Alfred F. Jones observaba las pequeñas gotas de lluvia que se acumulaban en la ventana, en silencio les contaba mientras su madre conducía el coche en aquel gris día. No era un buen día, podría clasificarse como horrible u asqueroso, pero el chico llamarle El día en que sus padres decidieron abandonarle a su suerte.

Aquel nombre podía sonar algo… bueno, bastante sombrío, pero cuando tus padres deciden dejarte en contra de tu voluntad en un maldito manicomio lleno de retrasados por el mero hecho de intentar en repetidas veces acabar con su miserable vida… aquel nombre toma un sentido más profundo y, al mismo tiempo, más correcto.

Sí, era un jodido suicida de mucho cuidado y dedicación a su propósito: cada vez que se presentaba la más mínima oportunidad cortaba la blanca y delicada piel de sus muñecas de manera vertical, también había intentado ahorcarse y tomar sobredosis de medicamentos repetidas veces sin lograr la meta planteada. Los psicólogos no habían podido ayudarle demasiado, nadie podía pero, en el fondo, no le importaba. La escoria como él no merecía el don de la vida.

—Alfred, cariño, sabes que hacemos esto por tu propio bien—exclamó la madre del chico. Él la observó de reojo, captando cada minúsculo detalle del rostro cansado de su progenitora: su pálida, y algo arrugada, piel; sus extraños ojos púrpuras; su rubio cabello corto y rizado; sus labios pintados de un color rojo carmín. No la amaba, sentía algo más parecido al aborrecimiento que al cariño—. Ellos van a curarte, y todo volverá a ser como antes.

Aquel tono suave que siempre usaba con él le asqueaba, y más aún que le mirara de la manera en que lo hacía en aquel momento: con supuesto cariño. Era sólo una hipócrita más en el mundo.

—Deja de hablarme de esa manera, como si de verdad te importase lo más mínimo mi maldita existencia—escupió Alfred, a modo de respuesta. Volvió su amarga mirada hacia la ventana a su lado, mientras clavaba las uñas en sus muslos cubiertos por unos gastados jeans oscuros que adoraba. Aquella mujer no merecía nada, ni siquiera una triste y mísera mirada de su parte—. No necesito de tu compasión, mujer.

—Matthew estaba bastante apagado esta mañana, antes de que tomara el autobús hacia la escuela—exclamó ella, cambiando brutalmente de tema. El chico de claros ojos pudo ver perfectamente a través de las palabras dichas por su madre, su doble intención de intentar tocar lo que quedaba de sensibilidad en su destrozado y frío corazón. Lamentablemente, en él lo que se podía denominar como "corazón" había dejado de existir hace bastante tiempo—. Tu partida le ha afectado bastante al pobrecito.

Aquella maldita serpiente sabía cuanto Alfred adoraba a su pequeño hermanito menor, y creía que con ello lograría hacer flaquear su voluntad y arrepentirse de todo. Pero el orgullo era más fuerte, no pensaba darle el placer de saborear la victoria sin dar batalla.

—Como si me importase una mierda el lloriqueo de un crío freaky y tan poca cosa como Matthew—respondió, tajante. Aquellas palabras le quemaron la lengua como si estuviesen hechas de ácido, pero no pensaba retractarse de ello. Su orgullo era más fuerte que cualquier rastro de sentimentalismo que aún poseyera a esas alturas—. Tiene que madurar algún día el cabrón ese si quiere sobrevivir por su cuenta, maldita sea.

La mujer a su lado hizo una mueca de desagrado ante tales sucias palabras, mientras el chico sonreía de manera imperceptible al espectador. Dulce y contundente victoria.

El resto del viaje al sanatorio mental se mantuvo un silencio sepulcral absoluto bastante incómodo, ninguno de los presentes en la cabina del automóvil tenía la intención de retomar la conversación recientemente concluida. El humor de Alfred volvía a cada segundo que pasaba un poco más sombrío, ya que en el fondo de aquel cascarón insensible se encontraba terriblemente aterrado, como nunca lo había estado antes. Aterrado por el hecho de ir a vivir a un maldito manicomio, aterrado por la posibilidad de que le terminasen encerrando como a un animal con una camisa de fuerza en una habitación acolchada, aterrado de estar solo, aterrado de los tratamientos y experimentos en los que podría estar involucrado.

Quizás fuera una nenaza de ocho años por estar asustado, pero no era un maldito cobarde. No huiría de su inevitable destino a pesar de todo.

Acarició de manera inconciente las múltiples delgadas cicatrices que recorrían el interior de su muñeca izquierda de manera horizontal, añoraba en gran manera que en aquel infernal lugar se presentase la oportunidad de practicar la autoflagelación que tanto tiempo llevaba realizando o, quizás, un nuevo intento de suicidio. Añoraba poder sentirse castigado merecidamente por ser la escoria que era.

Presionó las o muy antiguas cicatrices de su piel, buscando que sangrasen o desapareciesen, no lo sabía con exactitud. No sentía ni un solo ápice de orgullo por estar cubierto de tales marcas como otras personas harían, no eran "cicatrices de batalla" como muchos otros les llamaban, claro que no: eran un mero recordatorio de su estúpida cobardía de vivir, de su incansable deseo de escapar de todo lo que se le presentaba en su camino. Escapar de aquella realidad, llena de crueldad y frialdad que le perseguían sin descanso logrando hundirle en un mar de dolor y gritos desgarrados que no le dejaban respirar.

Había tocado fondo hace ya bastante tiempo, lo sabía perfectamente y había terminado aceptándolo. ¿De qué servía intentar elevarse si sus alas ya habían sido arrancadas de cuajo?

El coche se detuvo frente a una gigantesca casona de 5 pisos, de paredes de ladrillo rojizo y tejado de tejas negras. La entrada estaba decorada con árboles y un bonito jardín repleto de flores de múltiples colores, las cuales no causaban absolutamente nada en Alfred. Un lugar hermoso en el completo sentido de la palabra, exceptuando el hecho de que se trataba de un maldito sanatorio mental lleno de enfermos y no de una mansión de algún empresario adinerado de la zona, claro.

Un lugar que inspiraba demasiada paz en sus espectadores para ser un manicomio a las afueras de Nueva York.

Tras soltar un pesado suspiro, el chico bajó del coche, siguiendo a su madre bajo la lluvia hacia la entrada del edificio. La mujer había llevado únicamente un paraguas para ella y no para él, que había metido las manos hasta el fondo de los bolsillos de sus jeans mientras la fría brisa y las gotas de agua le hacía encogerse dentro de su amada chaqueta bombardera. Detestaba profundamente el frío, prefería mil veces más una sofocante tarde veraniega que una mañana lluviosa y primaveral como aquella. Sí, no le importaba en lo más mínimo que la fría lluvia le estuviese empapando mientras avanzaba hacia la casona, hace ya largo tiempo que había dejado de importarle que su cuerpo sintiese frío o dolor, calor o agotamiento: no tenía sentido alguno el buscar comodidad alguna en la vida sabiendo que, en el fondo, no deseaba a la mismísima vida en esencia. Un muerto en vida, simplemente.

Al llegar al mesón de la recepción, donde una vieja señor de profundas arrugas y ojos apagados hacía el papel de secretaria, Alfred se detuvo, observando fijamente a su madre, la cual estaba en aquel momento firmando algunos documentos mientras hablaba en voz baja con la secretaria de mirada indescifrable. Hablaban sobre él, eso era seguro, pero al chico no le importaba en lo más mínimo. Las palabras de gente como aquella no tenían significado para él, era sólo mero ruido en la cacofonía constante que era el mundo.

Gruñó, mientras se dirigía arrastrando los pies a sentarse en un de las sillas que supuso que conformaban la grandiosa sala de espera del lugar. Su rubio cabello permanecía pegado contra su cráneo y las gotas de agua que sus mechones soltaban le cosquilleaban y humedecían el rostro, le hubiera gustado tener una toalla a mano para secar la humedad de su querido y alabado cabello pero, como en varias ocasiones con otro tipo totalmente distinto de situaciones, tendría que aguantarse en silencio. Sus celestes ojos vagaron perezosos por la estancia, captando cada minúsculo detalle de esta: el suelo gastado de madera que rechinaba al caminar sobre él, el papel tapiz blanco con una que otra mancha de humedad, el moho en las esquinas y rincones, las viejas y gastadas revistas sobre la mesa de café que yacía frente a él, los brillantes tubos fluorescentes instalados en el techo, las sillas plásticas azules, la sucia alfombra bajo la suela de sus zapatos. Aquel lugar era un asco, y el olor a humedad no mejoraba el de por si ya deprimente panorama.

Suspiró, pasando una de sus manos por su desaliñado y aplastado cabello. Le mosqueaba algo el hecho de que no l hubieran dejado llevar el teléfono celular a su nuevo hogar, alias confinamiento. No es que le interesase el poder comunicarse con sus inexistentes amigos, pero ansiaba de una manera algo enfermiza el poder escuchar algo de la música que adoraba. Sí, la mayor parte del tiempo en que no intentaba acabar con su mísera existencia consumía las preciadas horas junto a sus fieles cascos, quienes nunca le habían defraudado en aquellos cinco años en que les poseía. La música era su fiel amiga, además de la cuchilla, y no necesitaba a nadie más que a ellas y a si mismo.

Observó como un par de hombres fornidos y vestidos de blanco cargaban sus no tan pequeñas maletas hacia quién sabe donde. Realmente, en aquel equipaje no había nada más que ropa, un par de utensilios de aseo personal y, si la memoria no le estaba fallando al igual que la mente, su bate favorito de béisbol. Las cosas que de verdad le importaban en el mundo, exceptuando el bate, se hallaban en el interior de la vieja mochila negra que llevaba en su espalda en aquel momento: discos de variadas bandas, pósters de una que otra película y serie, lápices de colores, un par de cuadernos que usaba para dibujar, una cajetilla de chicles de fresa, unos dos o tres libros para leer en las tardes de aburrimiento e, incluso, una bandera estadounidense que siempre colgaba en la pared eran las cosas que llevaba en su espalda. Quizás aquellos objetos fueran meras y simples chucherías a ojos de las demás personas, pero él no era como las demás personas. Para él, aquellas cosas eran tan importantes como el acto de respirar y el latir de su corazón.

—Vamos, Alfred, te mostraré tu nueva habitación—le sonrió una enfermera, amablemente. La mujer no tendría más de veinticinco años, y era bastante atractiva: caderas anchas, un busto bastante prominente, piel dorada y bronceada, ojos de un precioso color miel, cabello largo y rizado recogido en una coleta alta, sonrisa azucarada y voz de seda. Su uniforme estaba compuesto simplemente por un par de pantalones y una camiseta, ambos de un suave color celeste. Nada demasiado revelador, lo que daba una oportunidad la imaginación para juguetear un poco. El chico le sonrió de la manera más encantadora que le permitía su amargado rostro.

—Como digas, bonita—respondió Alfred, con un obvio y marcado tono lascivo tiñendo su algo chillona voz. La sonrisa de la enfermera tembló de manera casi imperceptible, lo que hizo reír internamente al chico. Últimamente le divertía bastante el hecho de lograr incomodar a los demás con una mirada o un par de palabras, algo extraño y opuesto a su naturaleza amable y empática. Lamentablemente, aquel chico de espíritu alegre y sonrisa brillante había muerto hace ya largo tiempo atrás, dejando un cascarón oscuro y vacío de todo lo que había sido tras su partida.

Era un fantasma más en aquel mundo de sombras tenebrosas.

Siguió a la mujer uniformada, de nombre Jessica según lo que decía aquella tarjeta de presentación que llevaba pegada a su camiseta a modo de ayudar a los pacientes retrasados fue lo que supuso Alfred. No rechistó ni discutió mientras caminaba tras de ella, sólo le siguió, deslizándose por los blancos y silenciosos pasillos llenos de puertas que, posiblemente, llevasen a diferentes infiernos de la mente humana.

Según lo que decía la mujer que caminaba un par de metros por delante del chico, su habitación estaría en el ala noroeste del edificio, donde se recibían a los pacientes que presentaban problemas psicológicos o sociales leves o, también, los que estaban en la última fase de tratamiento exitoso. En sí, era la zona de los locos que no eran tan peligrosos, pero seguían estando lo suficientemente jodidos de la maldita cabeza para estar en ese manicomio. Quizás lograra hacer amigos.

No entendía el por qué la enfermera esa no le había explicado qué se podía encontrar en las otras alas de la casona, no es que le interesase demasiado el hacerse amigo de algún psicópata de turno. No era su estilo.

Su madre debía estar alejándose por la carretera en su pequeño coche plateado en aquellos mismos instantes en que el chico se adentraba en las entrañas de aquel infierno, mientras caminaba hacia la que sería su celda por los meses siguientes. Hasta que lograra escapar, al menos.

Sí, pensaba fugarse de aquel asqueroso lugar a la mínima oportunidad que se le presentase ¿Quién no lo haría? Lo había metido allí en contra de su voluntad, y no pensaba tolerar que personas que no le comprendieran en absoluto hicieran aquello. No permitiría que le cortaran sus alas de nuevo.

El agudo rechinar que hacían sus zapatillas contra las blancas baldosas del suelo le relajaba en gran manera, haciéndole caer en el remolino profundo y tormentoso que eran sus cavilaciones. Era verdad que se aborrecía a si mismo, eso no podía negarlo, pero aguantaba el que le hiciesen cosas que él no quisiera ni que le colocasen barrera alguna: él se consideraba un constante buscador de la libertad de expresión y de actuar. Vivía en el país de la libertad y el libre albedrío, y no pensaba dejar que nadie le quitase eso.

Era, quizás, lo único que le quedaba tras haber tocado fondo.

Jessica se detuvo ante una de las múltiples puertas blancas y numeradas que yacían instaladas a lo larga del pasillo, tenía escrito en números dorados el cincuenta. El chico de ojos de cielo sintió como las comisuras de sus labios temblaban ligeramente, formando una extraña y alegre sonrisa. Le era necesario un esfuerzo titánico sonreír de verdad tras tanto tiempo sin hacerlo.

—El cincuenta es mi número de la suerte—musitó Alfred, de manera bastante repentina. La mujer que le había guiado hasta aquella parte del ala noroeste del sanatorio mental le miró, con una mezcla de curiosidad y sorpresa al mismo tiempo—. ¿Es que un suicida no puede sonreír sin generar un jodido revuelo a su alrededor? Joder.

Su voz estaba cargada de un obvio tono burlón y, a la vez, algo iracundo. ¿Es que tenía cara de payaso o qué?

—No es eso, cariño—respondió ella. De su bolsillo había extraído un manojo de llaves, posiblemente buscaba la que abriese el cerrojo de la habitación, donde él se alojaría durante su estadía—. Tienes una sonrisa preciosa, en comparación con tu actitud, claro.

Alfred sintió sus mejillas arder bajo aquella dulce mirada.

Desvió sus celestes ojos, le mosqueaba bastante el sonrojarse cada vez que una persona, sea hombre o mujer, le hiciese un cumplido medianamente bonito. Ese tipo de situaciones eran bastante contadas para alguien como él, ya que los demás preferían más insultarle que alabarle, destacar hasta su más mínimo y mísero defecto y error que cometiese en vez de ver las cosas positivas que todavía poseía. Gordo, estúpido, inútil, niñato, torpe, freaky, pedazo de mierda, hijo de puta, retrasado, escoria, bastardo, mal parido, gilipollas… la mayoría insultos existentes en el mundo se los habían dicho más de una vez en su maldita e infeliz vida, tantas eran las veces que había escuchado mierda de él y dirigida hacia él de gente que le rodeaba que ya había dejado de afectarle. Había aceptado lo que tanto le repetían, aceptó que él era una mierda que no merecía existir y por ello se castigaba, ansiando de una manera obsesiva la propia muerte: para librar a los demás de tal martirio.

Cuando la enfermera logró por fin abrir la puerta de la habitación número cincuenta el chico pudo entrar en esta, analizando cada minúsculo detalle del que, desde ahora en adelante, sería su cuarto: paredes de un enfermizo blanco purísimo al igual que el suelo cubierto por baldosas, una mísera y pequeña ventana enrejada por una obvia razón, un par de viejas cortinas azules algo desteñidas por el sol, una cama de hierro con un delgado colchón y un cobertor celeste en el centro de la estancia que no tenía el aspecto de ser demasiado cómoda, tubos fluorescentes en el techo que iluminaban a tal punto que no se les podía mirar directamente sin quedar encandilado, un armario de madera clara y una mesita de noche con una lámpara de escritorio azul sobre ella, ambos muebles con terminaciones pobres y hoscas. No era la gran cosa ni lo mejor que podía existir, eso estaba absolutamente claro, pero era más de lo que merecía una maldita escoria suicida como él era.

Sus maletas descansaban sobre su nueva y bastante fea cama, pero el no poseía el ánimo ni la energía suficiente para desarmarlas y empezar a ordenas sus cosas, simplemente deseaba poder cerrar los ojos y caer en un sueño eterno, un sueño del que no pudiese despertar jamás. Pero, lamentablemente para él y gracias a su jodida mala suerte, él no era la jodida Bella Durmiente para hacer eso, ni tampoco se le había permitido llevar entre su equipaje los implementos que, normalmente, usaba para intentar acabar con su vida, como era de esperarse. Irónico sería que le hubieran permitido llevar sus cuchillas, y daría algo de que bromear.

—Hogar, dulce infierno—susurró Alfred, antes de dejarse caer para poder tomar una pequeña siesta en el frío y duro suelo—. Mañana será otro día.