Intentaré no llenar esta historia con mis comentarios pero este es importante: Nada de dramas con Ereri o Riren, desde hace tiempo estoy incluyendo ambos en mis fics y en esta historia todo es posible así que no quiero quejas al respecto. Será un longfic, tengan paciencia.

La maravillosa portada es de Askmermanlevi, visiten su página de Tumblr, no se arrepentirán.

Advertencia: Esta historia está registrada como original con otros personajes, solo yo puedo adaptarla para mis fics, cualquier otro estaría cometiendo plagio. No copiar ni adaptar a otros fandoms.

Disclaimer: Los personajes de esta historia pertenecen a Hajime Isayama.


El cantar al que lo tenían acostumbrado se tornó sombrío, estridente, desesperado. Gritos de agonía, de miedo, de incomprensión. Notas suplicantes que vibraban en sus sensibles y desarrollados oídos.

Interrumpió su nado para localizar la procedencia exacta de aquel preludio mortal. Aún sostenía con fuerza un pectínido de gran tamaño que había desenterrado minutos antes en un bosque de algas. Sus manos, terminadas en mortíferas garras, estaban a punto de romper las valvas que escondían el exquisito manjar en su interior. El animal estaba sellado por completo sin ser consciente de que había dado con un depredador habilidoso y paciente.

Sin embargo, contra todo pronóstico, la suerte parecía estar del lado del molusco.

Sus manos liberaron involuntariamente el preciado alimento, antes de crisparse en un gesto de rabia e impotencia. Su poderosa cola aleteó de forma frenética, levantando una cortina de arena a sus espaldas. La velocidad era su fuerte, incluso entre los individuos de su misma especie.

Las aletas dorsales que nacían de sus fuertes antebrazos aumentaron su celeridad. Sabía que debía apresurarse, estaban en peligro, lo necesitaban.

Atravesó otro bosque de algas, menos denso que el anterior. Su corazón palpitaba con fuerza contra su pecho, estaba cerca, muy cerca. Apretó los dientes mientras apartaba con premura las hojas flotantes que obstaculizaban su camino. Los gritos eran cada vez más acuciantes.

No estaba preparado para el repentino cambio de escenario.

Su brazo apartó la última fila de algas y el tiempo pareció detenerse durante unos segundos. Era como si hubiera corrido aquel telón natural para asistir a la más trágica de las representaciones de la brutalidad humana.

La quilla del pesquero lucía amenazadora, oscureciendo el caos que se vivía a su alrededor. Un remolino de espuma y arena reducía la visibilidad, al igual que las estelas de rojo carmesí que teñían aquellas pacíficas aguas.

Sus ojos se concentraron en el recorrido de una de ellas. En la criatura mutilada y agonizante que se precipitaba hacia el fondo marino, hacia el olvido, sin posibilidad de salvación. La habían desprovisto de su cola y de su aleta, antes de arrojarla por la borda sin intención de acabar con su agonía.

«Salvajes seres repugnantes». Pensó.

El mar era un mundo hostil, una constante demostración del orden de la cadena alimenticia. Incluso él mismo mataba para sobrevivir, era necesario. No obstante, jamás había presenciado un horror semejante. Jamás se había imaginado que aquello era lo que sucedía cuando no llegaba a tiempo para romper las redes.

Sus ojos se entrecerraron, coléricos. Su boca se entreabrió para mostrar unos colmillos afilados y amenazadores. Nadó con renovadas energías hacia una de las redes donde varios delfines batallaban para escapar. Esquivó a algunos de los desafortunados que continuaban cayendo desde la superficie y cortó con sus garras las fibras donde estaban enredadas sus aletas. Conforme los liberaba, los animales huían despavoridos aún proyectando sonidos cargados de pánico.

Cada mutilación le dolía en lo más profundo de sus entrañas. A pesar de sus esfuerzos, en aquella ocasión había llegado demasiado tarde.

La sangre que ascendía desde las profundidades dificultaba su tarea, del mismo modo que los coletazos por parte de una hembra que estaba fuera de sí. Recibió un fuerte golpe en las costillas que lo desplazó en dirección a un propulsor. Por fortuna, se recompuso a tiempo para evitar que las aspas lo despedazaran. Agitó su cabeza aturdido y contempló con impotencia como la red desaparecía ante sus ojos llevándose a la hembra que había intentado liberar.

Un sonido gutural escapó de sus labios. Trató de avanzar con rapidez para enganchar el último tramo de red que permanecía bajo el agua, pero justo cuando estaba a punto de conseguirlo algo lo golpeó con fuerza en la espalda, arrastrándolo lejos de su objetivo.

Se debatió contra las fibras que aprisionaban su cuerpo, ignorando el dolor lacerante que ascendía por su columna y por su costado. Escuchó un ruido ensordecedor y se vió arrastrado por aquella red infernal que lo golpeaba repetidas veces contra el casco de la embarcación. Tan solo podía ver el blanco de la espuma, todo resultaba demasiado confuso.

Un golpe en la cabeza le nubló la visión unos instantes. Podía notar su propia sangre resbalar por su rostro y le costaba trabajo respirar por sus pulmones. Estaba fuera del agua, siendo ascendido hacia la cubierta donde aquellos seres lo esperaban con sonrisas macabras y alaridos de júbilo.

Dejó de debatirse para analizar las circunstancias. Sus pupilas se dilataron para enfocar con mayor efectividad a sus enemigos y ese escenario tan peculiar. Se mostró indefenso cuando lo depositaron con poca delicadeza sobre un puñado de cetáceos espasmódicos que no habían conseguido escapar.

Los humanos no dejaban de emitir sonidos extraños y molestos. No comprendía su lenguaje, pero tenía claro que sus intenciones no eran buenas. Debía intentarlo, debía sobrevivir como había hecho siempre. Aquel terreno le era desfavorable y tampoco conocía el alcance de las armas que lo apuntaban. Aún así, calculó la distancia que lo separaba de la borda, elaborando un plan que le permitiera acercarse lo suficiente para impulsarse y regresar al mar.

Un humano con pelaje en la cara lo azuzó con el extremo de un palo metálico. Otros se acercaron y prosiguieron a retirar de forma parcial la red que cubría la zona de su torso. Era el momento, solo tendría una oportunidad.

Extendió de forma repentina su brazo y sus garras se hundieron en la piel del tripulante más cercano, dejando profundos surcos en un rostro que ya le parecía grotesco de por sí. Aprovechó la conmoción que sobrevino para contraer su desarrollado abdomen y describir un arco con su cola que derribó a otros tres pescadores. Sonrió al comprobar que sus peculiares extremidades inferiores resbalaban con la sangre que ellos mismos habían derramado. Un quinto hombre se acercó con la intención de impedir su huída, pero un puñetazo en el abdomen fue suficiente para frenar su avance.

Sin más demora, se arrastró como pudo hacia el borde que parecía estar más lejos de lo que había imaginado en un principio. Su cola aún estaba aprisionada por la red y sus movimientos eran demasiado lentos fuera del agua. Frunció el ceño al observar que los humanos se reagrupaban, no tenía mucho tiempo. Liberó una bocanada de aire que le produjo un intenso dolor, extendió su mano para aferrarse a la barandilla, ya casi estaba, solo un poco más…

Un impacto en su costilla dañada le arrebató de un plumazo sus posibilidades. Nuevos golpes sucedieron al primero, sobre sus brazos, su cola, su abdomen, su cabeza… Manoteó en un intento de alcanzar a alguno de sus oponentes, trató de amedrentarlos con sonidos amenazadores, mostrando sus garras y dientes tal y como hacía con las criaturas marinas.

Pero los humanos estaban aventajados, eran numerosos y lo herían con inclemencia.

Cerró los ojos. Estaba mareado, agotado y vencido. Se culpó por su propia temeridad, por el orgullo que lo había llevado a actuar en solitario.

Siempre solitario.

Tragó saliva, paladeando el sabor metálico de su propia sangre. Tan solo deseaba que acabaran pronto con él, que no lo devolvieran a las aguas hecho pedazos sumido en una profunda agonía. Ese pensamiento se repitió como una letanía en su mente…

Hasta que todo se volvió negro.


Abrió los ojos y afinó sus oídos, adoptando una posición de alerta. Estaba confuso y desorientado, con el corazón en un puño y dispuesto para atacar a sus enemigos. Su cuerpo ya no le dolía, estaba en el agua, en un lugar que su mente fue reconociendo conforme se deshacía de los retazos de aquel sueño.

De aquel recuerdo.

A pesar de la seguridad del entorno, todavía sentía la adrenalina pulsando a través de sus venas. El sabor de la sangre había sido tan real que tuvo que comprobar que no se había mordido así mismo. Un tumulto de voces distorsionadas se escuchaba a lo lejos, con seguridad aquellos humanos habían interrumpido su sueño.

Examinó su cuerpo para cercionarse de que estaba bien. No habían quedado marcas demasiado visibles de la paliza que había recibido a manos de sus captores. Había pasado un tiempo, no estaba seguro de cuánto, ya no estaba seguro de nada.

Se asomó con cautela a través de uno de los resquicios de su cueva. El agua era tan cristalina que era capaz de verlos desde aquella distancia. Un puñado de humanos se congregaba alrededor de los límites de su tanque, con las narices pegadas al cristal tratando de encontrarlo. Le llegaron los quejidos y murmullos de desaprobación, la desilusión de las crías que deseaban ver a la incorporación más reciente del centro.

Aún era incapaz de comprenderlos. Los sonidos que articulaban eran demasiado extraños, casi siempre tenían la misma frecuencia. Era capaz de interpretar sus estados de ánimo por los gestos y algunas veces por la variación del tono de sus voces. No obstante, tampoco se esforzaba en entenderlos, seguía guardándoles un rencor desmedido.

Volvió a ocultarse en su cueva, consciente de que en unos minutos cerrarían las puertas y volvería a disfrutar de la privacidad de su nuevo entorno. El tanque era de dimensiones considerables, ideal para que pudiera ejercitarse y explorar los diferentes ambientes que habían creado para que se pareciera lo máximo posible a su hábitat natural. Poseía numerosas cuevas donde ocultarse, zonas de arena y un pequeño bosque de algas.

Al menos les tenía que dar crédito en eso.

Sin embargo, a pesar de haber disfrutado de la soledad en el mar, le faltaba el contacto con otras especies.

No todo era negativo, vivía más tranquilo, sin estar expuesto a la amenaza constante de un depredador, ni a la falta de alimento o de un cobijo para él solo. Sin embargo, añoraba cierto contacto, sus juegos con los delfines, el oleaje, la libertad de nadar hacia lo desconocido…

Todavía se negaba a aceptar que aquella soledad impuesta era su destino, ser una atracción, vivir encerrado para que otros pudieran observarlo.

Poco a poco había ido comprendiendo la función de aquel lugar. La densidad de los cristales de su tanque no le permitían ver a demasiada distancia lo que había alrededor. Sin embargo, la zona rocosa que tenía habilitada en la superficie le ofrecía unas buenas vistas de un tanque donde los delfines realizaban exhibiciones. Por un lado envidiaba sus juegos, por otro entendía que los humanos escogían el momento y las piruetas que debían realizar.

Aquello ya no se le antojaba nada divertido.

Escuchó la puerta de la zona superior y supo que algún miembro del equipo había accedido a su territorio. Deseaba que no fuera aquel insensato que intentó meterse en el agua para que aprendiera trucos a cambio de comida, esperaba que el arañazo que le había dejado en la pierna le hubiera dejado claro lo que pensaba al respecto.

Su estómago rugió y supo que los visitantes estarían abandonando su zona, era la hora de comer. Decidió salir para desentumecer sus músculos y recorrer el bosque de algas antes de subir a la superficie a degustar lo que tuvieran preparado para él.


Eren atravesó las puertas del aeropuerto con energía. Llevaba un equipaje excesivo, pero no era para menos. Acababa de aceptar un contrato que lo mantendría unos meses alejado de su residencia y llevaba casi todas sus pertenencias consigo.

Distinguió entre la multitud un par de ojos celestes que le dedicaron una mirada cargada de ilusión y apresuró el paso para fundirse con Armin en un cálido abrazo.

—Estás fuerte —rió el rubio—. ¿Cómo ha ido el viaje?

—Bien, vine durmiendo durante todo el vuelo.

Armin meneó la cabeza divertido y le indicó con un gesto que lo siguiera.

—Algunas cosas no cambian —agregó mientras lo guiaba hacia el parking—. Supongo que querrás pasar por el apartamento para dejar tus cosas primero. ¿Has desayunado? Podemos tomar algo antes de ir al centro.

Eren negó con la cabeza, estaba eufórico.

—Tomé un café en el avión, suficiente. Dejo las maletas y vamos al centro, quiero verlo.

Armin sonrió ante el entusiasmo de su amigo y lo ayudó a colocar las maletas en el portabultos de su vehículo, un monovolumen rotulado con publicidad del acuario.

—¿El puesto de director no te da para comprar un coche propio? —bromeó el castaño.

El rubio rió de nuevo.

—El mío está en el taller —respondió—. Y no creas, a veces tengo que poner de mi dinero para subvencionar algunas de las investigaciones.

Eren miró de reojo a su amigo de la infancia. No dudaba de aquello último. Armin siempre fue un apasionado del fondo marino y había conseguido llegar a un puesto de importancia a una edad muy temprana. Sin embargo, al castaño le pareció que su semblante lucía taciturno, agotado.

—¿Va todo bien en casa? —preguntó con cautela.

—Sí, claro.

—Sabes que podría haber pedido un taxi, no hacía falta que madrugaras tanto para venir a buscarme.

—No es problema —desestimó Armin—. Siempre madrugo.

—¿Y qué es lo que te preocupa?

—El motivo por el cual estás aquí —explicó—. Te lo cuento en mi despacho con calma, ya estamos llegando a tu nueva casa.

El vehículo tomó una desviación en la autopista y Eren pudo contemplar boquiabierto como el acuario se materializaba delante de sus narices. Era una estructura alargada, con un enrejado de aluminio que imitaba a las olas del mar. Varios carteles daban la bienvenida en diversos idiomas a los turistas y los ventanales de la zona de oficinas lucían inmaculados.

Eren contuvo la respiración. Aquel era uno de los centros marinos más avanzados del mundo y estaba deseoso de conocer a fondo el trabajo que se llevaba a cabo allí.

Armin tomó una desviación en una rotonda y se dirigió a un bloque de dúplex que quedaba justo en frente. Eren enarcó una ceja y miró sorprendido a su amigo, que le devolvió una sonrisa con un encogimiento de hombros.

—No vas a tener el mejor sueldo pero al menos vas a vivir a tus anchas estos meses. Espero que sea suficiente para que estés cómodo.

Eren mordisqueó su labio inferior. Su sueldo como cuidador de delfines no alcanzaba para otra cosa que no fuera un apartamento de sesenta metros cuadrados en un edificio de más de cien años de antigüedad, con papel pintado en las paredes y escasa iluminación. Decidió que Armin podía prescindir de esos detalles.

—Vamos.

Siguió a su amigo hasta el dúplex número trece, arrastrando como podía su equipaje. Apenas había podido descansar la noche anterior debido a los nervios y no era buen madrugador. No obstante, la ilusión podía con el cansancio.

Armin abrió la puerta y Eren pudo comprobar que aquellos dúplex habían sido construidos recientemente. Paseó la mirada por las relucientes paredes blancas, por la tarima color haya que recubría todo el suelo, por la barandilla de madera que conducía hacia el piso superior.

Estaba amueblado de forma sobria. Un salón con un sofá de tres plazas y una televisión; una mesa de madera y cristal un poco más apartada, a modo de comedor; una cocina equipada con electrodomésticos nuevos y un pequeño aseo.

—En el piso superior tienes el dormitorio y un baño en condiciones —explicó Armin mientras depositaba una de las maletas al lado del sofá—. Como ves no tiene mucha decoración, puedes acomodarla a tu gusto durante tu estancia. Ahí tienes un cuadro para regular las luces, preferimos colocar leds incrustados en el techo en lugar de lámparas.

Eren casi derrama una lágrima al comprobar que tenía un horno para cocinar.

—Es difícil desconectar del trabajo cuando lo tienes justo en frente, pero estamos un poco apartados del centro y era la mejor opción para los empleados.

El castaño seguía sin palabras. Armin se preocupó ante su silencio.

—¿Lo ves bien? —preguntó con cautela.

Eren parpadeó, saliendo de su ensoñación.

—Es perfecto —dijo con una sonrisa—. Gracias, Armin.

El otro se encogió de hombros y le entregó el juego de llaves.

—Es lo menos que puedo ofrecerte. Gracias a ti por aceptar el trabajo. Sé lo mucho que te cuesta alejarte de tus chicos.

Sus chicos no eran otros que los delfines que cuidaba y entrenaba en el acuario donde trabajaba a tiempo completo desde hacía cinco años. Eren había estudiado biología, muy a pesar de su padre, que siempre deseó que siguiera sus pasos como médico.

Armin le inculcó su pasión por el mar desde niños. Aparecía en el colegio con enciclopedias en lugar de cómics como el resto de sus compañeros. Se pasaba horas en la biblioteca investigando, lo invitaba a su casa cada vez que descubría un nuevo documental y tenía todas las paredes de su cuarto con pósters de ballenas y otras criaturas marinas. El rubio se graduó y consiguió una plaza en la carrera de ciencias del mar, sin embargo las notas de Eren no le permitieron acceder con él.

Aún así, el castaño no conocía la palabra rendición.

Estudió biología y realizó múltiples cursos de buceo. Trabajó muy duro y tuvo que empezar limpiando los tanques de las criaturas con las que tanto deseaba nadar, pero todo su empeño tuvo su recompensa.

Además, todos insistían en que poseía un don con los delfines. Si había algún caso complicado, siempre se lo dejaban a él.

—¿Prefieres colocar tus cosas primero? —preguntó Armin tras contemplarlo durante unos instantes.

Eren meneó la cabeza con una sonrisa.

—Quiero verlo ya.