Harina y Mazapán

–¡Ve a comprar otras dos! –escuchó como la rasposa voz de su padre mientras le apuntaba dos botellas vacías de cerveza en el otro extremo de la pequeña sala.

–Pero Tobías, es tan tarde y en noche buena… –la débil voz de su madre se dejó oír desde la obertura de la cocina y pronto la vio a aparecer demacrada y sujetando con firmeza un raído paño de cocina que retorcía entre sus manos.

–¡No te he pedido tu opinión! Vuelve ahí y no salgas hasta que me traigas algo decente que comer! –agregó elevando el tono de voz y mirando a su esposa con rencor –…y tú, niño, has algo útil y vuelve rápido que tengo sed. Me importa un carajo si tienes que recorrer toda la ciudad.

Un niñito menudo y de desvaídos cabellos negros lo miró por unos segundos antes de enfilar hacia la puerta de entrada, donde se cubrió con un abrigo enorme para él. Tomó las botellas vacías, una en cada mano, y salió al frío de la noche.

Llevaba un rato andando, ya debían ser pasadas las diez y después de recorrer dos licorerías y encontrarlas cerradas, se había alejado bastante de su casa. A pesar de sus escasos siete años no era la primera vez que salía de noche y en medio de la nieve a buscar algo para su padre. Si no eran tragos, podían ser cigarrillos o tal vez simplemente le graznaba que se perdiera de vista. Su mamá, a menudo ella se llevaba la peor parte por tratar de impedir que ese tipo de cosas pasaran pero él ya estaba convencido de que no había nada que hacer, de hecho le gustaba tener una excusa para salir de esa casa.

Alzó la vista y miró la nieve cayendo. ¿Serían posibles las historias que le había contado su madre? Tal vez sí. Él la había visto hacer algunas cosas impresionantes con esa varita, que escondía, cuando estaban solos en casa; tal vez él también podría hacerlo un día. No, definitivamente lo haría e iba a transformarse en el mejor mago del mundo, ahuyentaría a su estúpido padre y conseguiría comprar una casa bonita y agradable para él y su madre, sin gente incapaz de hacer magia que además tenía el descaro de llamarles fenómenos.

Hasta el momento no había dado grandes señales mágicas, en algunas ocasiones cuando la violencia en casa era demasiada, hacia explotar algunas cosas e incluso una vez hizo salir despedido a su padre contra pared consiguiendo aturdirlo; pero nada que pudiese controlar aún, para eso necesitaba cumplir pronto los 11 años y conseguir su propia varita. De todas formas, lo que más deseaba en el mundo era entrar pronto a Hogwarts, ahí estaría lejos de su casa y, aunque por un lado se sentía egoísta al esperar ansioso el momento de partir dejando a su madre en ese infierno, se decía que cuanto antes empezase, más pronto podría realizar sus planes.

Casi no se dio cuenta de lo mucho que había andado, aunque no era extraño que lo hiciera, pero ya se encontraba en el otro extremo del pueblo. Las casas ahí eran mucho más lindas y cuidadas. Podía ver los cercos perfectamente alineados con brillantes faros para iluminar las lustrosas entradas, que ahora estaban bañadas en una espesa capa de nieve. En estas fechas lucían aún más bellas y distintas que la suya, puesto que estaban abarrotadas de luces y adornos navideños. Pero a él eso no le importaba, claro que no.

Apretó los labios y apuró el paso.

Noche buena…-pensó nuevamente al ver entre las cortinas de una de las viviendas a una señora rubia que acomodaba algo en su pino de navidad. Siguió avanzando, ese tipo de escenas no le ayudaban a sentirse mejor, que él recordara, no había pasado nunca una feliz navidad, cuando había llegado preguntando por papá Noel tras haber oído de él en la escuela, su padre lo había zarandeado diciéndole que no importara lo bien que pensase portarse, de todos modos no habría regalos para él porque San Nicolás no visitaba a los monstruos, sólo a los niños normales que no eran un completo estorbo.

Dobló una esquina y encontró una plazoleta. Era linda en primavera cuando estaba llena de pasto y los árboles copados de hojas y flores, pero ahora parecía algo tétrica con las sombras que se formaban a su alrededor. Un escalofrío lo recorrió entero, dejó las botellas en el suelo y se acomodó el abrigo para tapar mejor su pecho del viento que ahora corría de frente y le arañaba las mejillas con las escarchas que arrastraba.

Miró hacia adelante y a lo lejos distinguió un letrero de una tienda de licores, pero le pareció que estaba cerrada, como todas las demás, como todo el comercio quizás en toda Inglaterra. Sin embargo, por una enorme reja de metal negro, se podía distinguir luz dentro de la casa a la que el negocio estaba anexada. Como ya le dolían los pies de tanto andar con el incómodo peso de las botellas, y la nariz la tenía bastante roja después de estornudar varias veces, se armó de valor y llamó lo más fuerte que pudo. Al cuarto grito la puerta de entrada se abrió y dejó ver a una señora de cabellos cortos y castaños que lo miró al principio con perplejidad, aunque pronto compuso una sonrisa cálida para él.

–¿Qué se te ofrece jovencito? –le dijo con una voz suave y gentil mientras se acomodaba mejor el suéter lleno de motas y dibujos navideños.

En realidad le dolía la garganta y se acababa de dar cuenta que la tenía apretada, por lo que levantó las botellas y la miró pensando intensamente en que por favor le vendiese ese tonto trago por el que su padre vociferaba a diario.

–Vaya… no deberían haberte enviado a ti solito tan tarde, ¿Estás bien? –añadió mirándolo con preocupación. Severus estaba, por desgracia, acostumbrado a ese tipo de preguntas y, sobre todo, a esa cara de lástima que lo ponía de mal humor; sin embargo se guardó el orgullo y sólo asintió enérgicamente, entregando los envases y el dinero que su padre le había dado.

–De acuerdo pequeño, ¿quieres pasar mientras las busco para ti? –le dijo ella extendiéndole una mano.

–No, gracias –habló por primera vez con una voz algo pastosa- debo volver pronto o se molestará –definitivamente esperaba que eso la hiciera apurarse, porque estaba seguro que su padre ya estaría quejándose sobre lo mucho que estaba demorando. No tener regalos o un árbol de navidad en noche buena era una cosa, pero ser reprendido en los estándares de su padre, era otra muy distinta para un día en que incluso él anhelaba tener algo de paz.

La mujer asintió con una mezcla de ternura y tristeza. No había pasado por alto los zapatos desgastados o el enorme y raído saco que el niño llevaba encima, pero prefirió apurarse para que regresara pronto a su casa. Al cabo de unos dos minutos volvió con una bolsa y un paquetito blanco.

–¿No quieres que te ayude con esto hasta tu casa? –le dijo con dulzura mientras le enseñaba la bolsa con las ahora aún más pesadas botellas, pero él negó con la cabeza y estiró los brazos –está bien, claro que ya eres todo un jovencito, perdona por no notarlo antes –le apuntó con una sonrisa al tiempo que le tendía un paquete más pequeño- escucha, las horneé esta tarde para que Santa se las comiese, pero estoy segura que él también cree que es mejor que te las quedes tú.

Severus trató de convencerla que no era necesario pero la regordeta mujer no escuchó sus protestas y se las guardó en uno de los tantos bolsillos del abrigo- de todas formas está demasiado gordinflón ¿no te parece? –le dijo consiguiendo sacarle una tímida sonrisa –ahora regresa pronto y ten cuidado con los callejones oscuros ¿me lo prometes? – el asintió mirando el suelo y mordiéndose el labio, le murmuró un tímido "gracias señora…" –Roberts –le dijo entusiasta mientras lo apremiaba a partir, así que se dio vuelta y corrió lo que mejor pudo con la bolsa sujeta en su pecho.

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Diez minutos después de su llegada su padre aún seguía mascullando insultos tanto a él como a su madre. Para variar había encontrado insípida la cena y consideró demasiado el tiempo que él se había tardado en regresar. Lo bueno de esa cerveza era que más pronto que tarde lo hacía dormir profundamente en el diván de frente al televisor, roncando sonoramente y apestando a alcohol pero dejando de ser una molestia aún más desagradable. Así les daba a él y a su madre unas cuantas horas para comer algo e irse a la cama sin mayores sobresaltos.

La verdad es que odiaba a su padre. Al menos eso se repetía desde que había comprendido lo que significaba aquella palabra. Siempre conseguía torturarlos a su madre y a él, no hacía más que consumirse en sus vicios y los arrastraba irremediablemente al pútrido infierno que se había construido y en donde se autoproclamaba rey. Lo odiaba porque era más fuerte, porque cuando gritaba siempre conseguía asustarlo y por los pocos momentos en que no era tan cretino, lo odiaba sobre todo por esos momentos, porque gracias a ellos su madre seguía pensando que en el fondo los quería y todo mejoraría; porque él también se encontraba pensando lo mismo cuando le revolvía el pelo y le decía que podía dejarse el cambio de la compra y conseguir algunos dulces.

Entre inaudibles hipidos sacó el paquete que la señora le había dado… desenvolvió las servilletas que guardaban el contenido y vio un montón de lindas galletas navideñas con formas de pinos y botitas decoradas con mazapán de colores. Se llevó una a los labios y le dio un pequeño mordisco ¡sabía tan bien que se le aguaron los ojos! Así que por una vez trató de olvidar todo a su alrededor y concentrarse sólo en el calorcito que comenzaba a recorrer su cuerpo con el avance del energizante dulzor del azúcar.

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Sonrió con ironía y volvió a dejar la elegante botella de whiskey que McGonagall le había enviado como regalo de navidad con una impersonal nota que decía "Feliz navidad, Severus". No podía decir que no agradeciera el detalle pero lo molestaba que después de los más de diez años trabajando juntos no notase que él prácticamente no bebía. A su lado se encontraba el elegante maletín que Dumbledore le había regalado junto a su afectiva y extensa carta, que había releído un par de veces y que guardaría junto a las otras cosas importantes en su caja de madera. Al caer sus ojos en el vistoso anillo de esmeralda que Lucius le había dado hacía unas horas sonrió con verdaderas ganas porque no tenía idea de qué se suponía debía hacer con tamaña extravagancia y el estúpido Lucius lo sabía tan bien como él.

Apartó la vista de la superficie del escritorio y miró a su alrededor, la chimenea ardía alegremente y su música favorita sonaba de fondo, este lugar era su rincón más privado, estaba lejos de todo y de todos. Bajó el sonido del reproductor y pudo escuchar el aparatoso sonido de las olas chocar entre los roqueríos, entonces recordó algo y se dirigió a su escritorio. Era noche buena y si iba a acomodarse a leer necesitaba hacer esto antes para tener todo lo necesario cerca y dispuesto. Hizo aparecer una charola con una tetera que de inmediato perfumó la estancia con el dulce y placentero olor a su té favorito, entonces abrió el cajón de la derecha y encontró una bolsita de celofán con cinta roja que contenía varias galletas navideñas de diferente forma. No se parecían a los pinos y a las botas de su niñez, tampoco sabían igual, pero desde hace unos años le ayudaban a recordar, le ayudaban a no olvidar sus promesas.

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Había olvidado lo mal redactadas de estas pequeñas historias, así que las resubiré lo más corregidas que pueda porque YOLO

¡Saludos!

PD: gracias a Luci, quien me dejó un rr y me hizo releer mis desastres XD