Está sentado en el sofá de su casa. Golpea suavemente el cojín con el puño cerrado mientras que, con su pie, marca el ritmo de una canción que resuena en un recoveco de su memoria. Recorre la habitación con su mirada: se la conoce como si fuera la suya propia.

La dueña del piso asoma la cabeza por la puerta de la cocina. Está trajinando algo que le encantaría saber a Booth. No está acostumbrado a que su compañera le esconda secretos.

—¿Cerveza o...?

Botth asiente antes de erguirse en el sofá, tratando de parecer más formal. Le sale mal, y suelta un resoplido.

—¿Necesitas auda? No se me da tan mal la cocina, ¿sabes? Vivo solo, ¿recuerdas? Y mira qué bien me cuido.

—No creo que seas tú quien cocina —le llega una voz distraída de la cocina acompañada con un concierto de cacerolas.

—¿Puedo encender la televisión? ¿O la mini-cadena o... ¿ Oh, Dios mío, Brenan.

Algo en el otro extremo de la habitación le llama la atención. Se levanta de un salto y la suela de los zapatos hace un ruido extraño contra la superficie del suelo.

—¿Desde cuándo tienes tú un tocadiscos?

La mira con un brillo emocionado en las pupilas, mientras ella sale de la cocina, con un trapo entre las manos. Sonríe, satisfecha consigo misma.

—¿A que es bonito?

—¿Bonito? Venga ya, Brennan. ¡Vinilos! —Se ve claramente lo emocionado que está. Hasta podría contarle aquello a Hodgins. —No sabía yo que eras de la vieja escuela.

Y antes de que Temperance pueda decir nada, Booth ya se ha puesto a hablar. Sobre aquellos años, previos al asunto de Parker. Sobre los conciertos, aquel Chevrolet que no arrancaba ni vivo ni muerto, aquellos años de la universidad donde pensaba que podría comerse el mundo sin problemas. Y Brennan le mira, bebiendo de sus palabras; imaginando todo lo que dice, viéndolo ante sus ojos... Es como si alguien hubiera hecho un clic y ¡zas! Una foto en blanco y negro donde dos personas se miran a los ojos mientras todos los diálogos posibles se entremezclan en la mente del espectador. Todos y ninguno, porque en esa mirada se dicen más que con ninguna palabra.

Hasta que, de pronto, algo se cuela entre ellos rompiendo el momento. Un suave olorcillo a quemado que viene desde la cocina.

Brennan exclama algo, compungida; Booth se ríe, sin querer. Ella le mira, reprobatoriamente, y le da un puñetazo suave en el hombro antes de volver con presteza a la cocina.

Efectivamente, lo que fuera que Brennan trataba hacer de cenar tiene una pinta negruzca y feúcha que quita todo el posible apetito. El mohín de Brennan dura lo justo. Algo tiene que ver con ese carácter pragmático que tiene. Mira a Booth y le pregunta qué hacer. Es algo tarde para salir a buscar un sitio para comer. Deciden llamar a un chino. Total, sólo será un día más de comida encargada entre tantos otros.

Y ahí están los dos. Con los palillos rebuscando en ese menú tan improvisado algo más que un tema de conversación. Porque decir no dicen mucho, pero se ríen, se toman el pelo, bromean, incluso a veces se pelean... son como dos niños pequeños. Son otro clic de una cámara nueva encargada de captar los pequeños momentos de una promesa que durará toda su vida. O, en su defecto, hasta que la muerte los separé.