¿Qué…? ¿Qué era aquello? ¿Quién era?
Las sombras se movían de un lado para otro, confundiéndola y haciéndola sentir… feliz. Muy feliz.
Solo estando con él es maravilloso.
Su propia voz, en la lejanía, la sorprendió, haciéndole desear más el saber el lugar en donde estaba y a quien le hablaba. ¿Qué será?
Ahora, podía visualizar un espacio empedrado de liso cemento, rodeado de arboles de cerezo, que con el inusual viento rápido y suave, hacía jugar a los millones de pétalos de esos árboles, formando figuras oblicuas.
-¡Por supuesto que estoy enojado! - Una voz de un muchacho, en la lejanía, la sobresalto. Le resultaba conocida, y le hacía sonreír. - ¡No puedes simplemente desaparecer sin decir nada!
-Lo siento. - Oyó su propia voz, en circunstancias iguales a las del muchacho.
El viento sonaba cerca de ella. ¿Por qué tenía que disculparse?
-¿Acaso herí tus sentimientos? - Ella se quedó sin aire al oír esa pregunta. ¿Por qué soñaba esto? ¿Sería…?
¡No! - Exclamó la ella del sueño. - ¡No es eso!
-¡¿Entonces por qué?! - Exclamó el muchacho con desespero.
Ella quedó en silencio.
La imagen de un perro de peluche color azul con una correa roja con pinchos a su alrededor, apareció frente a ella.
-¿Qué…? – tan pronto como empezó a preguntar, la imagen se desvaneció.
-Es por eso que tengo que irme. – otra vez, su voz, en la lejanía de algún lugar de donde ella se encontraba, hizo que prestase atención.
-¡No puede ser cierto! – exclamó la voz del muchacho desconocido. - ¡Hey!
-Fui muy feliz cuando estuve contigo... – habló ella. ¿Feliz? ¿Qué es esto? Se preguntó ella misma. – esto no está bien… quería decir "Adiós" con una sonrisa… - silencio, seguido de una alteración en el ambiente, según notó ella.
La imagen de una plaza, de noche, se divisaba casi nítidamente frente a ella. Los pétalos de cerezo hacían la misma danza que antes, mientras que dos jóvenes, él de diecinueve o veinte años y ella de diecisiete o dieciocho años, se encontraban allí, frente a ella. Una luz había sobre ella, color verdosa, y una luz blanca lineal estaba entre los dos, como si estuviese encerrando a la muchacha en un tubo largo, transparente.
-¡Hey! – le dijo él a ella, en un susurro de espanto. Levanta su mirada al cielo, dirigiéndose a algo o alguien. - ¡Detente! ¡Por favor! – le pidió rogando. La imagen se volvió nítida.
Él, alto y de cabello castaño oscuro, casi un bordó, de gafas finas y semicirculares, que escondían un par de hermosos y tristes ojos verdes. Ella, una cabeza más baja que él, de ojos ámbar y de pelo dividido, corto hasta los hombros y después largo hasta las rodillas, de color caoba claro pálido.
-Fujimoto-san… - le dijo ella, mirándolo de forma especial. – Tú eres la persona más preciada para mí… - de apoco, pequeñas lágrimas caían de sus ojos ambarinos. El muchacho, Fujimoto (como ella lo había llamado), apretó la mano que tenía puesta en esa especie de barrera con fuerza, impotente. – Siempre fue así… y siempre lo será… eternamente.
-¡No te vayas! – le suplicó angustiado.
Y, tras decir esas palabras, el tubo donde la ella del sueño, se empezó a resquebrajar, rompiéndose en mil pedazos que iban desapareciendo, mientras los jóvenes se miraban con una cálida sonrisa.
La ella del sueño abrió desmesuradamente los ojos, vendo cómo una pequeña luz salía del pecho de el muchacho.
Como si fuese un negro manto, la oscuridad se presentó, otra vez, ante ella, dejándola otra vez en una incertidumbre.
Pero no duró mucho. Algo le impidió moverse. Y lo que pasó ante sus ojos en ese momento la dejó descolocada, mientras, a medida que las imágenes, no… los recuerdos… sus recuerdos, pasaban ante ella, recordando uno por uno cada uno de ellos. Cuando la última imagen que pasó delante suyo, las lágrimas en sus ojos bajaron libremente sobre su rostro, reviviendo ese sentimiento de angustia.
-¿Qué está sucediendo? – preguntó él.
-Hay un lugar al que debo ir…
La última palabra.
-Adiós…
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Se despertó con un sudor frío en su frente y lágrimas mientras el grito desgarrador contenido en su garganta, salía sin que ella lo pudiese parar. Al instante, empezó a sollozar con fuerza, sintiendo que un torrencial de lágrimas bajaban y su cuerpo empezaba a sacudirse por los fuertes sollozos.
Otra vez el mismo sueño. Pensó ella, sin dejar de sollozar. Ni siquiera recordaba de qué trataba. Pero… sentía ese horrible vacío en su pecho, nuevamente, como cada vez que tiene ese sueño.
Unos pasos sincronizados y diferentes, sonaron en la madera, al frente de su habitación. De la habitación de sus padres.
Los pasos de sus padres sonaban con ligereza y rapidez, mientras se precipitaban a abrir la puerta de su habitación.
El rostro de su madre, de unos treinta y muchos años, casi igual al de ella (solo que más maduro), se divisó seguido de su cuerpo, y la presencia de su padre.
Por su parte, su padre, un hombre con un carácter peculiar de unos cuarenta y pocos años, de cabellos negro y largo hasta los hombros, de ojos negro azulados y contextura parecida a la de un militar, observó con seriedad el estado de su única hija.
-Kobato… - susurró la mujer, con la angustia grabada en su hermoso rostro. – Kobato, mi niña… -le dijo abrazándola y meciéndola. – Por favor… Ioryogi… - le pidió ella.
-Kobato… - habló su padre, con un tono que hizo levantar el rostro de la chica de escasos veintiún años de edad. Su rostro pasó de la angustia, al asombro. Su padre se acercó con lentitud, sentándose al otro lado de ella, posando su mano izquierda en el hombro de la joven. – Todo estará bien… - y la atrajo para sí, meciéndola.
Una vez que Kobato se hubiese entregado al mundo de Morfeo, Iorogi se levantó y acomodó a su hija.
El silencio reinó en la habitación de la única hija del matrimonio Hanato, mientras los esposos, el ángel y el antiguo heredero al trono del "otro mundo", compartían una mirada de preocupación.
-Estará bien, Suishou. – le consoló Iorogi a su esposa. – no te olvides que vamos hacia el lugar donde empezó todo.
Sin poder contenerse, Suishou se acercó a una dormid Kobato. La arropó, la tapó mejor con su manta, y le besó la frente.
Iorogi apagó el velador de la mesita de su hija, y se marchó, seguido de Suishou.
-después de todo, las coincidencias no existen – dijo el hombre, mirando hacia su hija, cerrando la puerta de la habitación, y dirigirse a la suya. – solo existe lo inevitable.
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Una semana después.
-¡Kyaaaaa! – un grito del piso de arriba alertó que su hija se había levantado.
Suspiró. A comenzar con las mismas mañanas de siempre en los días laborales.
-y pensar que antes molestaba que llegase tarde. – dijo Iorogi mientras abría el diario matutino con una divertida sonrisa.
-¡Kobato! – exclamó Suishou desde la escalera. -¡Ven a desayunar que se te hace tarde!
-¡Ya voy, mamá! – se escuchó de donde el antes perro de peluche estaba. - ¡Kya! - Seguido de eso, un golpe duro resonó en el techo de la cocina-comedor.
-Ay, Dios Santo… - susurró Iorogi. – Es igual que tú. – le dijo resignándose.
-¿Qué esperabas? – le dijo su esposa con diversión. – tenemos la misma alma. – contestó como si fuese obvio.
- Lo sé, pero esperaba…
-¡Buenos días! – la exclamación de la joven muchacha, hizo que los esposos se giraran hacia ella.
Hoy vestía con unas calzas color crema, un vestido manga tres cuarto de color verde jade, tenía una campera color ladrillo en sus manos, sandalias bajas color marrón y el pelo atado en una cola alta, haciendo que su pelo corto pareciese un chongo que seguía con su pelo largo hasta las rodillas.
-Buenos días, Kobato. – le saludó su madre, mientras besaba su mejilla. - No te hiciste daño, ¿Cierto? – se preocupó levemente.
-No, estoy bien, mamá. – le dijo con una de sus sonrisas matutinas. – además, tengo que apurarme, dentro de media hora tengo que estar en la facultad. – agarró unas tostadas, un vaso de jugo y, no sin antes de besar la mejilla de su padre, salió trotando para su bicicleta, mientras se ponía sus anteojos de sol.
-Vaya, - se sorprendió Iorogi.
-¿Nani? – le preguntó su esposa.
-creo que nos llevaremos una sorpresa hoy. – dijo mirando para el techo.
Imitando la acción de su esposo, Suishou miró al techo con el ceño fruncido.
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-¡Por todos los cielos y lo que queda del infierno! – se quejó la Pequeña Paloma. - ¡Voy a llegar tarde! ¡De nuevo! – y aceleró más la velocidad.
La calle estaba vacía, por lo que no había problema. Tenía quince minutos para estar a tiempo y llegar a donde sus compañeros de la facultad de Medicina.
Siempre, desde que empezó a cuidar niños a los quince años, había querido recibirse en la facultad de Medicina, en el área de Pediatría. Aunque le faltasen cuatro años más, no importaba mucho, era de mañana y con lo que hacía todos los días estaba bien. A la mañana, tenía que estar en la facultad (que se encontraba a cuarenta y cinco minutos a pie, veinte minutos en bicicleta, y quince en auto o una motocicleta) y a la tarde, planeaba averiguar las guarderías de niños para poder ayudar en una de ellas a la tarde. Pensaba trabajar en una guardería para cuando su carrera termine y, en las tardes, trabajar en un hospital.
Pero lo mejor sería, para ella, que se apurara porque tenía quince minutos de atraso por estarse distrayendo antes de salir de su casa. A una cuadra, ya podía ver el edificio de la facultad de leyes, por lo que tenía que llegar a ese edificio y hacer una cuadra más, porque, prácticamente, estaba al lado.
La chica se fijo en su reloj. 7:45 a.m.
-Uf… - suspiro de alivio cuando llegó a la vereda de la facultad de leyes. – creí que tenía que pedalear más fuerte. – comentó para sí.
Se bajó de la bicicleta, y empezó a caminar sobre la calle que daba a la entrada de la ya dicha facultad de leyes, mientras tarareaba una canción que creía conocer.
-Haru ni saku hana… - entonó ella. – Natsu hirogaru zona yo… - no siguió cantando, pero sí tarareando.
La verdad, en todo le iba bien. Ni se podía quejar de nada de su vida. Bueno, si, se podía quejar de un vacío en su pecho. Y no sabía de qué se trataba.
Ensimismada en su tarareo y sus pensamientos, no pudo prestar atención a su camino, hasta chocar contra una masa negra que no vio venir de su izquierda. Más específicamente, de la entrada de la facultad de leyes.
-¡Ah! – y, junto con bicicleta y todo, se balanceo hacia atrás. La bicicleta no cayó, pero ella sí. - ¡Auch! – se quejó con dolor en sus partes traseras.
-¿Daijoubu desuka? – preguntó inmediatamente la voz de un hombre.
-Hai, betsuni… - se paró, sacudió un poco su campera (que había ido a parar al piso), un poco la parte de atrás, y le sonrió a la persona frente a ella. - ¿Usted está bien? – le preguntó agarrando la bicicleta.
-S-si… - dijo él con dificultad. - ¿Esta… estudiando leyes, señorita? – le preguntó con curiosidad.
-No, yo iba camino a la facultad de Medicina, - explicó ella, viéndolo. Pero fue lo peor, porque, al verlo, sintió ese vacío en su pecho otra vez. – pero se me hace tarde. Lo siento por lo de recién. –le sonrió, apenada.
La verdad, era la primera vez que sentía eso, y con alguien desconocido. De una cabeza más alto que ella, cabello color marrón oscuro (que se podía confundir con un caoba oscuro) largo y atado a una coleta baja, buen mozo, de ojos verde, brillantes, escondidos detrás de un par de gafas ovaladas. Vestía de traje negro.
-No te preocupes, tenía que ir para ese sector. – le dijo con una cálida sonrisa. – Quizá podrías guiarme. – sugirió a modo de broma (o un intento de una), que hizo sonreír a la muchacha de veintiún años.
-Si me alcanza el tiempo, puedo decirle donde necesite ir, señor… - dudó, ya que no sabía su nombre.
-Kiyokazu… Soy Kiyokazu Fujimoto. – se presentó él con una pequeña reverencia.
-Mi nombre es Kobato Hanato. – e hizo una reverencia exagerada, que hizo sonreír más al chico. – Mucho gusto en conocerlo, Fujimoto-san.
Con una señal del muchacho, los dos empezaron a caminar, comentando sobre los métodos de estudio y las reformas en la universidad de Tokio.
-¿Porqué el área de Pediatría? – preguntó el abogado con sumo interés. – quiero decir, ¿Qué es que es lo que te motivó a especializarte en esa área? – rectificó.
-Bueno… - recordó a todos los niños que había cuidado en su adolescencia, y sonrió. – Siempre me han gustado los niños… y…fue más un impulso… cuando empecé a trabajar en mi adolescencia cuidando niños de amigos o conocidos de mis padres o mis tíos… es… como… si, una parte de mi, dijera que es ahí a donde pertenezco.
-Es… una muy buena motivación, la verdad. – le dijo después de escucharla. – Solo oí a una persona en mi vida hablar así de su carrera, y fue a mi hermana… digamos… hermana adoptiva. – concluyó.
-Yo no tengo hermanos. Pero considero a mis amigos como tal. – llegaron a la facultad de Medicina. La chica consultó su reloj. Tenía exactamente cinco minutos para ir a su correspondiente aula. – Good. – masculló mientras acomodaba su bicicleta y la encadenaba. – Temo que no podré guiarlo, Fujimoto-san. – se disculpó ella. – tengo cinco minutos para ir a mi primera clase del día.
-No te preocupes. – le consoló él. – Pero, ¿Sabes dónde está la oficina de Doumoto Takashi? – le preguntó mientras volvían a caminar.
-Justamente, la primera clase que tengo es con Doumoto-sensei. – le sonrió alegre. – Sígame. ¡Oh! – exclamó de repente, mientras sacaba su celular. - ¡Mamá! – exclamó.
-te conseguí un trabajo en una guardería, Kobato. – le informó mientras ella y Fujimoto caminaban, siendo Kobato la guía.
-¿Ah, sí? – se emocionó. - ¿En donde es?
-A unas tres cuadras de casa. – le contestó. – Se llama Guardería Yomogi, está a cargo de un matrimonio, los Okiura. Dicen que puedes empezar hoy, si quieres.
-Gracias, mamá. – le agradeció. – iré, y dile a papá que ayer le traje el especial de Genko-sama – le dijo con diversión. Del otro lado, la mujer rió. – te dejo, mom¸ antes de recibir otro reporte de llegada tarde. – y una gota surgió sobre su cabeza, mientras que Fujimoto sonreía con nostalgia.
-Adiós, hija. Que te vaya bien. – y la llamada se cortó justo cuando ella se posaba, junto con el abogado, frente a la puerta abierta del aula correspondiente.
Con cautela, asomó la cabeza, aliviándose de que Doumoto-sensei no llegase aún.
-¡Kobato! – el grito que vino de repente hizo que diera un paso hacia atrás.
-¡Sumi! – protestó ella mientras miraba mal a su mejor amiga. Era de su misma estatura, pelo castaño claro corto hasta los hombros y ojos azules. Su nombre completo: Sumi Himitsu - ¡No hagas eso! ¡Casi muero del susto!
-Mejor apúrate a entrar, porque Doumoto-sensei avisó que llegaría unos minutos tarde. Y sabes que cuando dice eso significa que no llega cinco minutos antes, si no que llega a tiempo. – le advirtió ella. – y Fye dice que no le devolviste la lapicera que te prestó el otro día.
-¿Ya se está quejando? ¿Por qué no le dijiste que tiene la lapicera en su oreja izquierda? – dijo alzando una ceja.
-¿Enserio? ¡Fye Celes! – protestó ella, y se fue a discutir con el susodicho que tenía una mirada de inocencia.
-¿Qué hice en mi vida pasada para merecer a una parejita como esta? – protestó Kobato por lo bajo.
-Hanato-san – la voz de Doumoto-sensei la hizo respingar.
-¡Buenos días, sensei! – le dijo con su inconfundible alegría y haciendo una exagerada reverencia. Eso hizo que los hombres que estaban ahí (Fujimoto y Doumoto), sonrieran leve e imperceptiblemente.
-Puedes ir a tu asiento, necesito hablar con el señor. – y señaló a Fujimoto.
-Hai – asintió ella. – Gusto en conocerlo, Fujimoto-san. – se despidió ella, caminado, feliz, hacia donde Doumoto-sensei (quien se sorprendió al saber que lo conocía) le indicaba, después de que Fujimoto le devolviera su saludo.
Cuando llegó, dejó su bolso en la mesa y se sentó. Frunció el ceño y puso su mano derecha sobre su corazón.
Otra vez… ese vacío en mi pecho…
-Kobato-chan. – le llamó alguien detrás suyo.
Un chico de su edad, de piel trigueña, ojos verdes y expresiones amables. Se llamaba Hien Li, y venía de Hong Kong, China, para estudiar lo mismo que ella.
-¿Si, Hien-kun? – le dijo ella. - ¿Qué pasa?
-¿Sabes dónde está la oficina de correo más cercana? – dijo mientras guardaba un sobre en su mochila.
-Sí. –le dijo con alegría. - ¿Quieres que te haga un croquis? – le dijo ella en el mismo tono. – No podré acompañarte, ya que tengo que trabajar.
-Al final, conseguiste trabajo. – le dijo mientras la felicitaba. – te deseo suerte hoy.
-Gracias, Hien-kun. Toma. – y le dio el croquis.
-Muy bien. – la voz de Doumoto-sensei se hizo notar mientras cerraba la puerta del salón. – si alguien es tan amble de decirme en que nos quedamos la clase pasada…
Y así, la clase del día comenzó, bajo el informe que Kobato había hecho extra para compensar el reporte de llegada tarde de la semana pasada.
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Al caer el medio día, los estudiantes de la facultad de Medicina salían libres de las lecciones de hoy.
Entusiasmada, Kobato desencadenó la bicicleta color gris, y empezó a pedalear hasta su casa.
Como en la mañana, empezó a tararear la misma conocida, y a la vez desconocida, canción. Iba tranquila, sin ningún apuro, ya que tenía una hora para entrar a la guardería y, antes, comer.
-kokoro no – y como en esa mañana, volvió a cantar. Llamando la atención de los de la zona.- naka ni, kizamarete kirameku… asa ni furu ame… mado o tozasu hi ni mo… mune ni afureru hikari wa kumo no u he…
Dejó de cantar, para seguir tarareando, bajo la mirada de las personas que se encontraban cerca de donde ella pasaba. Miró el reloj, y pedaleó con más fuerza.
A duras penas, derrapó con la bicicleta justo en el portón de su casa, haciendo que unas pequeñas piedras saltasen sobre la verdea.
Entró con la bicicleta, la dejó apoyada detrás del jardín, y entró con su juego de llaves.
-¡Llegue! – avisó con energía. - ¡Mamá! ¡Papá! – llamó ella.
Silencio.
-Entonces todavía no llegaron. – susurró ella, comprendiendo.
Fue al comedor, y caminó directo a la heladera, donde una nota de su madre le marcaba un croquis donde decía el camino que tenía que tomar para llegar a la guardería.
Suerte en la guardería. Mamá y Papá. Decía la nota mientras la guardaba en el bolsillo de su campera, abriendo la heladera.
Examinó con escrutinio su interior, decidiéndose por comer unos Onigiris hechos por su madre antes de irse y un poco de jugo de uva.
Cuando terminó de almorzar, preparó un bolso color verde y se cambió l ropa por un vestido largo de color crema con detalles en flor de cerezo en verde, cambió su campera por una color verde y sus sandalias por unos zapatos sin taco color marrones. Sacó el croquis que le hizo su madre de la otra campera, y volvió a bajar, colgándose el bolso preparado y yéndose, no sin antes, cerrar la casa con llave.
Caminó con tranquilidad, mientras revisaba el papel con las instrucciones de su madre. Según el croquis, la guardería estaba yendo derecho después de doblar la esquina más cercana de donde su casa se encontraba.
Miró el reloj, mientras, al mirarlo, se sobresaltaba y empezaba a corre.
¡Cinco minutos para estar en la guardería! ¡Kobato, no tienes remedio! Se reprochó a sí misma.
Las pocas personas que caminaban por las veredas, la miraban con asombro por lo rápido que corría una chica como ella. Aunque siempre se está cayendo, cuando Kobato se esfuerza y se concentra en lo que tiene que hacer, no es ninguna torpe. En cambio, cuando está distraída…
-Uf… - la ambarina se recargó en el pilar de las puertas de la guardería. Por enésima vez en el día, miró su reloj. –tres minutos antes. – susurró, tratando de recuperar el aliento.
-¿Te encuentras bien? – le preguntó la voz de una mujer, sobresaltándola.
-S-si… - dijo un poco agitada. – Es que vine corriendo… - normalizó su respiración. Frente a ella, una mujer de alrededor de treinta años, de su misma estatura, cabello negro y largo hasta mitad de su espalda atada en una coleta baja. Tenía una expresión amable. – Mi nombre es Hanato Kobato, y soy la ayudante que contrataron.
-Oh, si… -se acordó ella. – Kobato-chan, ¿No te importa? – le dijo sonriéndole.
-Está bien así. – le dijo la chica.
-Mi nombre es Sayaka Okiura. Puedes decirme Sayaka. –le dijo la maestra.
-Sayaka-sensei se oye mejor. – animó ella.
Entraron, y la maestra le presento a su marido, Kazuto, como el "segundo al mando", para gracia de los tres. Él era pelinegro, de ojos zafiro y expresión amable.
-Muy bien, Kobato-chan. –le dijo Kazuto con expresión alegre. Una expresión que parecía tener siempre. – los niños del turno tarde están por llegar.
-¿Estás lista? – le preguntó Sayaka.
-¡Hai! – exclamó ella. – Kobato, ¡Ganbarimasu!
Los dueños de la guardería sonrieron ante lo dicho por ella, y, los tres, fueron a esperar a los niños en la entrada.
