Las cervezas se amontonan en el suelo sin orden ni control. En el frigorífico, de vez en cuando, aparece algo que merece la pena ser cocinado y comido. El apartamento no es pequeño, es minúsculo. Y Rufus y Lily viven como pueden, confiando siempre en que el grupo de éste conozca épocas mejores. No están en su apogeo últimamente.
Los muelles de la cama hace tiempo que cedieron, y no precisamente por estar viejos o mal engrasados. El calentador de agua está roto y Rufus las pasa putas cada vez que quiere ducharse en invierno. Lily simplemente va a casa de su hermana y ambas se entienden en ese millón de productos capilares que se han ido comprando.
La casa está vacía, y el arrullo de unos besos entregados deprisa y corriendo en una carrera a ninguna parte se escucha en el vestíbulo que hace a la vez de salón y cocina. El resto de la casa son un baño y un dormitorio. Un solo espejo en toda la vivienda que haría que Lily se pasara el día delante de él, si no fuera más rentable mirarse en los ojos de Rufus y verse siempre preciosa.
Los discos de vinilo están guardados en su funda. Excepto ese de Scorpions que no deja de girar llenando la estancia de un murmullo eterno que se cuela entre el papel pintado de la pared, se acomoda entre los cojines del sofá y juega al escondite entre las latas de cerveza.
Un pintalabios tirado sobre la encimera y un cuaderno de partituras emborronado con tinta negra y pigmentos rojos a su lado. Dos vasos sucios de champán y una vela de la que ya sólo queda cera derramada en su diminuto platillo. En las paredes, a falta de cuadros que se subasten por millones, hay multitud de pósters de los artistas favoritos de ambos. Y una foto sobre la televisión de segunda mano en el que ambos sonríen felices a un objetivo sujeto con poco equilibrio y que da un resultado poco nítido.
Rufus lo mira todo por enésima vez. Está exactamente igual al día que se alejó de allí, después de que Lily lo abandonara por un ricachón y por las ideas de riqueza que le metió su madre en la cabeza. Van der Woosen, casi no puede ni pronunciar su nuevo apellido. Pero él no ha venido allí a recoger recuerdos, sino a limpiar la casa y venderla. O no, probablemente la convierta en un cobertizo, un lugar para abandonar cosas y encontrarlas mucho tiempo después, cuando ya habías perdido la esperanza.
Tiempo después, con dos hijos crecidos, separado, con una carrera excelente como músico y miles de cuadros que subastar por millones; pasea por la casa. El minúsculo departamento que nunca limpió, que mantuvo cada una de las cosas esparcidas por él como si fueran dignas de un museo. Ahí está él, con su traje de prometido, a punto de casarse en uno de los lugares más hermosos con la mujer que siempre deseó; y se pregunta porqué aún no le ha enseñado ese sitio a ella, cuando lleva su nombre grabado en cada flor del papel pintado de la pared. Se va, cierra la puerta, llama a Dan, piensa en Lily. Sonríe.
Se va a casar con ella. Y al abandonar por segunda vez ese lugar, con la firme idea de volver acompañado, le parece escuchar una suave melodía que se escapa con él, e impregna su traje de novio con un aroma que hacía años que no olía. Un olor a cervezas vacías, noches de amor, conciertos de rock y promesas apuntadas en una partitura con pintalabios rojo.
