El despertador sonó, como cada día laboral, a las seis en punto de la mañana. La joven de cabellos revueltos ahogó un lastimero gemido, resguardándose mejor entre las sábanas de la cama; sin embargo, aquello no consiguió mitigar en absoluto aquel odioso sonido, por lo que la muchacha no tuvo más remedio que desperezarse y tantear en su mesilla de noche hasta alcanzar su teléfono móvil.

-Ya está, ¡ya está! – exclamó para sí misma, deslizando sobre la pantalla el botón rojo con el dedo. Había buscado entre todos los tonos que el despertador ofrecía hasta encontrar la melodía más tranquila y apacible a su gusto, pero el sonido de las olas del mar mezclado con los acordes de una guitarra no ayudaban mucho a esas horas.

Martina se sentó al borde de la cama, posando los pies sobre el cálido suelo de madera y estirando los brazos hacia arriba todo lo que pudo. Tras aquel estiramiento, la joven se levantó con algo de esfuerzo y se dirigió hacia la única ventana de su habitación para subir la persiana y mirar al exterior. Era un día tormentoso y desapacible (para variar). Una fina lluvia caía desde lo alto de unos feos nubarrones negros hacia el asfalto de la carretera. Los coches y aquellos curiosos taxis iban y venían como locos de un lado para otro, mientras que las personas paseaban no con menos prisa por la acera cubriéndose con los paraguas. Hacía mucho frío, por lo que era bastante probable que nevara un tanto de un momento a otro (aunque aquello tampoco era lo común en aquella ciudad). Era un veinticuatro de noviembre en Londres, y el mal tiempo no parecía paralizar los ánimos de la gente.

Martina se alejó de la ventana y se aproximó a su armario, abriéndolo de par en par. No era que le gustase admitirlo, pero tenía bastante más ropa de la necesaria; y, aun así, siempre se sumía en un dilema a la hora de vestirse. Le parecía que todas sus prendas se las hubiera puesto hacía poco. A pesar de aquello, la muchacha siempre intentaba evitar los grandes almacenes, prefiriendo comprar en tiendas pequeñas o incluso de segunda mano. Al final, se decantó por un jersey rojo que se ponía muy a menudo, unos pantalones vaqueros y unas botas altas perfectas para la lluvia. Tras dirigirse una rápida mirada en el espejo, la joven cerró el guardarropa y salió al pasillo de la vivienda. Billa vivía en un ático alquilado en la calle Baker desde hacía dos años: justo cuando le ofrecieron la plaza permanente en el Museo Británico.

Que cómo había conseguido llegar hasta allí, ni ella lo sabía. Siempre había sido una buena estudiante en el colegio, desde pequeñita. No solamente eran sus notas: su comportamiento y su eficacia eran impolutos. Los profesores siempre habían estado más que satisfechos con ella. Claramente, Martina también había tenido que soportar las burlas de los niños (y de los no tan niños) por hacer aquello que se suponía era ¨correcto¨. Aquello nunca le importó verdaderamente. Tenía pocos amigos, tan ¨raros¨ como ella, pero buenos y leales a pesar de todo.

Cuando llegó al instituto, las cosas cambiaron un tanto a su favor en cuanto a lo que los temas académicos se refería. Al llegar a la edad de dieciséis años, los demás chicos parecieron darse cuenta de que las cosas no eran como siempre habían creído. El creciente temor a la Universidad provocó que todos se pusieran a estudiar como si no hubiera un mañana. También pareció que se abría paso una barrida de los prejuicios: ni todos los buenos estudiantes eran unos pardillos, ni todos los ¨guays¨ eran los malotes de turno. Sin embargo, Martina tuvo que vérselas con otros problemillas de la edad de tipo social. Sin embargo, nada la detuvo, y con los años aprendió a buscar su propio camino en la vida.

Martina era una muchacha de corta estatura, alocado cabello castaño y anchas caderas. Era inteligente y sosegada, un tanto seria. Era introvertida, imaginativa, y mucho más sensible de lo que pudiera aparentar a primera vista. Era observadora y curiosa, intuitiva; le encantaba aprender e investigar. Tenía unos principios morales inamovibles y unas ideas bien formadas. A menudo elaboraba su propio juicio a partir de los hechos con los que se topaba en la vida, y era muy difícil moverla del sitio. Le resultaba muy difícil ser objetiva a la hora de un dilema, y más si ese dilema tocaba una cuestión humana. No le gustaban en exceso el alboroto ni las fiestas. Le gustaba salir de día a pasear a orillas del Támesis, o a un parque (sobre todo al de Saint James), o al mercado de Flores de Columbia Road. Amaba la naturaleza con toda su alma; incluso estaba apuntada a un grupo de senderismo, pero la gran extensión de Londres dificultaba mucho el poder salir muy a menudo con unas zapatillas y una mochila. De noche prefería quedarse en casa. Su momento favorito del día era cuando, los fines de semana, al anochecer, se preparaba un buen cuenco de palomitas de mantequilla y se plantaba frente al televisor para ver sus películas y series favoritas. Y leer... amaba leer. Y escribir. Su género favorito era el fantástico, y sus novelistas favoritos eran, sin lugar a duda, los ingleses.

Con veintidós años se había graduado en Historia del Arte; y, desde entonces, su vida había sido un sinfín de idas y venidas, de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad. Había hecho un máster en Museología mientras trabajaba como niñera y limpiadora, y después había opositado para pasar a formar parte de algún museo. Durante casi dos años, había ¨trabajado¨ en varias galerías y exposiciones de arte; sí, ¨trabajado¨, pues su labor se limitaba a sentarse en alguna sala de pequeño tamaño con un audífono en la oreja; o, peor aún, sentada en la entrada de los baños con un audífono en la oreja. Transcurrido ya este tiempo, Martina se decidió a tomar otro camino: se preparó unas oposiciones para profesorado de instituto, y cruzó los dedos para tener más suerte aquella vez.

Sin embargo, y contra todo pronóstico, el milagro obró: sin poder créerselo siquiera, la joven recibió un mail desde el mismísimo Londres. Al parecer andaban algo escasos de personal, y necesitaban a personas con experiencia como guías. Por suerte, ella había hecho algún que otro chanchullo como orientadora anteriormente.

Y, en menos de lo que cantaba un gallo… ahí estaba, en el Museo Británico, trabajando de guía. Dominaba el inglés, el español y el francés a la perfección; el alemán se le resistía un tanto, pero tenía el título. Y ahora mismo estaba en una academia de japonés los fines de semana. No tenía un mal sueldo, y no tenía unos gastos muy grandes: alquiler, gasolina para el coche (cuando lo cogía, pues prefería ir en bici) y clases. El resto básicamente lo gastaba en comida, ropa y libros; y, cómo no, siempre tenía una ¨huchilla¨ para su viaje de verano.

Martina bajó las escaleras con rapidez agarrándose a la barandilla de madera y dando un giro brusco al final de las mismas, dirigiéndose hacia la cocina, que estaba en el otro extremo del pasillo. Cuando hubo llegado a Londres hacía ya dos años era una niña sola y sin mucho dinero en una ciudad muy grande; sin embargo, había tenido la ¨suerte¨ de toparse con una persona un tanto… peculiar.

-Buenos días, señora Hudson – saludó simpáticamente la joven a la casera de la casa, una mujer mayor y que siempre parecía ver las cosas por el lado positivo (o, al menos, así era con ella).

-Buenos días, Martina querida – le devolvió el saludo la mujer, dándole una vuelta a las salchichas que estaba friendo en la sartén con sus tenazas. –Siéntate, hay tostadas y huevos en la mesa.

-Oh, muchas gracias. No tenía por qué hacerlo – la señora Hudson solía insistir en prepararles el desayuno a ella y a su compañero de vivienda.

Agarrando una tostada untada de mantequilla y mermelada de frambuesa entre sus manos y colocando debajo una servilleta para no manchar el suelo, Martina tomó asiento en uno de los sillones del salón, saludando fríamente al hombre que estaba sentado a la mesa con la cabeza hundida en un periódico.

-Buenos días, Benedict.

El aludido levantó lentamente la mirada de las largas hojas grisáceas, dirigiéndola a la muchacha una mirada llena de odio reprimido.

-¿Buenos días? – le preguntó, clavando en ella sus punzantes ojos azules. -¿¡Buenos días!? Oh, sí, la ciudad de Londres parece vivir en un estado de letargo total… ¡y la joven señorita Martina solamente es capaz de decirme BUENOS DÍAS!

-Cómo nos hemos levantado hoy – murmuró ella, dándole un bocado a la tostada.

Benedict era…. Raro. Más incluso que Martina.

Era un hombre superdotado; MÁS que superdotado. Su inteligencia y sus reflejos no parecían tener límites. Lo malo del asunto era precisamente aquello: que no tenía límites. Su vida era una larga espera hacia un ¨caso perfecto¨, un ¨caso imposible¨ que él y sólo él pudiera resolver. Siempre andaba mezclado entre los casos de asesinatos más escalofriantes y extraños de la ciudad; y, si ese no era el caso, se aburría irremediablemente. Martina prefería no tener nada que ver con sus caprichos: su atracción hacia las desgracias ajenas como si de un juego se trataran la alarmaba y la llenaba de impotencia a más no poder. Por no hablar de un cierto asuntillo con los ¨estimulantes¨ que su compañero tomaba para mejorar su capacidad intelectual. Martina ni siquiera simpatizaba con el alcohol ni el tabaco, ya no quería hablar del resto de drogas.

-Necesito un caso – comenzó a murmurar Benedict, juntando las yemas de los dedos y comenzando a caminar de un lado a otro de la habitación, después de haberse levantado con rapidez del asiento. Faltaba decir que su compañero de piso era detective.

-¿Nada nuevo? – le preguntó ella, fingiendo estar interesada.

-¡Ni uno solo!

-Benedict, esta semana has tenido cinco visitas – le recordó la señora Hudson desde la cocina.

-¡Ninguna interesante, maldita sea! – exclamó el otro, volviendo a sentarse sobre el sillón.

-Algo saldrá. ¿Por qué no te pones a tocar el violín un rato? – inquirió Martina, mirando distraídamente el reloj que colgaba de la pared. -¡Oh, maldición! ¡Mirad qué hora es ya!

-¿Tanto te cuesta soltar un taco de vez en cuando y dejar de lado esas expresiones cursis? – preguntó Benedict, sin apartar la mirada del frente.

-¡Llego tarde! – exclamó ella, saltando de un salto de su asiento y zampándose de un bocado el trozo de tostada que le quedaba.

-Tarde ¿a dónde? – preguntó la señora Hudson. -¡Si trabajas por la tarde!

-¡Tengo que ir a entregar unos pedidos! – exclamó la muchacha, subiendo a toda prisa las escaleras. Para ganarse un dinerillo extra, había accedido a hacerse cargo de los recados de una floristería que la conocida de una compañera de trabajo regía. Con suma rapidez, se lavó los dientes, se cepilló el pelo lo mejor que pudo, y descolgó a toda prisa su abrigo favorito del perchero.

-Volveré para las once – anunció, una vez abajo, mientras se ajustaba el pañuelo y los guantes. –Después iré a trabajar.

-Martina, querida, te esfuerzas demasiado…

-En casa no tengo muchas más cosas que hacer, señora Hudson; todo es mejor que quedarse a escuchar a Benedict.

-Ironía mal escondida. Tan simple como de costumbre.

-No era ironía – murmuró Martina, colgándose su pequeña mochila al hombro y agarrando las llaves de encima de la mesita de entrada. -¡Después nos vemos!

La joven bajó las escaleras a toda prisa, abrió la puerta de la calle, cogió su paraguas del paragüero, y se dirigió corriendo a la estación de metro más cercana.


El despertador sonó, como cada día laboral, a las siete y veintitrés minutos de la mañana. Richard Armitage abrió los ojos al instante, como si su cuerpo se hubiera estado preparando a lo largo de la noche para despertarse a la hora exacta. Con un lento movimiento de mano, el hombre atinó a la primera a apagar el monótono pitido del despertador electrónico que descansaba sobre su mesita de noche. Acto seguido, agarró el IPhone 6S que yacía a su lado y comprobó que realmente eran las siete y veintitrés minutos de la mañana. El recuadro de la parte superior de la pantalla le dio a entender que aquel día era y sería lluvioso, con temperaturas entre frescas y suaves. No le hacía falta pinchar su dedo en la función de la agenda para recordar los actos y tareas a las que debería asistir aquel día, pero lo hizo de todas maneras; una mente organizada desde por la mañana aseguraba el éxito durante todo el día.

Y aquel día no iba encaminado a ser especialmente tranquilo.

Así pues, el apuesto hombre de largos cabellos negros, barba oscura y espesa, ojos azules y metro noventa de altura de levantó de la cama, se estirazó levemente, y cogió el mando a distancia encargado de abrir las persianas de la habitación. Tal como el móvil le había predicho, aquel día era gris y triste.

Richard se cubrió con la bata que descansaba tras la puerta, se calzó los pies, y se agachó sobre el colchón para besar en el cuello a la bella mujer que yacía sobre él: Katherine, su esposa desde hacía siete años.

Richard se alejó escaleras abajo, degustando el delicioso aroma a huevos, bacon y salchichas que provenía desde la cocina. El personal de la casa ya debía estar trabajando desde hacía dos horas.

El hombre se dirigió, no obstante, a una de las habitaciones más grandes del hogar, que era una de las que habían quedado vacías tras la reforma de la casa, antes de su matrimonio con Katherine. Ella tenía la intención de dejarla libre como futuro cuarto para los niños, pero él se ofuscó tanto que al final logró convencerla para equiparla como un gimnasio personal. Normalmente, conseguía todo lo que quería.

Richard Armitage era el hijo mayor de Thráin Armitage, poseedor de una vasta empresa que iba encaminada a tornarse multinacional. El padre de éste, Thrór, había fundado en su juventud un pequeño gabinete de abogados que había ido ganando fama en la ciudad de Londres y se había ido expandiendo con los años. Aunque provenía de orígenes muy humildes y tuvo que pasar muchas penurias al mudarse de una pequeña villa agrícola a la capital del Reino Unido, Thrór había sido famoso por su tenaz perseverancia y ambición; cualidades que habían heredado su hijo y su nieto.

Thráin había invertido en su empresa miles de libras, metiéndose en el negocio de la bolsa, hasta que había pasado del negocio de los abogados a la adquisición de otras empresas menores, convirtiéndose en el poseedor de un monopolio que ganaba fortunas de éxito.

Había tenido tres hijos: Richard, Frerin (que, por desgracia, falleció unos años atrás) y Dís, la menor. Ésta, a su vez, se había casado con veintidós años y había tenido dos hijos: Dean y Aidan; su esposo los había dejado también cuando los dos hijos eran muy pequeños. Thráin y su esposa, Margaret, seguían legalmente casados, pero llevaban haciendo vidas separadas desde hacía mucho tiempo. Thrór, por su parte, se había divorciado en sus últimos años del amor de toda su vida, Leslie. Richard apenas llegó a conocer a su abuela paterna.

El primogénito de la notable familia Armitage llevaba casado desde hacía siete años (como se ha dicho anteriormente) con la única pareja estable de su vida; Katherine Manchester había sido su nombre de soltera. Era una bellísima mujer de treinta años, alta, rubia, de ojos verdes, complexión delgada y curvas y pechos bien definidos. Era hija de una familia de intachable reputación, famosa en todo el país entre los círculos sociales más altos; de joven había hecho sus pinitos como modelo de alta costura, pero pronto lo dejó para ingresar en la Universidad de Cambridge y estudiar Relaciones Internacionales. Allí, en esa Universidad, se habían conocido ellos dos con veintiún años él y diecinueve ella; y, desde entonces, habían estado juntos.

Richard había estudiado Derecho y Administración Empresarial, y ahora trabajaba para la empresa de su padre; su deber durante el día era asistir a reuniones importantes, firmar contratos y movilizarse de un lado a otro de la capital (o del país) para pactar acuerdos con personas de alto renombre. Katherine se había casado con él nada más terminar ella la carrera, y se entretenía durante el día reuniéndose con sus amigas en los clubes de la ciudad para organizar sus actividades y fundaciones conjuntas. Aún no habían tenido hijos, pues se sentían muy conformes con el estilo de vida que llevaban; pero no esperaban tardar mucho más en ponerse de acuerdo para traer a un pequeño o pequeña a casa.

Tras su dura sesión de ejercicio matutino, Richard se dirigió a la ducha del gimnasio para darse un baño de agua caliente seguido de otro de agua fría. Su alarma sonó justo en el momento en el que él terminaba de secarse su musculado cuerpo. A sus treinta y dos años, la edad comenzaba a pasarle factura; y no quería acabar como su padre, viejo y gordo, sin preocuparse por su aspecto ni salud.

Con total puntualidad, Richard subió a su habitación rápidamente, abrió el armario, y descolgó uno de sus numerosos e impolutos trajes de una de las perchas.

-Pero ¿a dónde vas hoy tan sexy? – le preguntó una seductora voz femenina desde la puerta del cuarto de baño.

Richard enarcó una media sonrisa en su rostro, fijando su atención en la esbelta figura de la mujer que lo observaba apoyada contra el marco de la puerta, tapada por una bata de seda de color marfil.

-¿Te gusta?

-Mucho. ¿Debería estar celosa?

-¿De mi padre? Sí, mucho.

-¿Tu padre? – preguntó ella, enarcando una ceja.

-Sí; tengo una reunión hoy con él. Mira, hablando del tema… - murmuró Richard, desbloqueando su Samsung Galaxy Note y leyendo el mensaje que Thráin le acababa de enviar. Él siempre guardaba un Smartphone para las llamadas y mensajes y un IPhone para todas las demás funciones.

-Bueno, pues no le hagas esperar. ¿Llegarás para cenar?

-No lo sé. Luego te llamo – se despidió él, dándole un casto beso en la mejilla a su mujer.

-Me gustaría terminar lo que empezamos anoche – sonrió ella, apoyando las manos sobre el colchón de la cama.

-No te preocupes, te prometo que lo acabaremos – sonrió él, dirigiendo su mirada a su abultado escote. –Después hablamos. Te quiero.

-Y yo – repitió ella, justo antes de que su esposo cerrara la puerta tras de sí.