algo que sonaba a espanto.
—Sí, lo sé. Lo he visto, con estos dos grandes ojos.
—No tienes pruebas. —lanzó, airosa. —Tengo algo mucho mejor, amiga. Tu colgante personalizado.
—¡Ash! —chilló fastidiada—. ¿Qué es lo que quieres?
—Te digo luego. —aseveró Gerald, yéndose.
—¿Qué? ¿Por qué después? ¡Te arrepentirás, Johanssen!
—Primero, porque estoy almorzando. Y segundo, porque tiene que ocurrírseme algo lo suficientemente bueno, para que pagues.
—¿Pagar? ¿Estás demente? ¿Qué te debo a ti?
—Más de lo que imaginas, Helga. Adiós.
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Seis. Seis largas, larguísimas y eternas horas habían transcurrido entre el almuerzo, y el que tuviera la gracia de dignarse a convocarla. ¿Qué ridiculez diría ahora, ese tonto de Gerald?
—¿Por qué en el campo Gerald? —preguntó, con curiosidad. El chico se aclaró la garganta con indiferencia.
—Porque es un lugar doblemente estratégico. —espetó, con misterio. Helga enarcó su ceja, Gerald la observó y supo que le debía más información.
—Ya sé qué quiero que hagas.
—Wow, wow, wow; espera, ¿qué? —inquirió la chica, molesta—. ¿De qué se trata todo eso? Yo no te debo nada.
—Lo harás, porque no tienes más opción.
—¿Tienes aquí el relicario? —continuó preguntando.
—¡Por supuesto que no! —dijo él, con indignación—. ¿Me crees tonto? —lanzó, sin pensarlo dos veces—. Espera, no contestes eso. —ordenó.
—Qué bueno, porque la respuesta era obvia. —musitó, cruzándose de brazos mientras le daba la espalda.
—Tendrás una cita con Arnold. —comentó Gerald, con tranquilidad.
—¡¿QUÉ?! —exclamó Helga, pasmada—. ¿Bromeas? No.
—No es broma, ¿bien? Tendrás una cita con él y eso es todo.
Oh, no; no, no, no y no. Gerald, definitivamente moriría. ¿Qué razón tenía obedecer su chantaje, si al hacerlo, estaría admitiendo exactamente lo mismo que de lo contrario, Gerald confesaría? ¿Él la creía ingenua? —Escúchame, zopenco; ¿crees que nací ayer?
—No.
—¿Y entonces, qué?
—Tendrás una cita con Arnold. Me encargaré de los detalles. —aseguró, aún en calma.
—¿Qué? ¡Pss! —resopló, histérica, caminando en medio del pasto—. ¿Estás demente? ¿Quién te dijo que yo quiero...? —Oh, Helga... ¿Es necesario mencionar lo que ambos NO queremos mencionar? —preguntó, rodando los ojos—. Pues, no. Y elegí este lugar, porque estamos precisamente enfrente de su casa. Los ojos de Helga se abrieron exorbitados.
—Y si no aceptas, ya mismo cruzaré y lo pondré al corriente de todo este asuntillo... —acotó, con una odiosa paz. La chica gruñó.
—¡Crees saber mucho sobre mí, pero te equivocas! —gritó iracunda, dando pisotones en el suelo, mientras se alejaba.
—¿Eso es un "sí"? —preguntó Gerald, divertido. . . Cita número uno: Cuando todo lo que puede salir mal, sale mal.
No sabía cómo rayos había terminado dentro de este menudo brete. No sabía si podía existir un nivel de estupidez mayor al suyo; o si la mala suerte de Eugene se le estaba pegando a ella. Helga G. Pataki, iba camino a una cita con Arnold sin desearlo; aunque lo deseara. Gerald moriría... Repitió por décimo novena vez en cinco minutos.
—Déjame ver si entendí... —decía Arnold, frunciendo el ceño, no comprendiendo cuál era el propósito de Gerald—. ¿Tú quieres que vaya a una cita? ¿Con Helga?
El moreno rodó los ojos con disimulo. La venganza sí que era dulce. Torturar a Helga G. Pataki resultaba ser una actividad exquisitamente divertida, pues, ¿en cuántas ocasiones antes, había podido tenerla bajo su control? Y si se lo dijera a Arnold, él probablemente lo consideraría inapropiado, malvado y le daría el sermón de su vida sobre la importancia de la bondad y la paz mundial. Pero a su juicio, Helga se merecía todo esto. Tantos años de groserías; burlas y persecución escolar a causa de la chica, parecían ser suficientes motivos para divertirse a costas de, lo que él creía, era un capricho o enamoramiento pasajero. Que Helga tuviera que pasar tiempo en una cita, con cuyo chico había molestado toda su vida, y quien, absurdamente le gustaba, era un espectáculo digno de ver.
—Sí... Verás... —dijo con algo de fingida pena—. El otro día, cuando vino a buscarme en el almuerzo, era por este asunto...
—¿Qué asunto? —preguntó el rubio, con intriga.
—Le gané una apuesta a Helga. La vencí en "Cazadores y Ladrones".
—¿Qué? Estás bromeando... Gerald pareció molestarse.
—¿Por qué lo dices? ¿No crees que pueda ganarle? Arnold frunció el ceño, negando con la cabeza rápidamente.
—¡No, no es eso! Es que me extraña que juegues con ella...
—Ah... Bien... Mira, Arnold... Lo lamento, hermano. Pero te recompensaré, lo prometo. Solo hazme este favor.
—¿Por qué yo? ¿Por qué una cita? —inquirió, sintiéndose ridículo al preguntarlo.
—Porque... Bueno, tú eres al que más odia, ¿no? Arnold lo vio ahora sorprendido y algo decepcionado ante esa teoría. Solo respiró hondo.
—Gerald...
—Arnold, ni siquiera te gusta, ¿por qué tanto alboroto? Ve, invítala a tomar un refresco. Yo pagaré. Ten. —dijo con prisa, entregándole un par de dólares.
—No es necesario...
—Sí lo es. Ahora ve. Le dije que estarías allí a las siete.
Arnold lo miró por última vez, incrédulo. ¿De qué podrían hablar Helga y él? Tomó su chaqueta y se marchó. . . Media hora más tarde y la velada no parecía ser un derroche de rosas. Media hora había pasado y Helga estaba tan ofuscada, que más bien lucía como la furia Pataki de toda una semana, vertida en una sola noche.
—No sé por qué estamos aquí, en primer lugar.
—Bueno, Gerald dijo que habías perdido una apuesta... —dijo Arnold por lo bajo. Helga yacía sentada sobre la baranda del patio de comidas que lindaba con el muelle.
—¡Ja! ¡Sí, claro! Como si él pudiera ganarme en algo. El rubio prefirió no agregar nada más. Helga lucía realmente fastidiada por estar en ese sitio, junto al chico. ¡Vaya, Dios! ¿Ella estaba tan molesta, solo por compartir una salida con él? ¿Acaso era desagradable, descortés, poco caballero? Y no había sido una, dos, sino, miles de quejas y bufidos que ilustraban lo mucho que la irritaba estar junto a Arnold en algo erróneamente llamado 'cita'.
—¿Qué quieres que hagamos, Arnoldo? ¿Ver las estrellas pasar; la Luna? ¿Quieres ir al autocine? ¡Oh, no; espera!, eso que viene ahí, es un "cientos de años pasado de moda", zopenco. —espetó, más irritable que nunca. Arnold bajó la cabeza, en señal de derrota. —Helga, escucha. Ya cenamos, caminamos en el parque; te compré un helado.
—¿Alguien te lo pidió? —retrucó, pateando una lata de gaseosa.
—¿Por qué eres tan difícil? —dijo como para sí.
—Te oí, Arnold. Y te responderé: soy difícil, porque no es fácil estar con un mequetrefe como tú. Toda la maldita noche, soportando tus cursilerías; tus gestos, tu amabilidad. ¿Quién crees que soy, Lila? —objetó, con creciente irascibilidad.
—Ergh. —se quejó él—. ¡Nada te complace!
—¡No; y nada lo hará mientras la pase con un cabeza de balón como tú! —chilló, acortando la distancia.
—Suficiente, Helga. Me largo de aquí. —sentenció, molesto.
—¿Qué? —dijo en un hilo de voz—. ¿Me dejarás, en serio Arnold? Él se detuvo, girando lentamente a verla. En su mirada se palpaba una pizca de dolor. Se aproximó a ella, más; un poco más.
—¿Qué más puedo hacer? —preguntó, arrepentido de su exabrupto.
—Nada... —susurró Helga—. Ya fue una pésima noche de todos modos... —comentó, nostálgica. Comenzó a caminar, sin decirle nada más.
—Helga, espera. —la llamó, siguiéndole el paso. Por una de esas cuestiones del destino, la chica frenó su marcha inesperadamente. Por algunas de esas razones del destino, esa no sería su mejor noche. Arnold, que venía tras ella casi trotando, no logró parar a tiempo. Helga había caído al muelle, a consecuencia del impacto.
—¿No me dirigirás más la palabra? —decía él, nuevamente detrás suyo—. Ya me disculpé como cincuenta veces... Lo haré una vez más, si es necesario. Helga caminaba con dificultad, sujetando su falda, y su expresión de pocos amigos, anunció que debía aguardar su imaginable respuesta.
—En primer lugar, nadie te pidió que salieras conmigo. —dijo entre dientes—. Segundo; nunca hubiera caído, si tú no hubieras estado persiguiéndome. Arnold suspiró nuevamente. Y tercero, pero más importante; la noche acabó. Ya pagué mi deuda y puedes librarte de mí, como yo de ti.
—¡Oh, por favor, Helga! No tuviste ni un poco de empatía en toda la noche.
—¿Ah, sí? ¿Y toda tu actitud es real, no? ¿No lo haces solo porque Gerald te lo pidió, para torturarme...?
—¿Y qué si Gerald me lo pidió? —preguntó, tomándose la cabeza con ambas manos—. Sé que no eres así, como esta noche.
—Pero te olvidas que te odio y que Gerald no pudo elegir mejor, al zopenco más pelmazo: tú. Maldita noche.
—¿Sabes una cosa? No sigamos hablando. —propuso Arnold, molesto.
—Bien por mí, Arnoldo.
—¡Bien! —dijo él, con severidad.
—¡Bien! —replicó Helga, tomando mayor distancia. Unos minutos más tarde, la tela de su ropa aún húmeda y arrugada, ilustraban con su figura, la despedida menos cordial de todo el Universo.
—Bien. Aquí me quedo. ¡Gracias por la increíble velada! —dijo con falsedad e ironía.
—Hasta luego, Helga.. —saludó Arnold, en voz más baja. . .
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—¿Es broma, ¿verdad? —preguntó Gerald, riendo—. No se cayó al agua, ¿cierto? La seriedad de Arnold lo apabulló.
—Sí, ella cayó. Y me sentí terrible, Gerald. Toda la noche, fue una pesadilla; ella no dejaba de quejarse. A veces creo que... No lo sé... —decía, mientras recogían libros de sus casilleros—. Creía, por alguna razón, que Helga temía mostrar su verdadero yo, pero creo que me equivoqué, ¿sabes? Creo que ella en verdad... Me odia. Auch. Esa afirmación distaba mucho de lo que Gerald sabía. El timbre sonó, poniéndole fin momentáneo a la anécdota. . .
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—Es increíble, Phoebe... —se quejaba con pesar—. Tengo UNA, una sola oportunidad, y la desperdicio así...
—Tal vez tus reacciones son parte del contexto en que toda la cita tuvo origen, Helga... —razonó la oriental—. Era parte de una presión...
—¡Fue un chantaje! Al que accedí, para que Gerald dejara de fastidiarme. Y la única forma de salir invicta, era ser grosera. ¿Te das cuenta, de que incluso cuando quiero ser diferente, no puedo? ¡Dios! —chillaba, con angustia—. Aun no recupero mi relicario...
—Arnold sabe que no eres así, Helga... La rubia miraba el piso, con tristeza. Oh, Dios... ¿Qué había hecho? Por concretar sus venganzas infantiles, logró confrontar a su mejor amigo con una chica, que parecía amarlo de verdad... ¿Así que realmente era cierto? Gerald intentó convencerse de que todo el asunto del romanticismo solitario de Helga, solo formaba parte de un capricho de niñas. Pero no. Esta chica sí que estaba enamorada. Lo pudo notar, cuando vio a Arnold desde el más sinuoso silencio y anhelo. Tuvo certezas de ello; cuando se percató de que la tristeza y groserías de Helga no eran porque sí. Ahora, una revelación más. —"Él jamás me invitaría a una estúpida cita; de no ser por Geraldo...", escuchó al pasar. ¿Entonces...? Realmente ella aguardaba esperanzas de otro tipo. Arnold se sentía profundamente contrariado y se lo hizo saber a Gerald. Él lamentaba que la chica lo odiara de una manera tan incomprensible, como poderosa. A la vez creía necesario disculparse por el incidente en el muelle y una noche cuasi fatídica.
—¿Estás loco, una segunda cita?
—No, Arnold; créeme, esta sí servirá. —aseguró su amigo, tratando de convencerlo.
—¿"Servirá"? ¿Qué quieres decir, Gerald? Helga me odia, y estoy seguro de que si intento disculparme, querrá gritarme.
—Arnold... Te conozco hace nueve años, ¿desde cuándo algo es imposible para ti? —cuestionó el moreno—. Así podrías disculparte. —¿Por qué en una cita? ¿No es obvio que ella y yo no...?
—¡No lo digas! —se apresuró Gerald—. Amigo, ella quiere que la invites.
—¡¿Qué?! Oh, vamos, deja de bromear. —le pidió el rubio con seriedad.
—Sí, así es. Invítala, haz las actividades que ella proponga.
—¿Por qué? Ya pagó su parte de la apuesta... No le agrado, Gerald. No le veo sentido al obligarla a estar conmigo...
—Ella a ti, ¿sí te agrada? —inquirió el chico, revelándole a Arnold algo propio—. Porque hasta ahora, el único problema, es que a ella, tú no...
—Ella me agrada, solo que... Bueno, no lo sé; nunca lo pensé de esa forma, Gerald. Ella... Me odia, realmente; debías haberla visto... ¿Cómo podrías siquiera pensar en lo que sea, si a esa persona la fastidias tanto? Ella me detesta, jamás querría ni que le hable. Yo... Yo la irrito, aparentemente. Gerald se llevó las manos al rostro, cubriéndolo por completo. No podía develar el secreto de Helga, así como así.
Sí, Arnold. La irritas porque no le correspondes; la irritas tú; la irrito yo; obligándola a salir contigo, sin que la razón fuera una invitación tuya.
—Sólo discúlpate y ofrece compensar el mal rato de la otra noche, ¿sí? Ella se comportará y estarán a mano.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque perdió otra vez en "Cazadores y Ladrones"...—explicó Gerald, falazmente. . .
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—Ya cumplí mi parte y no me iré de aquí hasta que me lo devuelvas.
—¿Eh...? No. —dijo Gerald, comenzando a enfurecerla—. Fuiste grosera con Arnold y eso no me gustó.
—Él también hizo su parte de groserías, ¿sabes?
—Helga... —empezó, con otro tono, más humano—. Si él te gusta...
—No. —negó, endureciendo su expresión.
—No hay nada de malo en ello, Helga. ¿Qué cosa peor que el que yo lo sepa, te puede suceder? ¿Que él lo sepa?
—No. —apenas dijo.
—¿No? ¿Esa es tu respuesta para todo?
—No.
—¡Vamos, admítelo; te gusta Arnold, por Dios! ¿Cómo sabrás si te corresponde, si no le dejas saber que...?
—No. —repitió, abrumada—. Gerald. —dijo, con los ojos vidriosos—. Deja de molestarme con eso. Sabes que no lo diré, porque sabes que no es así. Gerald quedó azorado. Y esa, era la confirmación de que sí.
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La segunda cita:
Cuando la segunda cita, no es cita.
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Arnold estaba allí, junto a Helga. Sentados en el parque, sin saber cómo empezar a hablar.
—Quiero disculparme... —dijo él, de repente—. Yo... No debí decir algunas cosas que dije; ni hacer otras...
—Lo sé. —afirmó ella.
—¿Lo sabes? —preguntó Arnold, viéndola. —Sí, lo sé. Tú en realidad respondiste mejor que cualquier persona lo haría, ante la actitud que tuve yo. Por eso, quiero... Disculparme. No fue mi día. Ni mi noche. —aclaró, con una voz pausada y pacífica.
—Está bien, Helga... ¿Qué quieres hacer? La chica tardó unos segundos en elaborar su respuesta.
—Quiero caminar. Es una noche fresca, una noche agradable. La segunda cita, que no era oficialmente una cita; resultó más apacible y breve. La segunda cita, sumió a ambos en la calma propia de un maestro zen, que realizaba técnicas de relajación y búsqueda interior en medio de la nada. No hubo exabruptos, hostilidad, ni reclamos. Solo eran dos chicos de trece años, paseando casualmente por la ciudad. Comiendo en un puesto ambulante de salchichas, bebiendo gaseosa embotellada. Contando con la tranquilidad de que ninguno de los dos estaba ofuscado, a pesar de que uno de ellos, parecía odiar al otro con la fuerza de su ser. Promediaba ya, el final de la noche que Arnold mentalmente decidió denominar, como la de la disculpa oficial; cuando se acercaron al parque, otra vez. El silencio fue el mayor protagonista de la noche y continuaba siéndolo. Una mujer de unos sesenta años, se acercó.
—Buenas noches, jovencitos... —saludó amablemente—. Linda noche, ¿eh? Los dos sonrieron circunstancialmente.
—Bueno, veo que eres un chico muy apuesto, ¿cómo te llamas? La mujer, claramente vendía algo, pues, llevaba en sus brazos bolsos de gran tamaño con mercadería.
—Arnold. Muchas gracias... —dijo él, un poco apenado.
—Y la jovencita que te acompaña, es hermosa. Helga esquivó la mirada de Arnold y la mujer, que esperaban su reacción.
Él simplemente sonrió.
—¿Por qué no le regalas una rosa a tu novia? El sonido melodioso de un violinista que daba serenata a unos turistas, se escuchó. Helga ahora la miró directamente, pasmada ante tal afirmación. El carmesí de las flores, pareció haberse transferido a sus mejillas, situación que no pasó desapercibida para Arnold.
—Eh... No; es que... Ella no es mi... —explicó Arnold—. Ella no es mi novia... —dijo él, finalmente, viéndola aunque ella desviaba la mirada.
—Oh... —la expresión de la mujer se entristeció por un instante—. Pero puedes regalársela de todas formas... Ten. —dijo ofreciéndola—. Te la regalo yo. Arnold no sabía qué hacer. Atinó a sacar su billetera.
—No. Es un regalo. —dijo la señora.
—Ah... Gracias.
—Adiós, jovencitos. ¡Sí que es una hermosa noche! —exclamó alejándose. La soledad los inundó nuevamente. Helga contemplaba con necesidad cada milímetro del parque hacia su derecha. Todo con tal de no mirar a Arnold, sentado a su izquierda.
—Toma, Helga... —comentó en voz baja.
—¿Qué? —preguntó, girándose, para encontrarse con el chico que amaba, ofreciéndole una rosa, sonriente.
—No, gracias... No es correcto.
—¿Por qué?
—Porque las rosas se les dan a una novia. Y yo no soy tu novia, Arnold. —espetó, impactándolo.
—Oh... —musitó, casi inaudible.
—¿Me llevas a casa? —propuso Helga, de repente. Arnold asintió, sosteniendo aún la flor en su mano.
La noche había terminado con un halo de nostalgia y timidez mutua. Arnold supuso que la situación había superado a la chica; a él también, quizás. ¿Todo eso, por una flor que Helga no quiso aceptar? Se sintió terriblemente mal. Una rosa era una rosa, y toda chica era digna de ella. Pero... ¿Por qué la rechazó así? Helga se había sonrojado. Como nunca antes en su vida. Y Gerald dijo: "Quiere que la invites". ¿Por qué querría que la invite; y cómo sabía él, que comportaría? Con el paso de los días, la tristeza que ella parecía demostrar con cada mirada, más la indiferencia que reinaba entre ambos, lo conmocionaron. ¿Por qué se sentía tan mal? Ella había asegurado con muchas acciones, que lo detestaba; el rechazar la rosa era establecer un límite más. "Yo no soy tu novia. Porque nunca lo seré. Porque nunca querré serlo".
Se dio cuenta, de que el rechazo que Helga le profesaba permanentemente, era la razón por la cual, él intentaba siempre simpatizarle y buscaba su aprobación, mediante sus constantes atenciones.
—¿Por qué insistes tanto, Arnold?
—Porque sé que hay algo que no me dices. Tú estás en conocimiento de ello. ¿Qué es? ¡Dime! —imploró.
—No puedo. No debo hacerlo, Arnold; ¿bien? —dijo desviando la mirada—. Si tú estás listo y eres lo suficientemente observador, te darás cuenta... —aseguró, con seriedad—. Ahora, debo irme. . .
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—¿Cuándo me regresarás el relicario? —preguntó, queriendo no preguntar.
—Esta noche, a las siete. En la fuente del parque. —afirmó Gerald, con aparente sinceridad.
—¿Es en serio?
—Sí.
—Bien. . .
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La tercera cita. Con tu luz, la fuente del parque se iluminó.
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Helga estuvo en el parque a la hora pactada. Se sorprendió, pues, el encuentro sería con Gerald.
—Hola. —la saludó.
—¿Arnold? ¿Qué haces aquí?
—Sabía que vendrías a ver a Gerald. Pero… yo quería verte.
—¿Tú? ¿Por qué razón? —preguntó, poniéndose nerviosa.
—Porque llegué a una conclusión. Me he estado sintiendo extraño... —dijo, acortando la distancia—. Y me di cuenta, de que el motivo por el que me sentía tan mal, era porque siempre me rechazaste...
—¿Rechazarte? ¿Cómo? —dijo Helga, en un susurro.
—Bueno, —comenzó riendo—, desde tus apodos, burlas, bromas pesadas, y tu constante atención hacia mí...
—No... —Debe ser que realmente me odias... —concluyó, con firmeza en la voz y tristeza.
—No te odio. —dijo Helga inaudible.
—Me hace sentir raro, porque tú me agradas y creo que nunca podría odiarte.
—Yo no te odio.
—Por eso estoy aquí. —aseguró Arnold—. Estoy aquí, porque sé que no me odias y porque concluí, en que las otras dos veces, solo vine porque Gerald me lo pidió.
—Y... ¿Por qué viniste ahora? —dijo, con temor.
—Porque quiero que aceptes una rosa. —explicó, enseñándosela.
—Pero... ¿Por qué?
—Porque esta es nuestra tercera cita.
—No, no... Nosotros nunca tuvimos una cita; porque... —comenzó, nerviosa—. Para tener una "cita", ambas personas tienen que estar interesadas en la otra...
—Helga, me gustas. —admitió. La chica, cerró los ojos, no procesando sus palabras.
—¿Es otra jugarreta de Gerald? —inquirió, incrédula.
—No; esto no forma parte de ninguna apuesta por "Cazadores y ladrones". —comentó Arnold.
—¿Qué? ¿"Cazadores" y qué?
—Ya sabes... El juego en el que perdiste la apuesta...
—¿Apuesta?
—Sí; donde Gerald te obligó a salir en una cita conmigo... Helga lucía pasmada. Con que esa excusa había inventado el cabeza de spaghetti...
—Oh, sí. Claro.
—¿Y bien? ¿No dirás algo al respecto? —preguntó él, preocupado.
—Es que no puedo comprender que digas eso...
—Tú me gustas, porque eres diferente; porque eres diferente conmigo.
—No es verdad... —insistió ella, desviando la mirada.
—Estoy aquí, diciendo esto; porque comprendí que la indiferencia duele y porque tengo un leve pero esperanzado indicio de que tú también sientes algo por mí.
—¿Qué?, ¿quién? ¿De dónde sacas esa idea?
—Te sonrojaste cuando la mujer nos ofreció la rosa.
—No, no es verdad... —negó, sonrojándose.
—¿Lo ves? Estás sonrojada ahora. —afirmó Arnold, más cerca.
—No... —dijo ella—. Tú no me agradas.
—¿Qué?
—No...
Arnold tuvo la premonición de que un largo sermón venía. Lo supo, cuando Helga tomó aire para comenzar a hablar. Él debía callarla, no quería escucharla más; porque, los hechos se demostraban con palabras y acciones, y él, ya había hablado demasiado. Dio dos pasos más y tuvo la suficiente cercanía con la que el efecto sorpresa se combinaba perfectamente bien. La besó, porque no existía mejor forma de comprobar que no mentía y porque sabía que aunque ella quisiera ese beso, no sería capaz de pedirlo. La abrazó, porque por primera vez en su vida, ella no lo alejaría. Después de todo, Gerald había sido su Cupido y no solo quería burlarse del secreto más oculto de Helga. Ella correspondió el beso y el abrazo, temerosa y encendida. Vacilante, decidida. Arnold se apartó, tomándose todo el tiempo del mundo para contemplarla.
—No me dejaste terminar... —espetó ella.
—¿Qué querías decirme? Continúa, por favor...
—Que tú no me agradas simplemente... Tú... También me gustas, Arnold. El chico le sonrió, luego de unos instantes en los que pensó que lo rechazaría, una vez más. El rubor en las mejillas de Helga se asemejaba a un atardecer. Gerald, los observaba escondido detrás de una banca. El plan, había funcionado. Helga había decidido acudir a no una, ni dos, sino, a tres citas con Arnold, en pos de no revelar la inscripción de su relicario ante Gerald. Arnold, necesitó analizar sus sentimientos en dos citas, para saber, en la tercera, que le gustaba Helga, pero sobre todo, que ese sensaciòn, era correspondida...
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—Y bien, Gerald. ¿Cuándo me lo regresarás?
—Depende... —dijo pensativo—. ¿Hubo algún avance en la tercera cita? —preguntó, enarcando una ceja. Helga resopló.
—Él dijo que le gusto; yo también. Me besó e invitó a una nueva cita, la primera de todas, según Arnold. ¿Qué más quieres?
—Que admitas que te gusta.
—¡Ya lo sabe él!
—Pero yo no. —dijo divertido. Helga rió, sarcásticamente.
—Me gusta Arnold, Gerald.
—Excelente. Eso es todo lo que necesitaba escucharte decir, Helga querida.
—¿Me lo das?
—No lo tengo aquí. Ya lo tienes tú.
—¿Qué? ¿Sigues bromeando, en serio?
—Lo envié a tu casa por correspondencia. Está en una alcancía, lo mandé hace dos semanas.
—¿Es broma?
—No. Lo hice en cuanto supe que la primera cita fracasó y lo mal que te puso todo eso.
Helga estaba boquiabierta ante tal franqueza y gesto.
—¿Te diste cuenta, que estábamos discutiendo, sobre el relicario; aún cuando Arnold ya sabe lo que sientes? —preguntó el chico, emprendiendo su camino. Ella lo siguió, casi sin reaccionar—. Es decir, ¿qué sentido tiene que te preocupes tanto por la foto de Arnold, de un colgante en forma de corazón? —concluyó, con gran lógica.
Helga se llevó el dedo índice al mentón, por un momento, pensativa.
—¿Sabes, Geraldo? Tienes razón. Sin embargo, ¿no es un poco demente enterarte de una sola vez, que Helga G. Pataki no te odia, sino, más bien le gustas y que, por si eso fuera poco, tiene una fotografía tuya, con la que te venera?
Gerald ladeó la vista, frunciendo su sonrisa mientras pensaba qué responder.
—Es cierto. Mucha información para un solo día...
—Y, sí... —acotó Helga, en una charlas a solas con Gerald, antes jamás ocurrida.
—La razón por la que...
—Ya lo sé, Gerald. —lo interrumpió, alegre.
—Siempre supe que él tenía un lazo especial y extraño —aclaró—, contigo. Necesitaba un empujoncito, darse cuenta de qué se trataba todo...
—Lo sé... Ahora, lo sé... —agregó Helga. El chico sonrió complacido, saludando con la mirada y guardando sus manos en los bolsillos. Ella igualó el gesto, guiñando un ojo.
—¡Oye, Helga! —exclamó, volviéndose trotando. La rubia giró a verlo.
—¿Sí? —¿Me ayudarías con Phoebe? Helga sonrió, negando con la cabeza.
—No es necesario, amigo. —sentenció, picando un ojo. Gerald sonrió, comenzando a irse.
—¡Oye, Geraldo! —lo llamó.
—¿Sí, Helga?
—¡Gracias!
—Yo sólo moví las fichas, Helga. El resto, lo hizo tu deslumbrante encanto... —comentó, regresando hacia ella.
—¡Oye! ¿Te estás burlando? —le reprochó, fingiendo molestia.
—No, no, no... Claro que no. Ella lo miró incrédula.
—Te burlas de mí. —Claro que no. Burlarme, sería distinto... —acotó, divertido.
—Es lo que ya haces... —No; burlarme sería decir... "¡Arnold y Helga, sentados en un árbol, se besan de a ratos...!" Helga gruñó, avergonzada, mientras Gerald comenzaba a correr.
—¡Oye, no te burles! ¡Ven aquí y repite eso, si eres valiente! —exclamó, persiguiéndolo—. ¡Phoebe se casará con alguien más...! —amenazó, riendo. Gerald se había perdido en medio de la belleza verdosa del parque.
—¿Con quién se casará Phoebe, Helga? —preguntó Arnold, apareciendo de repente. Su agitación prácticamente le impedía ver con normalidad.
—Con nadie... Solo bromeaba. ¿Has visto a Gerald? —inquirió, aun pensando en atraparlo.
—No... Porque te estaba mirando a ti... —afirmó, dedicándole una de esas sonrisas que podían enloquecerla por completo. Helga sonrió, ruborizándose, a la vez que aceptaba tomar su mano para dar un paseo tranquilo, en ese hermoso atardecer hillwoodense...
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FIN.
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Espero que les haya gustado. ¡Gracias por leer! :D
