Adaptación de novela
Autora original: Deborah Releigh. Derechos reservados©
Titulo de la obra: Some Like It Brazen
Sin fines de lucro
Ambientado en la época victoriana
Capitulo 1
—Por el amor de Dios, Edward, quédate quieto antes de que tenga que atarte a la cama—se quejó lord Hugues.
Edward Elric, quinto conde de Harrington, sonrió divertido. Era un caballero con los músculos de una persona acostumbrada a trabajar duro y cabello lacio rubio que peinaba en un cola alta de una tez demasiado bronceada para la moda y rasgos demasiado vigorosos para los cánones de belleza. Sus ojos color ambar eran cálidos y tenían unos inesperados y encantadores hoyuelos.
Siempre estaba de buen humor y era paciente por naturaleza, una ventaja para alguien que había tenido que escuchar durante quince días las lamentables ideas de Maes —como le decían sus amigos a lord Hugues—acerca de cómo consideraba él que debía ser un verdadero caballero.
—Nadie puede quedarse quieto después de haber padecido durante tres horas que lo bañen, lo cepillen y mil cosas más. Te puedo asegurar que me han tratado mejor en las peleas de borrachos.
—Deja de quejarte. Puedes considerarte afortunado, tu silueta no exige que encargue un corsé. Son terriblemente incómodos, según dicen —respondió Maes, con total falta de compasión—. Por supuesto, hacen furor desde que el príncipe comenzó a usarlos. Después de todo, quizás podamos considerar la idea.
Edward alzó una ceja.
—Ni se te ocurra.
Impaciente ya, el esbelto dandy, vestido con extravagancia, sonrió con aire de superioridad.
—No solo me atrevería, querido Edward, sino que además te apretaría te metería yo mismo dentro de él si lo creyera necesario. —Con un gesto ampuloso sacó un abanico para agitarlo frente a su puntiaguda nariz—. Te advertí que toda la alta sociedad va a estar ansiosa esperando emitir su juicio acerca del nuevo conde de Harrington. En especial, desde el momento en que has despertado su curiosidad con tu súbita transformación de granjero en conde. Sin duda todos estarán aguardando el instante en que se evidencien tus modales rústicos y tu falta de experiencia en asuntos mundanos.
—¿Lo que significa que creen que llegaré a sus veladas con mis botas llenas de barro y arrastrando una vaca?
—Eso es exactamente lo que esperan.
Edward sonrió irónico.
—Confío en tu juicio, Maes —murmuró—, pero debo admitir que todavía no entiendo cómo el hecho de que me cepillen hasta quedar en carne viva, y de ser estrangulado luego por mi perverso valet puede garantizar que no oleré a campo.
El abanico se cerró de golpe y Maes avanzó por la horrible alfombra de cachemira. Desde su llegada a Londres, durante su riguroso entrenamiento para adquirir buenos modales, ser elegante y aprender a bailar, Edward no había tenido la oportunidad de hacer más que una somera inspección de la enorme mansión. Por cierto, no había tenido tiempo de transformar la opulencia en un estilo más simple y más adecuado a un soltero de gustos sobrios —Dios mío, ¿cuántas veces debo recordártelo? Un caballero se distingue por su atuendo, y lo más importante es el nudo de su corbata: lo que diferencia a un verdadero noble de un campesino.
Edward no pudo evitar sonreír al escuchar las absurdas palabras de su amigo. Ese era el tipo de lógica que él jamás entendería, sin importar la cantidad de títulos que le cayeran encima.
—¿Pretendes decirme, mi querido Maes, que en un país lleno de mentes brillantes, de científicos progresistas y de muy respetados filósofos, poetas y guerreros, todo lo que nos eleva sobre el nivel de los salvajes es el nudo de una corbata?
Se oyó una tos de uno de los muchos sirvientes uniformados que estaban reunidos en el salón, hasta que la severa mirada de lord Hugues cayó sobre el desdichado.
—Retírense —ordenó—. Hablaré con el señor a solas.
Los sirvientes se retiraron de la habitación, felices de alejarse de la filosa lengua del dandy y de su costumbre de desollar vivos a los que osaran interferir en sus tortuosas lecciones. Sólo el bien entrenado valet se animó a demorarse unos instantes en un gesto de rebeldía y sacar una diminuta hilacha de la chaqueta morada de Edward antes de unirse al grupo en retirada.
Con una mueca de disgusto, el nuevo conde se adelantó para examinar su figura en el espejo ataviada con pantalones de satín blanco y chaleco plateado. Ese tipo de atuendo elegante podía ser de rigor para una velada en Londres, pero él se sentía ridículo.
Cielos, había visto monos disfrazados que parecían más cómodos que él cubiertos de satín y de diamantes.
¿Qué sabía él de la alta sociedad? No había sido educado para ocupar un puesto entre los elegidos. De hecho, durante la mayor parte de su vida había sido apenas consciente de su vínculo con la aristocracia. La noticia de que había heredado un título, luego de la muerte del viejo conde, seguida al poco tiempo por la muerte de su hijo y de dos sobrinos, lo sorprendió tanto a él como a la horrorizada familia de los Harrington, que lo consideraban casi un usurpador.
Un súbito golpe de abanico sobre uno de sus hombros obligó a Edward a volverse de mala gana y enfrentar la mirada centelleante de su amigo.
—Edward, hay pocas personas tan versadas en las costumbres de la sociedad como yo —le advirtió Maes, en tono severo—. De lo cual me siento orgulloso, y esa es precisamente la razón por la cual me elegiste para a que preparara tu presentación en sociedad. Yo soy tan consciente como tú del ridículo. Quizá más que tú. Pero, a pesar de que he convertido la superficialidad y la estupidez de los demás en una fuente de diversión, nunca cometí el error de subestimar el poder de la alta sociedad. Nunca.
Edward suspiró. Su amigo tenía razón, por supuesto. Aunque no le importara en absoluto la opinión que la sociedad podía llegar a formarse de él, no podía olvidar que ahora tenía una familia que dependía de él para conservar su dignidad. Una de las cargas que había heredado junto con su título. Más importante aún era que debía ganar la confianza de sus pares los nobles, si deseaba usar su nueva posición para ayudar a los que había dejado atrás. Su sillón en la Cámara de los Lores no tendría sentido si lo consideraban un simplón y un torpe, sin la capacidad necesaria para manejarse en las altas esferas. O para solicitar el ingreso a los clubes de caballeros, donde, por supuesto, se reunía el verdadero poder.
—Perdóname, Maes. —Se inclinó—. No es mi intención menospreciar el evento. Es solo que me siento incómodo e inseguro, no querría hacer el ridículo.
Los finos rasgos volvieron a adquirir su expresión irónica.
—No temas, Edward. No serás el más deslumbrante o el más elegante de los caballeros, pero eres inteligente y tienes tu encanto cuando te lo propones.
—Gracias... creo.
Los ojos castaños destellaron.
—Y con un poco de suerte, no harás el ridículo.
Echó hacia atrás la cabeza para reírse del ácido cumplido. Hugues nunca sería un compañero complaciente. Actuaría como un perfecto idiota y de pronto sacaría a relucir su filoso ingenio, que lo había convertido en el más exitoso espía de la corona. Edward no lamentaba haber solicitado su ayuda.
Aunque en ese momento Hugues era el propietario de La guarida del diablo, una elegante casa de juegos, era sin duda el personaje más destacado de la sociedad y la persona ideal para presentar a Edward a la más selecta minoría.
—Bueno, puedo pisar a las muchachas que tengan la desdicha de ser mis acompañantes en la pista de baile, y olvidarme de qué tenedor debo usar, pero al menos mi corbata estará perfecta y mi chaqueta, tan ajustada que apenas podré respirar. Espero que nadie me confunda con el jardinero.
Maes resopló con desdén.
—Como si un jardinero pudiera darse el lujo de tener una chaqueta de Weston.
—O fuera lo bastante ridículo como para querer tener una.
Edward respiró hondo. Por más que desease permanecer en la dudosa comodidad de una casa llena de corrientes de aire, sabía que eso era imposible. Debía ocupar su lugar como conde de Harrington, le gustase o no.
—¿Vamos?
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Lady Winry Rockbell, la hija de los duques de Lockharte, estaba cada vez más furiosa.
Era algo que solía suceder.
A pesar del interminable desfile de institutrices que habían intentado persuadirla, intimidarla, y hasta obligarla para que se convirtiera en una recatada dama, ella tenía un carácter orgulloso y la costumbre de hablar primero y pensar después. A menudo, mucho después.
En su defensa, sin embargo, se puede decir que ella siempre estaba dispuesta a admitir que estaba equivocaba y que nunca descargaba su mal humor sobre la servidumbre ni nadie que no estuviera en situación de poder defenderse.
Lo cual no significa que los sirvientes se mantuvieran alejados cuando lady Winry se enfrentaba con su padre. Escaleras abajo se decía que era mejor introducir la mano en un nido de avispas que caer en medio de una de esas batallas entre personas de sangre azul. Hasta el mayordomo, que se consideraba apenas un escalón por debajo de la realeza, huía a toda velocidad hacia las dependencias de servicio cuando escuchaba cómo se estrellaban contra el piso los primeros platos de la delicada porcelana de Wedgwood.
Sin darse cuenta del éxodo de la servidumbre a zonas más seguras, Winry caminaba con brío, furiosa, de un extremo al otro de la vasta biblioteca, evaluando la posibilidad de arrojar contra la puerta algunos de los excepcionales libros empastados en cuero. Harían un estrépito aún mayor que el de la porcelana. Pero mientras su rabia la impulsaba a estrangular a alguien, no había caído aún en la insensatez total. El duque, alto, con los cabellos de plata y rasgos vigorosos, era muy tolerante con su única hija, pero la encerraría en lo alto de una torre si tocaba alguno de sus amados libros.
Percibiendo la ardiente necesidad de destrucción de su hija, el duque se instaló cómodamente en un elegante sofá de damasco y señaló los estantes con libros y porcelana pintada.
—Creo que le erraste a uno de los platos de Wedgwood de tu madre, Winry, en caso de que aún estés de humor como para seguir actuando como una niñita caprichosa —le dijo con tono sereno.
Ella se detuvo y escudriñó a su padre como un gato erizado.
—Esto es intolerable. No tenías ningún derecho a rechazar la propuesta de matrimonio de lord Heidrich —siseó, apretando los dientes.
Una ceja de plata se alzó ante sus mordaces palabras.
—Pues resulta que tenía todo el derecho. A pesar de que tú creas que estás por encima del mundo, todavía soy tu padre y no te dejaré arrojar tu futuro por la borda casándote con un vicioso rufián como Heidrich, que, por cierto, te haría desdichada en una semana.
Winry inspiró hondo. Sabía que a su padre no le simpatizaba lord Heidrich. ¿Cómo no saberlo? Bastaba que los dos hombres se encontraran en la misma habitación para sentir cómo se helaba el ambiente. Pero ella no había previsto que el duque pudiera insultarlo como lo hizo.
—Lord Heidrich no es un rufián.
—Bah. Solo una inocente como tú es capaz de ignorar su pésima reputación. —La expresión de su padre se endureció con un inusual desagrado—. Por el amor de Dios, es un jugador y un aventurero que ha estado envuelto en escándalos desde el día en que llegó a Central.
Winry contuvo las ganas de llorar. Inocente o no, ella conocía la reputación de Alphonse. Y sin duda ese riesgo era lo que más la atraía. Bueno, no solo eso, también su encantadora cabellera rubia y sus ojos azul profundo. Para una joven que había sido sobreprotegida toda su vida, ¿qué podía resultar más fascinante que un caballero que osaba desafiar las tediosas reglas de la convención?
Él era orgulloso, impredecible, y tenía toda la buena voluntad del mundo para iniciarla en las realidades que estaban fuera de la burbuja en la que había sido criada.
En todo sentido: irresistible.
—No puedes arrojar la primera piedra, padre —le respondió, echando chispas—. Por lo que sé, te permitiste unos cuantos escándalos cuando eras joven.
—Mis escándalos no incluyeron duelos, bailes prostibularios en mi casa o poner en peligro a jóvenes mujeres.
—¿En peligro? Eso es absurdo.
El duque era una de las pocas personas que no le tenía miedo al mal carácter de Winry. Se puso de pie y la enfrentó con expresión seria.
—No soy idiota, Winry. Sé que el sinvergüenza te ha seducido llevándote a ver boxeo y carreras de caballos, y también una comedia subida de tono que no era digna ni de una prostituta.
Ella se quedó sin aliento. Oh, ¡diablos! Y todo el cuidado que había puesto en ocultar sus emocionantes salidas... Era obvio que ser un duque incluía conocer cada maldita cosa que sucedía en Central, tuvo que hacer el esfuerzo para enfrentar su mirada acusatoria.
—Alphonse no es el culpable. Fui yo quien le pidió que me acompañara a esos lugares.
—Y esa es la única razón por la cual no tomé un látigo para azotarlo, te lo puedo asegurar.
—Y le pedí que me acompañara porque estoy aburrida a muerte de estar encerrada como si yo no pudiera tomar por mí misma las más sencillas decisiones.
—Eres mi hija. Es mi deber protegerte.
Winry casi grita de la rabia. ¿Cuántas veces había escuchado el sermón familiar? ¿Cien veces? ¿Mil? Por cierto, se repetía de manera mecánica cada vez que ella corría el riesgo de divertirse un poco.
—No soy tu hija. Soy una muñequita que exhibes cuando se te da la gana y luego la guardas. Al menos Alphonse nota que soy una mujer que puede conocer un poco el mundo.
—Oh, no me cabe la menor duda. Lord Heidrich ha desempeñado bien su papel. Él es, después de todo, un exitoso seductor y está acostumbrado a hacer todo lo necesario para complacer a una dama —alzó una ceja con parsimonia—. Me pregunto, sin embargo, si te has puesto a reflexionar en los motivos por los cuales ha demostrado tanto interés en ti después de haber evitado con tanta asiduidad a las debutantes.
Winry tuvo la súbita visión de un gato jugando con una laucha.
Y ella no era el gato.
—Él me encuentra... fascinante.
—No, mi querida. Lo que encuentra fascinante es lo que se dice acerca de tu dote.
—¡Padre! —parpadeó sorprendida.
—El hombre no tiene donde caerse muerto —agregó el duque con frialdad—. A pesar de haber empeñado hasta la última de sus propiedades, aún está cargado de deudas. No hay una casa de juegos en la ciudad que le permita cruzar sus umbrales, y lo han echado de todos los clubes. Su única esperanza es conseguirse una novia lo bastante ingenua como para no ver más allá de un físico agradable y unos encantos superficiales.
Winry frunció los labios. No escucharía más a su padre. No podía. Si lo hacía, el caballero que le había robado el corazón, el hombre que le había prometido un futuro esplendoroso sin reglas ni expectativas tediosas, se convertiría en un fraude.
Los sirvientes habían sido prudentes al desaparecer.
—No escucharé semejantes calumnias. Alphonse me ama.
—Lord Heidrich sólo se ama a sí mismo.
—No lo conoces tan bien como yo.
—Lo conozco mucho mejor que tú —hubo una breve pausa antes de que el duque se levantara del sillón con determinación y concluyera—: y es por eso mismo que nunca será tu esposo.
Winry levantó el mentón para competir con el de su padre. Estaba harta de que le ordenaran lo que debía hacer como si fuera una idiota. Al menos Alphonse fingía tener en cuenta sus deseos.
—Tengo veintidós años, padre, y estoy en condiciones de hacer lo que se me antoje. No puedes impedir que me case con Alphonse.
Apoyaba las manos en sus caderas para reafirmar su decisión, pero el duque se arregló con calma los puños de la chaqueta. Los dientes de ella rechinaron ante la afectada despreocupación.
—Quizá no, pero en realidad no creo que ninguno de los dos esté satisfecho con la perspectiva de tener que vivir en una ruinosa casita o alquilar un cuarto en los suburbios —sonrió con tristeza—. Te aseguro que puede parecer encantador en los libros de cuentos, pero no hay nada placentero en tener que fregar los propios pisos o congelarse delante de una chimenea apagada. Además, lord Heidrich vendería hasta a su madre antes de verse reducido a la pobreza.
—¿Pobreza? —su aire desafiante desapareció con sorprendente rapidez—. ¿Serías capaz de desheredarme?
De pronto el semblante de su padre se ensombreció.
—No hay necesidad de tomar tan drásticas medidas —comentó apenado—. Es tan sencillo como que no tengo ninguna dote para darte.
—Pero... eso es absurdo.
—Es la pura verdad.
—No te entiendo.
—Porque nunca me esforcé para que entendieras —admitió con un suspiro—. Con tu belleza y tu posición, supuse que cuando eligieras un marido, tendrías el buen criterio de escoger uno con una gran fortuna. Después de todo, es lo que hace la mayoría de las muchachas.
Ella frunció el ceño. La mayoría de las muchachas no eran las hijas de un duque. Por el amor de Dios, ella nunca le había dedicado ni un minuto a un tema tan poco interesante como la riqueza.
—Pero ¿qué fue de mi dote? —le preguntó.
—¿Cómo crees que han sido financiadas tus costosas actividades sociales durante estos últimos cuatro años?
Quizá por primera vez en su corta vida, su rápido ingenio abandonó a Winry.
—¿Me estás diciendo que no tenemos dinero?
Hubo un momento de silencio antes de que su padre se volviera para caminar con lentitud hacia la ventana. Le daba la espalda.
—Ser duque es muy costoso, mi querida. Tengo propiedades que necesitan un constante mantenimiento, casi un batallón de sirvientes a los que hay que pagar, arrendatarios que alojar, tus hermanos que tienen que estudiar, y, por supuesto, tu madre necesita las joyas y la ropa adecuadas.
—¿Y qué hay de tus rentas y tus inversiones?
Su mirada permanecía fija en la calle Mayfair debajo de la ventana.
—Deberían alcanzar, pero mientras Londres está consagrada al placer, la guerra está arrasando con el mundo. El comercio se ha detenido, y no quedan suficientes hombres en condiciones de atender los campos. —El duque sacudió la cabeza para expresar su frustración—. Son tiempos funestos para los terratenientes. ¿Cómo podría desentenderme y dejar que mis arrendatarios se mueran de hambre?
—Pero la guerra terminó —señaló Winry sin convicción.
—Eso no hace que los jóvenes se levanten de sus tumbas para sembrar mis campos, ni llenar las despensas vacías. A veces lleva años recuperarse de ciertos desastres.
—¿Por qué no dijiste nada antes?
Se volvió para mirarla con una expresión sombría.
—Ya te lo dije, simplemente creí que cuando tuvieras que elegir con quién casarte, lo harías con un caballero de buena posición.
Winry sintió náuseas. El brillante futuro que había imaginado durante meses se despedazaba frente a ella.
—Dios mío esto es terrible.
—No tanto —su padre se le acercó y le dio una suave palmadita en el hombro—. Debe de haber más de un caballero que reúna las condiciones adecuadas y que desee con toda su alma casarse con la hija de un duque, en especial, una más hermosa que un ángel.
Se separó de un tirón de su mano consoladora, conteniendo las lágrimas.
—¿Careces de todo sentimiento? Amo a Alphonse. No me interesa ningún otro caballero. En especial ninguno que quiera casarse conmigo porque soy tu hija.
Su padre se encogió de hombros.
—Entonces dile a lord Heidrich que te quieres casar sin dote y sin mi consentimiento. Y veamos cuánto tarda en desaparecer.
Winry ni siquiera tuvo en cuenta la posibilidad de ir a ver a Alphonse. "No porque tema que él me abandone si se entera de que no tengo un centavo", se dijo para tranquilizarse. Simplemente, no quería que él se sacrificara por ella de esa manera. No importaba cuánto le doliera.
Sabiendo que no podría contener las lágrimas por mucho tiempo más, miró al caballero que acababa de arruinar su vida. Sin pensarlo, se llevó la mano al medallón de plata que llevaba colgado sobre el corazón, que latía con fuerza. El collar había sido un regalo de Alphonse y guardaba su querido retrato.
—Nunca olvidaré a Alphonse. ¡Nunca! —exclamó con dramatismo. Luego, salió indignada de la habitación, dirigiéndose a sus aposentos privados para llorar su desdicha.
Continuara...
