Libia, julio de 2011

Después de lo sucedido, Lucy había resuelto hacer lo que mejor se le daba: liarse la manta a la cabeza y huir del problema. Sin embargo, de haber sabido que aquel desértico lugar parecía una parrilla, se habría largado a las Bahamas. Era una pena que Jerome necesitara que lo ayudase a catalogar las piezas que se iban extrayendo de aquella importante tumba.

—¡Tienes que ver esto!

Entusiasmado por el descubrimiento que acababa de realizar, Jerome miró a su hermana con una magnífica sonrisa en el rostro.

Lucy Heartfilia inclinó su esbelto cuerpo sobre la fosa donde el joven se hallaba metido y trató de ver algo más que el simple pedazo de piedra que él le mostraba.

—¿Qué demonios crees que es? —Entornó los párpados y arrugó su pequeña nariz.

—No estoy seguro. —Vaciló un momento, apartando los ojos de la roca para mirarla—. ¿Llevas encima la paletina?

Ella movió la cabeza afirmativamente y se apresuró a descender los peldaños de la rudimentaria escalera de madera.

Después de haber pasado los dos últimos meses en aquel olvidado paraje del Fezzan, enterrada hasta los ojos en kilos de arena y polvo, hallar algo, aunque no fuera mucho, era todo un acontecimiento para ella. Si bien Lucy trató de contener su entusiasmo y no hacerse demasiadas ilusiones, ya que no era la primera vez que una piedra u objeto abandonado en aquel desierto los confundía, haciéndoles creer que tenían entre manos un gran hallazgo o una importante pieza del sarcófago, que se obstinaba en no aparecer. Eso al menos mantendría tranquilo a Richard, el acaudalado magnate que sufragaba la excavación dirigida por Jerome.

—¡Caray! —Lanzó un prolongado silbido y se aproximó un poco más a su hermano para observar de cerca el pequeño saliente en la pared—. Yo diría que se trata de la empuñadura de un arma.

—Eso mismo creo yo —opinó Jerome, al tiempo que ella le pasaba la pequeña herramienta que había extraído momentos antes del bolsillo lateral de su pantalón.

Lucy aguardó pacientemente a que el joven arrancara con cuidado la dura capa de tierra que el transcurso de los años había conseguido adherir al objeto. Se quitó el sombrero y comenzó a abanicarse con él, tratando de refrescarse un poco. El calor en aquel desierto era asfixiante, pero en ese agujero debían de estar al menos a diez grados más que en el exterior.

—¿Y bien? —preguntó ella con impaciencia.

—No me cabe duda —afirmó Jerome, apartando el utensilio y contemplando la pieza con atención—, estoy completamente seguro de que pertenece a la Dinastía Ptolemaica. Aunque no me atrevo aún a confirmarlo, posiblemente corresponda al periodo de Ptolomeo V.

Asombrada ante aquel descubrimiento, Lucy no pudo evitar que sus ojos se abrieran como platos. Si su hermano estaba en lo cierto, aquel hallazgo era antiquísimo. Sin mencionar, por supuesto, lo codiciado que sería el poseerlo para cualquier museo. Lucy miró a su hermano alarmada cuando este profirió un desagradable y feo juramento.

—¿Qué ocurre?

—La paleta. —Alzó la herramienta para mostrársela—. Se ha roto.

—¡Vaya! —Empuñó el objeto entre sus dedos y lo observó, arrugando el ceño—. Me temo que es la última que me quedaba.

—No te preocupes, en cuanto lleguemos a Ghat podrás comprar una nueva en el zoco.

—Sí, supongo que sí. —Jerome estudió con detenimiento el trozo roto de metal—. Tal vez incluso hallaremos a un buen herrero que sepa repararla.

—¡Señor Heartfilia!

Azuma, uno de los trabajadores libios que su jefe, Richard Buchanan, había contratado semanas antes, los interrumpió. El hombre, que daba muestras de nerviosismo, añadió:

—Deberían salir de ahí y regresar al hotel.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Lucy, al tiempo que emprendía el ascenso por la escalera.

—¡Imajeghan! —exclamó Azuma con un brazo extendido, y señaló con el dedo hacia el este.

—¿Imajeghan? —repitió las palabras del libio—. ¿Qué significa eso?

—Problemas, hermanita —respondió Jerome, tomándola del brazo y exhortándola a caminar aprisa hacia el jeep.

Apenas hubieron abordado el vehículo, Jerome arrancó el motor y partieron de inmediato.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, tratando de ver algo a través de la nube de polvo que el cuatro por cuatro levantaba a su espalda.

—Imajeghan —comenzó a explicar Jerome sin aminorar la velocidad—, nobles libres guiados por un jefe tuareg. Están consagrados a defender su pueblo, a la guerra y al comercio. Aquí no estamos seguros, Lucy.

—¡No digas tonterías! —protestó Lucy—. Nosotros no representamos una amenaza para nadie. Mucho menos para un grupo de nómadas. Tenemos permisos gubernamentales para estar aquí. ¿No es cierto?

Jerome se limitó a lanzarle una rápida mirada, antes de centrar su atención nuevamente en el polvoriento camino.

—No debí pedirte que vinieras —se lamentó él, pasando una mano por su espeso cabello negro.

—¡No digas eso! —refunfuñó la muchacha, lo miró y apretó los labios—. Tú no eres mi niñera.

Jerome clavó los dedos en el volante y fingió no oír aquello último, conduciendo el resto del camino en silencio. Lucy lo observó mientras trataba de relajarse en su asiento. El rostro de su hermano poseía unos rasgos bien proporcionados, que armonizaban con una piel aceitunada y un semblante que, por lo general, transmitía una gran cordialidad. Sin embargo, en aquellos momentos sus facciones estaban lejos de transmitir nada bueno. Jerome se mostraba tan tenso que ella no pudo evitar sentir un escalofrío recorriendo su espina dorsal. Advirtió que el joven comprimía la mandíbula sin tan siquiera dar muestras de notarlo y distinguió el aleteo de preocupación que flotaba en la mirada de su hermano. No necesitó muchos más indicios para comprender que aquello era verdaderamente serio. Los nervios le invadieron el cuerpo, clavó sus ojos verdes al frente y decidió mantener la boca cerrada.

De hecho, no volvió a abrirla hasta que llegaron al hotel. Y ni tan siquiera lo hizo cuando ambos bajaron del jeep, ya que incluso antes de cruzar la puerta giratoria del lujoso alojamiento, Tempester, el joven de piel curtida y cabellos negros que se encargaba de acomodar a los huéspedes, se aproximó a ellos. Después de echarle a ella, como de costumbre, una significativa mirada, dirigió la atención a su acompañante.

—Tiene una llamada, señor Heartfilia.

Jerome giró el rostro hacia su hermana. Ella le devolvió la mirada y se limitó a suspirar.

—¡Ok! De acuerdo.

—Te veo en la cena —le recordó el joven antes de seguir a Tempester hasta la recepción.

Resignada a no obtener por el momento una explicación que le aclarase lo sucedido, Lucy se acercó al mostrador y, tras recoger las llaves de su habitación, decidió subir a darse una buena ducha. Ciertamente la necesitaba. Después de la precipitada espantada de su hermano, el calor y el polvo del camino habían logrado ensuciar su cremosa piel.

Pulsó el botón del ascensor y, por un momento, se preguntó qué hacía ella allí. Le costaba creer que finalmente hubiese decidido acompañar a su hermano en un viaje como aquel. Sin embargo, y tras su desagradable ruptura con Natsu, reconocía que el cambio de aires le había venido de perlas.

Había sido una suerte que Jerome precisara su ayuda para catalogar los restos y, sobre todo, que necesitara de sus conocimientos sobre lenguas árabes, no en vano había pasado siete años estudiando cinco dialectos distintos, y la animara a volar hasta aquel paraje de Libia justo en aquel momento. Por lo general, ella pasaba una gran parte del año estudiando los restos arqueológicos de su excavación en Cuzco, que si bien era una zona en gran parte inhóspita, no lo era tanto como aquel desierto, de suntuosas dunas e imperecederas arenas.

Repentinamente, Lucy recordó la opinión que su hermano había manifestado sobre los tuareg. Ella jamás había visto a uno, mucho menos a un imajeghan. Por tanto, no podía evitar preguntarse si realmente eran tan peligrosos como Jerome suponía o si, por el contrario, su reacción había sido exagerada. Aunque ella jamás había oído nada al respecto, podía no tratarse de uno de los paranoicos temores de su hermano, pensó en el instante en que se abrían las puertas metálicas del ascensor. Apenas hubo accedido al interior, dio un brinco al advertir cómo la mano de Tempester se colocaba entre las dos puertas y las detenía para entrar junto a ella.

—¿Un día agotador? —le preguntó el hombre, mientras ella fingía contemplar cómo los brillantes botones se iluminaban con cada piso que rebasaban.

Lucy pensó que Tempester tan solo trataba de entablar una conversación trivial. Naturalmente, aquel no era el mejor momento, sus ropas estaban llenas de polvo y, además, se encontraba completamente agotada. No obstante, y a pesar del sentimiento de rechazo que le provocaba aquel hombre, no encontró ningún motivo para ser descortés y respondió a su pregunta amablemente, forzando al mismo tiempo una agradable sonrisa. Cuando alcanzaron la segunda planta, Lucy se apresuró a salir y enfiló el corredor, caminando rápidamente hacia la puerta de su habitación.

«¡Maldita sea!», pensó, comprimiendo la mandíbula, podía notar los ojos de aquel tipo posados en su nuca. Extrajo las llaves de su pantalón y, como si una corazonada la impulsara a hacerlo, se giró para lanzar una fugaz mirada a su espalda.

Aunque jamás se había considerado una mujer miedosa, no pudo evitar que un inquietante escalofrío cruzara su columna de arriba abajo al comprobar que Tempester continuaba allí, de pie y observándola en silencio. Palideció y a punto estuvo de ceder al pánico, que comenzaba a apoderarse de ella. No obstante, se obligó a mantener la calma, a pesar de que sus dedos no parecían dispuestos a dejar de temblar. Cuando finalmente atinó a introducir la llave en la cerradura, accedió al dormitorio, cerró la puerta y echó el cerrojo.

Tempester había conseguido ponerla nerviosa. Desde el mismo día que ella y Jerome habían decidido hospedarse en el hotel, había reparado en cómo Tempester se las ingeniaba para no perderla de vista. Tenía la inquietante sensación de que el conserje vigilaba todos sus movimientos.

Hiciera lo que hiciera, Tempester siempre estaba allí: cuando partía hacia la excavación, durante sus baños en la piscina al caer la noche e incluso cuando, cansada, decidía retirarse a dormir. Tanta atención conseguía desconcertarla y le producía escalofríos. Incluso llegó a preguntar a Jerome si aquella era una actitud corriente en el país. Su hermano, que no parecía compartir sus temores, se había limitado a responder que tal vez lo único que Tempester deseaba era complacer a los clientes del hotel y estar atento a lo que pudiesen requerir en cualquier momento. La verdad, aquella opinión no acababa de convencerla, aunque tenía que reconocer que no era una explicación del todo descabellada.

Media hora más tarde, envuelta en el esponjoso albornoz que portaba el emblema del hotel en el pecho, Lucy descorrió los visillos y salió a la terraza para contemplar el exótico espectáculo que ofrecía el moribundo ocaso sobre las eternas dunas del desierto, cuyas siluetas se recortaban oscuras en un fondo profusamente anaranjado. Un delicioso aroma a jazmín le dio, como cada anochecer, la bienvenida, recordándole que se hallaba muy lejos de Cuzco, de su arquitectura inca y de la belleza del río Huatanay. En Libia todo era diferente, vibrante y lleno de misterio. Cada amanecer era distinto y cada crepúsculo indescriptiblemente mágico.

Durante un instante se sintió pequeña en comparación con todo lo que la rodeaba. Pequeña e insignificante, se dijo, echando la cabeza hacia atrás y dejando que la cálida brisa meciera sus cabellos negros.

Lucy lanzó un suspiro de fastidio cuando un ligero golpeteo al otro lado de la puerta la obligó a volver a la realidad. Se volvió y observó cómo un papel se deslizaba suavemente bajo la puerta. Intrigada por su contenido, entró nuevamente en el dormitorio y lo tomó entre sus manos. Arrugó el ceño cuando reconoció la letra casi indescifrable de su hermano. Jerome, entre garabato y garabato, le informaba de que aquella noche ambos cenarían con el jefe y patrocinador de la excavación, el señor Richard Buchanan.

Lucy dejó escapar una profunda exhalación. Por lo poco que sabía de ese Buchanan, aquel tipo poseía tanta ambición como dólares en el Security Pacific Bank.

Querida Lucy,

Siento informarte con tampoco tiempo, pero me temo que esta noche cenaremos con el señor Buchanan. Sabes lo importante que es esto para mí. No me falles, espero que ambos estemos a la altura…

Jerome

Después de leer aquellas breves palabras no le cabía duda de que Jerome pretendía que se emperifollase para la ocasión. Su hermano deseaba impresionar a Buchanan con todos los medios a su alcance. Sin duda, el joven suponía que ella era uno de esos medios.

De pronto, comenzó a sospechar que aquella había sido la verdadera razón por la que Jerome había requerido su presencia en Libia. Por lo visto su hermano opinaba que a ella le sería fácil engatusar a Richard y, según le había insinuado en más de una ocasión, eso supondría un fuerte empujón económico para la excavación.

Lucy hizo una pelota con el trozo de papel y lo arrojó al interior de la papelera que descansaba en un rincón junto al tocador. Si eso era lo que su querido hermanito había estado tramando durante todo aquel tiempo, se iba a llevar un buen chasco, se dijo a sí misma con una astuta sonrisa en los labios. Extrajo del armario unos pantalones con bolsillos laterales, junto con la camiseta de algodón más cómoda que tenía y, después de vestirse, se puso sus viejas botas de montaña. Ni en mil años iba a comportarse ella como la conejita playboy de nadie, refunfuñó. Se dirigió al cuarto de baño y recogió su lustrosa cabellera negra en una sencilla e insulsa coleta de caballo. Después se detuvo para observar la imagen que le devolvía el espejo. Evidentemente, no deseaba causar impresión de ningún tipo a Richard; ni buena, ni mala. Mucho menos engatusarlo para lograr que invirtiera más dinero en el proyecto de Jerome.

Lucy odiaba sentirse como un títere en manos de nadie. Sin embargo, poco o nada podría hacer para ocultar la totalidad de su cuerpo o la sensualidad de su rostro. Era plenamente consciente de la belleza de sus ojos verdes y de sus labios carnosos y seductores. No necesitaba que se lo recordaran a cada momento. A decir verdad, aquella apariencia tan solo le había causado problemas. El último había sido Natsu Dragneel, con sus ansias de comprometerse y sus enfermizos celos.

Pensar en aquello último le produjo un escalofrío. «Compromiso», se repitió mentalmente. La sola mención de la palabra le resultaba incómoda. Le costaba pronunciarla en voz alta, se sentía fuera de lugar. Sin embargo, tras la ruptura había comprendido que Natsu no era el hombre de su vida. No podía serlo, de lo contrario, difícilmente se habría encontrado tan serena y llena de paz como en el momento de la ruptura.

De pronto se quedó inmóvil al oír cómo en la calle estallaba un increíble alboroto. Con una mezcla de curiosidad y preocupación, salió a la terraza y se inclinó sobre la balaustrada de piedra, tratando de averiguar qué sucedía. Abajo, un grupo de jinetes vestidos con amplias túnicas y turbantes de color índigo vociferaban, mientras cruzaban la calle a galope, provocando que los atemorizados transeúntes se apartasen de su camino para evitar ser arroyados por sus caballos. Con una mueca de disgusto, clavó la mirada en la figura del que parecía ser el cabecilla, un hombre alto y de anchos hombros. Desde aquella distancia podía vislumbrarse claramente que se trataba del jefe. Había algo en él que no dejaba lugar a dudas de la supremacía que desplegaba sobre los demás.

—¡Malditos agitadores! —masculló en voz baja antes de regresar al interior del dormitorio.

Se puso su camisa sahariana de manga corta y, después de anudarla a su cintura, abandonó la habitación para reunirse con Jerome y Buchanan en el restaurante.

Diez minutos más tarde, y tras evitar con éxito toparse con Tempester, traspasó las puertas de hierro forjado que daban paso al abarrotado recinto, decorado con bellas bóvedas y extraordinarias columnas de mármol.

A Lucy le agradaba especialmente aquel lugar decorado con infinitas alfombras, que poseía mesitas que apenas rebasaban la altura de las rodillas. No se sentía como en casa, desde luego que no, pero era igualmente acogedor.

En cuanto distinguió, entre los numerosos velos y turbantes, la cabeza de Jerome, se dirigió hacia él con una sonrisa, sorteando a los innumerables clientes. Le resultó curioso que la rítmica melodía que los músicos ejecutaban contrastara de un modo tan perfecto con el relajante sonido producido por el agua que manaba de la fuente, situada en medio de la seda. Alrededor de aquel espectacular manantial, los hombres fumaban tabaco en cachimba y conversaban sobre política y otros temas de interés.

—Buenas noches, señorita Heartfilia. —Richard Buchanan se incorporó extendiendo una mano hacia ella. Lucy no dudó en estrecharla, pero se sorprendió cuando él la atrajo hacia sus labios para besar su dorso—. Me alegra al fin conocerla. Su hermano me ha hablado mucho de usted.

Ella fulminó a Jerome con la mirada antes de sentarse junto al hombre en uno de los llamativos pufs, tapizados en suave seda, mientras una joven cubierta de velos, que parecía haber surgido de la nada, comenzó a hacer sonar los platillos metálicos que tenía anillados en la punta de los dedos.

—Espero que bien. —Sonrió a Richard, después de lanzar una fugaz mirada a la joven bailarina.

—Sin duda. —El hombre rio jovialmente.

Un muchacho muy joven colocó ante ellos un recipiente de cuscús, una fuente con las conocidas tortas preparadas con cebada y trigo que los lugareños llamaban bazín y, cómo no, un cuenco de harissa, una salsa picante que parecía no faltar jamás en la mesa.

A pesar de que la velada no transcurrió según lo planeado por Jerome, Lucy tuvo que admitir que Richard Buchanan era un hombre extraordinariamente divertido que, a pesar de poseer una fortuna capaz de hacer envilecer a cualquiera, contaba con un maravilloso y refrescante sentido del humor. A sus cincuenta y dos años tenía infinidad de anécdotas e historias que no dudó en compartir con ellos. Incluso en algún momento de la noche mencionó algo sobre los tuareg y su errante forma de vida, disertación de la que Lucy no quiso perder detalle. Después de lo sucedido esa misma tarde, aquel era un tema que le interesaba sobremanera.

—¿Por qué creen que somos hostiles? —preguntó Lucy con curiosidad.

Richard parpadeó confuso, antes de dirigir una mirada interrogante a Jerome.

—Esta tarde nos topamos con un grupo de hombres libres, guiados por un imajeghan —explicó el joven.

—Bueno, realmente no llegamos a verlos. —Lucy se sirvió un poco de té helado—. A mi hermano le dio un ataque de pánico y huimos antes de averiguar qué estaban buscando.

—A mi juicio, fue la decisión más sensata —opinó Richard.

Sorprendida por su respuesta, lo observó un segundo antes de hablar.

—¿Usted también cree que corríamos peligro? —preguntó, enarcando una de sus finas cejas.

—No seas cabezota, hermanita —la interrumpió Jerome—. Es imposible adivinar cómo habrían reaccionado esos hombres al verte.

—¿Estás insinuando que el ser mujer es un problema? Porque si es eso lo que tratas de decir, no puedo estar más en desacuerdo contigo.

El rostro de Lucy adoptó una expresión de disgusto. Aferró con fuerza el cubierto y se sirvió un poco de harissa.

—No exactamente —admitió su hermano—, pero esos hombres son peligrosos, Lucy. Están acostumbrados a moverse a su antojo. Además, poseen esclavos y se rigen por sus propias leyes. No entienden de normas o ética.

—¿Crees en serio que se habrían atrevido a atacarnos? —Lucy levantó la mirada y tragó saliva.

—Quién sabe —opinó Richard—, lo mejor ha sido no permanecer allí para averiguarlo.

Lucy pestañeó un par de veces, expresando su incredulidad.

—Lo que yo creo es que ambos estáis un poco paranoicos. —Rió ella, depositando el cuenco de cristal sobre la mesa.

Fue entonces cuando reparó en él. Un hombre que la estudiaba con la expresión fría de una pantera y una mirada azul e inescrutable. Lucy no pudo evitar pensar que aquel desconocido, de piel olivácea y rasgos severamente masculinos, podría haber sido la portada de cualquier publicación destinada a deleitar la imaginación femenina. Eso, sin mencionar su excelente forma física. Aquella túnica celeste, aunque amplia, no parecía poder ocultar demasiado bien su imponente anatomía. La manera en que los calzones se adherían a la poderosa musculatura de sus piernas y cómo su cinto rodeaba su armonioso talle, no dejaban lugar a dudas de que lo que ocultaban aquellas ropas para nada era desagradable.

Cuando su mirada se encontró con la del hombre se sintió extraña, de pronto notó la boca seca y las rodillas le comenzaron a temblar sin control. Lo primero que se le pasó por la cabeza al distinguir el halo de poder y peligro que rodeaba al desconocido fue miedo. «¡Imposible!», se dijo un segundo más tarde. No era temor lo que le provocaba aquel tuareg, sino algo muy distinto. Una sensación que hacía mucho tiempo que no había experimentado y que desde luego no era tan tonta de no reconocer.

Todavía se hallaba asombrada por la súbita e inexplicable respuesta que su cuerpo había experimentado ante la visión de aquel atractivo hombre, cuando advirtió que él instalaba una sonrisa socarrona en los labios, como si hubiera descubierto el turbador efecto que causaba en ella. Lucy desvió súbitamente la mirada, tratando de deshacerse de aquel perturbador examen. Se sirvió un poco más de té y dio un largo sorbo para humedecer su boca.

—¿Te encuentras bien, Lucy? —le preguntó su hermano, atrayendo a su vez la atención de Buchanan hacia ella—. Estás pálida…

¿Pálida? ¿Cómo podía estar pálida, si casi podía sentir la sangre agolpada en sus mejillas? Eso, sin contar el molesto golpeteo del pulso en su sien. Jamás se había sentido así por nada, mucho menos por la simple mirada de un hombre. Tratando de aparentar una calma que estaba lejos de sentir, carraspeó antes de decir:

—Creo que estoy algo cansada, eso es todo —tranquilizó a Jerome.

—Bueno, ya te dije que esto no es Cuzco —dijo su hermano, y se encogió de hombros.

Desde luego que no lo era. En la ciudad inca no había hombres como el que estaba observándola desde el otro extremo del salón, con aquel halo de peligro, feroz y primario. De hecho, tenía la convicción de que en ningún otro lugar de la tierra podría hallar a un ser semejante.

—Bueno, hoy ha sido un día agotador —contestó, poniendo las manos sobre la boca de su vaso para rechazar el té que Richard estaba a punto de servirle. Suspiró y se puso en pie—. Si no os molesta, creo que lo mejor será que me vaya a dormir.

Richard se incorporó rápidamente y tomó su mano. Con un gesto amablemente seductor, volvió a besar su dorso, al tiempo que con el dedo pulgar acariciaba el interior de su muñeca.

Una brusca sacudida se hizo con el estómago de Lucy. Apartó apresuradamente la mano y la metió en el interior del bolsillo de su pantalón, tratando de ocultar el nerviosismo que le había producido aquel gesto de Richard. Forzando una amable sonrisa, les dio a ambos las buenas noches y abandonó el comedor todo lo rápido que sus pies se lo permitieron.

«¡Por el amor de Dios!», pensó. Acababa de romper con el botarate de Natsu, lo que menos le apetecía en esos momentos era sumergirse en el estúpido juego de la seducción y del flirteo, se dijo a sí misma mientras cruzaba el profundo corredor que conducía a los ascensores, convenientemente iluminado por una docena de lámparas eléctricas que pretendían parecerse a antorchas.

Sin duda, al día siguiente tendría que soportar la soporífera charla de Jerome por haberlos abandonado tan pronto. Pero para ella había sido la decisión más correcta. De todas formas, era cierto que necesitaba un descanso, pensó, extrayendo del bolsillo las llaves de su dormitorio. Alzó su rostro, decidida a pulsar el botón del ascensor y se topó frente a frente con Tempester.

Durante un instante ella se quedó sin habla. Trató de dominar la desagradable sensación que aquel hombre le provocaba y forzó una sonrisa amistosa antes de intentar pasar por su lado. Un sentimiento de alarma la paralizó cuando Tempester copió su gesto, interrumpiéndole nuevamente el paso. Presa del pánico, Lucy clavó los ojos en él, calculando mentalmente las posibilidades que tenía de zafarse de ese tipo. Casi al instante dedujo que eran muy pocas. Tempester parecía medir al menos un metro setenta y cinco, lo que, a pesar de no ser demasiado, sí superaba con creces su metro sesenta y ocho. Aunque era un hombre más bien delgado, evidenciaba también ser un individuo ágil y en buena forma, con lo que correr estaba más que descartado.

Preparada para cualquier eventualidad, apretó los puños y trató de respirar con normalidad. Pareció transcurrir una eternidad antes de que el rostro de Tempester adoptara un enfermizo y blanquecino tono, casi translúcido. Un tenso silencio los envolvió durante un minuto. Un lapso de tiempo durante el cual ella no supo cómo reaccionar.

De forma inesperada, el conserje se echó a un lado, permitiendo que ella alcanzara cómodamente el ascensor. Lucy se sorprendió tanto que no quiso perderlo de vista cuando pasó por su lado. Recelaba de las verdaderas intenciones de ese gesto. Lo menos que deseaba era darle la espalda a Tempester. Presionó el botón de llamada y se giró para asegurarse de que no pretendía perseguirla.

Fue en ese momento cuando se percató de que no estaban solos. En mitad del corredor, a escasos diez metros del ascensor, se hallaba el hombre de ojos azules y mirada enigmática que la había turbado tanto en el comedor. Con un estremecimiento, la joven advirtió cómo empuñaba un afilado telek, un arma blanca refinada, fina y ligera, de larga y curvada hoja.

Durante un segundo todo a su alrededor desapareció. Tan solo podía ver aquellos ojos, aquella mirada herméticamente fría. Apenas se dio cuenta cuando las puertas del ascensor se abrieron, pues estaba sumida en una especie de estado hipnótico. Un estado del que tan solo salió cuando el desconocido dio un paso hacia ella. Consciente del peligro, entró en el ascensor y pulsó rápidamente el botón de su planta.

Una vez sola, tuvo que apoyarse en una de las paredes del ascensor para no perder el equilibrio. Los dos pisos que la separaban de la seguridad de su dormitorio se le hicieron eternos. En cuanto las puertas volvieron a abrirse, atravesó corriendo el pasillo y entró rápidamente en su habitación. Como si aún se encontrara en un sueño, se desplomó sobre la cama y trató de recuperar el aliento antes de analizar lo sucedido.

No cabía duda de que aquel desconocido la había salvado de Tempester, fuera lo que fuera que este buscara. Trató de reflexionar sobre aquello último, preguntándose qué demonios pretendía el recepcionista al actuar de esa manera con ella.

Confusa, se levantó y caminó hasta la terraza. Era inútil tratar de centrarse en algo que no fuese aquel desconocido de mirada enigmática. No importaba lo que estuviese pensando, él siempre reaparecía en su mente. Jamás antes se había sentido tan desorientada como en aquel momento. Era como estar en el papel de otra persona. Desconocía si toda aquella situación concluiría esa noche o si, por el contrario, esto era tan solo un principio.

«¡Qué más da!», suspiró, apoyando ambas manos en la balaustrada de piedra. No iba a permanecer allí eternamente. En algún momento regresaría a Perú, a su propia excavación y a su vida. Tal vez en la vertiente oriental de la Cordillera de los Andes no encontraría acción o emociones como las que había vivido en aquel remoto lugar de Oriente, pero sin duda tampoco hallaría el mismo peligro. Sin embargo, no podía negar que sentía una enorme curiosidad por aquel hombre. Alzó el rostro y clavó la mirada en el centelleante resplandor de las estrellas. Todo allí parecía mágico y posible.

De pequeña, mucho antes de que sus padres fallecieran, después de que el coche en el que viajaban se saliera de la calzada en algún lugar de Pensilvania, había deseado fervientemente disfrutar de una vida repleta de emociones y de príncipes azules. Sonrió amargamente al pensar aquello último. Los únicos príncipes azules que había conocido hasta ese momento habían resultado ser poco más que ranas. Un par de cenas en algún restaurante caro y una noche juntos, y ya creían poseer la potestad de su corazón y el derecho a las llaves de su casa. Resultaba evidente que no estaba hecha para las relaciones largas y, a juzgar por los últimos acontecimientos, las emociones fuertes tampoco eran para ella.

Pronto comenzó a sentirse cansada. Toda aquella algarabía de sensaciones la superaba.

Con un suspiro entró en el dormitorio y se quitó la ropa para introducirse bajo las sábanas de suave algodón.