¿Quién pensaría que el informante de Ikebukuro tendría un domador?
–Izaya –un ronroneo bajo hacía temblar al nombrado, el chico de cabellos negros, incapaz de comprender por qué ese hombre estaba tatuado en su piel.
– ¿Pasa algo, Shiki-san? –tan sólo era como un niño, jugando y observando. Ingenuo y estúpido, a Shiki le gustaba. Amaba verlo, como podía llegar a verse, abandonado por la absurda máscara del Dios todopoderoso que fingía ser.
–Ven aquí, ya –una orden suelta al aire que es acatada con sumisión– El informe que me das es perfecto –sonríe como de costumbre, galante, como su mafia, mientras juega con el nerviosismo de Izaya al estar sentado sobra su regazo– Te recompensaré por la información extra, haz hecho muy buenos tratos con nosotros –lo toma por las caderas con posesión, no hay nadie en la sala, nadie va a interrumpirlos en un largo rato. Sus largos dedos huesudos se deslizan por la delgada espalda del menor hasta tomar los negros cabellos con brusquedad haciéndole saber que no importa que pida, todo los llevará a lo mismo.
Pero es verdad, el cabrón está tan abandonado que no puede comprender algo de sentimientos. No podría querer a nadie.
Un golpe correctamente acertado le hace sonreír en sangre a Izaya, entonces Shiki sabe que puede dejar en paz esa odiosa máscara de caballería y disfrutar del corromper frágiles sentimientos.
Era absurdo, si fuera cualquier otro, Izaya lo habría acabado sin dudar…
Pero Shiki tenía algo que no podía (quería) controlar, era tan humano como los demás y aun así le había permitido leerlo y moldearlo, desde que era un chiquillo de preparatoria. Aún si lo lastimaba, Izaya amaba ser tocado por sus manos, era feliz sabiendo que lo complacía, estaba conforme con esa doble vida.
Sintiendo que lo conocía más que cualquiera, sintiendo que perdía el control de sí mismo…
Igual sean sólo rumores, es decir, que maldito asco, ese jodido bastardo debería morir. Shiki es un hombre respetable aunque aterrador.
Lo hacía suyo en modos bruscos, después se iría y más tarde le daría otro trabajo y volvería como un gato, rogando por unos cuantos mimos.
–Sólo por hoy… –jadeó de manera dificultosa, su voz saliendo aguda por su garganta, oscilando entre el dolor y el placer– Sólo… Ámame… por favor… –y lo único que recibiría sería un beso sucio y húmedo que le robaría el aliento, que le haría perder la razón y le confundiría aún más su solitario corazón.
¿Eso pensaba él que era amor? ¡Já! ¡Claro que no!
Sin embargo, cualquier cosa estaba bien…
Tampoco es como si importara en realidad, debía de servir para algo, al menos dar placer ¿no?
–Un placer… Orihara-san –y una fría despedida antes de volver a esa tóxica rutina.
