¿Lo hago? ¿No lo hago?... ¿Lo hago? ¿No lo hago?... ¿Lo hago?... ¡AL CARAJO, TODO! ¡HOOOOLAAAA, HIJOS DE LOS ZOMBIS MUTANTES DE LOS RECONDITOS CONFINES DE MI ARMARIO!... Jajajajaja
Primero que nada: ¡AL FIN VI KUNG FU PANDA 3!... Bueno, lo cierto es que, a mi humilde opinión, no se compara en nada con la primera y la segunda. Creo que fue buena, pero no lo suficiente. Creo que… Mejor lo dejo. ¡La ame! Eso no lo niego, pero… Dreamworks xfabor.
Ok,no.
¡UNA CUARTA, VIDA MÍA, ES TODO LO QUE PIDO!
Ahora sí, vamos a lo importante…
Hace un tiempo escribí un pequeño fic de trés capítulos. "Marcas en la Piel"… Y lo cierto es que no planeaba continuarlo, porque es algo demasiado duro. Pero tengo una amiga especial a la cual amo con todo mi kokoró: Para ti, nena, para que sepas que la felicidad no es una opción, es un derecho.
III
Tigresa ya no es una niña. Ya no tiene quince años. Tigresa está casada y tiene una hija.
Tigresa ha olvidado que la promesa que hizo a Grulla.
Tigresa ha olvidado qué fue aquello que, hace ya varios años, la hizo reír tan fuerte que las lágrimas escaparon de sus ojos. Ha olvidado por qué alguna vez creyó ser feliz.
III
Recaída, le dicen.
Ella es Tigresa… tiene un esposo que la ama y una hija a la que ama.
Pero no tiene felicidad.
/
Tigresa no es consciente de que lleva veinte minutos mirando por aquella ventana.
El día es oscuro, fresco y gris. La amenaza de una tormenta se cierne sobre el paisaje verde —verde, vivo y alegre— que usualmente supone la aldea de los pandas.
Cuando se casó con Po, accedió a vivir un tiempo en aquel lugar. Al principio, solían volver de vez en cuando al Valle de la Paz, porque Po aún debía de cumplir como hijo con el Sr. Ping y porque, además, allí estaban sus amigos, el Palacio de Jade. Todo. No podían desaparecer de un día para el otro del lugar que les habían visto crecer. Sin embargo, los viajes eran largos y cansadores. Po había adquirido obligaciones con su padre biológico y no podía darse el lujo de ir y venir tanto.
Con el tiempo, las visitas al valle se fueron distanciando más la una con la otra, cada vez más cortas. De un mes, pasaron a semanas. De semanas a unos pocos días. Finalmente, cuando aquella carta llegó a manos de Po, dejaron de ir. El Sr. Ping había fallecido.
En ese entonces, Tigresa cursaba cuatro meses de embarazo y Po tuvo que volver solo al Valle de la Paz para conocer la tumba del padre que le había criado. Desde entonces, ninguno de los dos había vuelto.
Ahora, cuatro años ya desde eso, se les presentaba la oportunidad de volver una vez más.
Tigresa ansiaba volver más de lo que jamás admitiría a su esposo. Quería regresar al lugar donde había crecido, volver a ver a sus amigos, abrazar a Víbora, enseñarle su enorme sonrisa a Grulla, bromear con Mono y Mantis. Quería que su hija de tres años, Lía, conociera el lugar donde mamá y papá habían aprendido todo lo que sabían. Porque el Palacio de Jade era parte de la niña… o lo sería, cuando fuera mayor. Estaba en su sangre.
—¿Tigresa?
Sí, Tigresa ansía volver… pero cuando voltea y ver a Po en el umbral de la puerta al cuarto, con Lía en sus brazos y una pesada mochila sobre sus hombros, el pecho le oprime con saña el corazón.
¿Hace bien en volver?
No sonríe al ver a su esposo y su hija. Hace semanas que no sonríe de verdad.
No solo está volviendo a su hogar después de cuatro años. Está volviendo al lugar donde todo empezó. Donde una noche, cuando tenía trece años, comprendió que a veces las lágrimas no eran suficiente para eliminar el dolor. Está volviendo al lugar donde aprendió que el dolor solo se borra con más dolor.
Estoy orgulloso de ti, Tigresa. Mucho. La voz de Grulla suena en sus pensamientos mientras toma a Lía —más dormida que despierta, puesto que aún es demasiado temprano— en brazos y la acomoda contra su pecho. Y entonces siente asco. Asco de sí misma, asco de sus pensamientos, asco del cosquilleo que comienza a recorrerla la piel de los antebrazos, nuevamente ocultos bajo la tela de mangas largas.
Porque no merece que Grulla esté orgulloso de ella.
—¿Lista? —pegunta Po, con la emoción de un niño pequeño.
Tigresa le mira. Le mira sin ver. Como si aún tuviera la mirada fija en la ventana, como si aún tuviera ante ella el deprimente paisaje plomizo de la tormenta. Le mira y esboza lo más parecido a una sonrisa que recuerda haber conseguido en semanas.
—Sí —murmura—. Estoy ansiosa por volver.
Y mientras lo dice, una pequeña mancha oscurece la manga de su blusa roja.
/
—¿Qué es eso, mami?
Tigresa aparta su brazo de la vista de Lía. Sonríe.
—Nada —responde. Toma a Lía y la coloca sobre sus hombros—. Mira, bonita, llegamos.
Po camina a su lado y puede sentir su mirada fija en ella. Curiosa, intranquila. Tigresa lo ignora.
Lía no replica con nada.
Frente a ellos, por primera vez en cuatro años, el Valle de la Paz. Tal como lo recordaban. Las casas pequeñas, los niños correteando de un lado a otro, las jovencitas paseando del brazo de su madre. La misma escena. Las mismas calles laberínticas por las cuales uno fácilmente podría perderse. El clima de invierno es fresco y si bien aún no ha nevado, nadie duda de que lo hará pronto.
Tigresa se sujeta las manos a la altura del estómago, cubriéndolas con las mangas de la blusa. Observa a su alrededor. A sus oídos llega el sonido de la risa de los niños y el murmullo de las miles de conversaciones. Vendedores ofreciendo su mercancía, señoras cuchicheando entre ellas, jóvenes riendo a carcajadas por alguna tontera sin mucho sentido. Todo se presenta ante sus ojos como la felicidad que, de un momento a otro, ha abandonado su pecho. De repente, se siente vacía.
El brazo de Po le rodea la cintura. Un beso, suave y ligero, cae sobre su sien.
—Debimos volver antes —comenta él.
Tigresa no está muy segura de ello, así que no responde.
Baja a Lía de sus hombros y le permite corretear por ahí, siempre y cuando no se aleje demasiado de su vista. La niña se ve alegre. Sus ojitos —felinos como los de su madre, pero grandes y verdes como los de su padre— brillan eufóricos ante todo lo que ven. Para ella, el Valle de la Paz no es más que un lugar en los cuentos de mamá o los increíbles relatos llenos de villanos de guerreros que solía contarle su padre.
Tigresa no se sorprende de que el camino que tomaron no cruce por la antigua casa del Sr. Ping. De hecho, no cree que Po vuelva a ese lugar en un buen tiempo. Él se siente culpable. Por haber dejado al hombre, por no haber estado en su enfermedad, por no haber sido él quien le enterrase. Tigresa le comprende y no insiste con el tema. Comprende lo que es sentirse angustiado, lo que es el dolor interno de los sentimientos.
Es cuando llegan al pie de las escaleras que necesita detenerse. De hecho, no es consciente de haberse detenido hasta que no ve a Po avanzar por delante de ella un par de peldaños.
—¿Tigresa? —Llama él, con una sonrisa—. ¿Qué sucede, cariño?... ¿Estás bien?
Tigresa aferra su agarre a la manito de su hija, que camina a su lado.
No…
—Si —responde—. Pero… Estoy nerviosa.
—¿Por qué?... Es más tu hogar que el mío, ¿por qué estar nerviosa?
No lo sé… No lo sabe, no comprende. Sabe lo que encontrará arriba. Lo sabe y teme de ello.
Asiente, distraída, y su pie sube el primer peldaño. Cada paso se siente pesado y forzado. Derecha… izquierda… derecha… izquierda… derecha… se recuerda a cada paso, como si necesitase recordar cómo se camina. Su corazón late rápido, enérgico, como el batir de alas de un colibrí. El aire se siente pesado e hiriente en sus pulmones, que se niegan a retenerlo por demasiado tiempo. Se siente mareada.
A mitad del camino, Po debe tomar en brazos a Lía porque se ha cansado. La niña se queja, protesta. ¿Cuánto llegamos? ¿Cuánto falta? No deja de preguntar, con sus labios presionados en un puchero y sus ojitos entornados, de la misma manera en que su padre hace cuando algo no le parece bien. En algún momento del recorrido, Tigresa ha dejado de escucharla.
Los observa.
Po relata de manera exagerada la batalla con Ke-Pa. Demasiado exagerada, de hecho. Hace muecas, sonidos, gestos con su mano libre. Lía ríe. Presta atención, con sus ojitos grandes y curiosos.
Tigresa se pregunta si ella alguna vez fue una niña curiosa, una niña fácil de impresionar, una niña que riera con la misma facilidad con la que lo hace su hija.
¿Eres feliz, Tigresa? Se hace la pregunta cada mañana, en ese corto lapso de tiempo que pasa en la cama con los ojos cerrados antes de ser plenamente consciente de estar despierta. Es su ritual.
Sí, se responde y luego siguen los motivos. ¿Por qué? ¿Por qué eres feliz, Tigresa?
Pero eso ya no responde. No porque no conozca la respuesta, sino por otro motivo. Una vez, Grulla le dijo que el único motivo que necesita para ser feliz es ella misma… y en ese entonces, esa noche, sentados tomando té en la cocina de las barracas, creyó entenderle. Pero ahora descubre que no fue así. Porque ahora, si le preguntan por qué es feliz, a su mente solo acuden los nombres de su esposo y su hija.
Ahora, mientras sube aquellas interminables escaleras, descubre que la felicidad no es propia. Son Po y Lía quienes le dan esa felicidad que por tanto tiempo llamó suya. El sentimiento pertenece a ellos, ella tan solo se deja cubrir, como si fuese una especie de manta.
Tigresa acaba de descubrir que lleva años bajo el calor de una manta que no le pertenece. Y entonces, siente que le ha fallado a Grulla.
Grulla, que le espera en la cima, junto a Víbora y los chicos.
Grulla, que sonríe anchamente al verla.
Grulla… que una noche la encontró en la oscuridad y desde entonces la cubrió con sus alas para que dejase de sentirse sola, que se preocupó y se interesó por ella cuando nadie más lo hubiera hecho. Que en vez de llamarla loca, como cualquiera haría, se hincó frente a ella y le pidió que le mostrase las heridas para curárselas. Que no le miró con pena, ni con compasión, sino con genuino interés.
¿Por qué eres feliz, Tigresa?...
Envuelta en las alas de Grulla, la respuesta aparece en su mente cargada de saña: Porque tienes personas que lo sean por ti. Tú no eres feliz, Tigresa, solo dejas que otros lo sean para ti. Solo eres una cáscara. Hueca, vacía. Carente de luz. No eres nada, Tigresa. Nunca lo fuiste.
Ella nunca fue feliz… y la realidad pesa en su pecho. Duele. Duele tanto como las heridas recientes en la piel de sus muñecas, nuevamente cubiertas por las mangas largas de una blusa.
