I.

You have lost
too much love
to fear, doubt and distrust.
It's not enough
you just threw away the key
to your heart

No fue amor a primera vista, eso claro está, pero hubo algo en él que me hizo pensar que, una vez enamorada, terminaría por romperme el corazón.

Yo, que habituada me creía a la fatídica combinación de ojos amables y galantería nata, comprendí que llevaba años equivocada. Realmente sabía nada acerca del romance. Pensé que conocía como la palma de mi mano los indicios de un amor fracasado. La experiencia de miles de borradores y una corazonada dolorosa lo corroboraba. Lo había visto decenas, centenas, miles de veces en las secuencias tras pasar la hoja.

Mas, aun advertida, lo dejé entrometerse en mis pensamientos en plena madrugada.


Conseguir un departamento que no estuviera en los suburbios de Tokio requiere de un dinero que ni trabajando tres vidas podría conseguir, así que cuando se me presentó aquel lugar relativamente cerca de la estación de Harajuku, en Shibuya, no lo pensé dos veces. Tras un rápido cálculo y sin reparar en más detalles que la renta, concluí que estaba dentro de mis posibilidades y sin dilaciones, llamé. Al día siguiente firmé el arrendamiento e hice los depósitos correspondientes. Me mudé sin grandes ceremonias y agradecí a la buena suerte poder dormir un poco más.

Viví tres meses sin conocer al vecino del 202. No me preocupaba en absoluto, pero me parecía extraño haberme topado incluso con los vecinos del piso inferior y no con el de al lado. A veces llegaba a casa y me quedaba observando su puerta, como tratando de adivinar si acaso tenía manías que me hicieran lamentar mi decisión apresurada. Intuí que era un hombre joven porque en las mañanas quedaban en el pasillo los remanentes de su agradable loción.

Lo conocí una noche que regresé más tarde de lo acostumbrado. Supongo que mi inusual horario era la razón de tanto misterio.

Recuerdo muy bien la impresión que sus ojos dejaron en mí. Había pensado qué ojos tan verdes, como de verano; mas su fría educación se me antojó invierno. No pude burlar mi propio pensamiento: era un vecino muy atractivo. Tras balbucear una contestación, entré precipitadamente a mi casa y sentí en el estómago el hueco que provocan los malos presentimientos. Sin embargo, en ese entonces, lo confundí con hambre súbita.

Un día me preguntaron cuál era mi tipo de hombre y me percaté de que realmente nunca me inmiscuía más de lo necesario en esos temas.

Después aconteció el episodio de mi llave olvidada.

También llegué tarde del trabajo. Él llegó. Le pedí que me dejara usar su veranda y él accedió con una facilidad que me sorprendió. Nunca había estado en la habitación de un hombre. Soy hija única y no tuve ningún varón cercano a excepción de papá. Me trepó una sensación rara, casi como de ansiedad. Pero al descalzar, de pronto me invadió una repentina tranquilidad. Habrá sido el tenue aroma que desprendía el cenicero, disimulado torpemente con un aromatizante —me recordaba a mamá y su infructífero intento de ocultarme su mal hábito— o quizás la familiaridad de su loción que alcanzaba a olisquear cada mañana.

El ámbito, como cabría esperarse de un joven soltero, estaba con la cama sin hacer y algunos libros desperdigados, pero tenía sus plantas bien cuidadas y la cocina limpia. Aunque observé minuciosamente, no hallé fotografías o algo que me diese una pista de sus gustos o, al menos, sobre su trabajo.

Entonces advertí la corbata sobre el mueble. Tenía un patrón que jamás había visto. Tuve que acercarme para cerciorarme de que mi vista no me jugaba una mala pasada. A la distancia parecía sushi —lo cual, en efecto, era—. No me interesaba otra cosa que admirar la prenda.

Él la apartó de mi vista en el instante en que me incliné.

A través de mi hombro lo vi observarla con aprensión y nostalgia. Fueron apenas unos segundos antes de que mudara su expresión a la misma amabilidad fría que ya me había mostrado. Esbozó una sonrisa —helada, azul— y me dijo que podía usar la veranda. No hice preguntas, creo que tampoco agradecí apropiadamente. Un ramalazo de incomodidad me dejó la mente en blanco. El corazón me punzó.

Cuando, después de acciones dificultosas, llegué a mi departamento, me quedé con la imagen de su rostro cortándome de golpe mi intrusión. No te metas donde no te llaman. Debí haberme servido una taza de té e irme a la cama pensando en lo que debía hacer al día siguiente, no en la expresión que encerraban sus ojos verdes, tan profunda e inextricable que me quedé descifrando toda la noche sentires que ni al caso.

Las noches siguientes lo oí llegar sin alcanzar a verlo. Me sumí en pensamientos inútiles. ¿Debería disculparme por algo que realmente no entendía? Si lo pensaba con la cabeza fría, realmente sería extraño presentarme con un obsequio de disculpa por un asunto que no tenía trascendencia; no obstante, a mí me seguía espinando lo que sea que se escondía detrás de su mirada melancólica. Una de esas noches llegué a la conclusión de que él estaba roto y que no eran imaginaciones mías. Nadie me dijo que me entrometiera. Pero lo hice, sabiendo que a veces la aguja e hilo no son suficientes para un corazón deshilachado.

Justo cuando empezaba a plantearme la opción de tocar su puerta, volví a topármelo a la entrada de mi departamento. Tenía el cabello peinado con gomina y adiviné al instante que debajo del abrigo había una vestimenta formal. Me saludó con más soltura que la vez anterior y supe que ya venía bajo los efectos de algunas copas. Estaba dispuesta a entrar a mi casa cuando él me ofreció una velada.

Siendo sincera, me asusté un poco. A la mente me llegaron todas las noticias y documentales que me causaron pesadillas y pensé que había errado al forzar una confianza pidiéndole repentinamente al vecino que no conocía permiso para introducirme en su vida. Creo, de alguna manera, que cuando entras al hogar de alguien lo haces en un pedacito de su vida. Una casa habla mucho de alguien, incluso si tiene una decoración tan desapasionada como la de mi vecino de ojos tristes. Hice un esfuerzo sobrehumano por recordar todos los movimientos de autodefensa aprendidos —y, afortunadamente, nunca practicados— en la universidad.

Me alargó una copa. No pasó mucho tiempo antes de que me descubriera el motivo de la invitación. Empezó a hablar con la voz suave con la que uno empieza una historia cuyo final triste conoce de antemano. Supe que tenía algo que confesar. El alcohol suele ablandar todo eso que cargas en el pecho; se vuelve pesado, fangoso y quieres echarlo afuera antes de que te asfixie.

Él apenas dijo lo necesario para que yo ratificara las sospechas de la corbata.

No me observó, ensimismado en sus recuerdos. Me describió un contexto necesario, pero que en ese instante me pareció superfluo: un amigo suyo se casó a los y él no quiso llorar pero sintió los ojos húmedos. Luego, calló un momento, como si ordenase ideas o sentimientos. Había un montón de rostros ahí y había uno que no había visto en mucho tiempo.

Ah, un amor que no puede ser olvidado, pensé, recordando los mangas que giraban alrededor de ese tópico. En la mayoría, la protagonista, con mucha dedicación, paciencia y cariño, logra sortear las dificultades y ayuda al chico a ver en ella una nueva oportunidad. Sin embargo, en la vida no idealizada de los mangas, muchas veces termina rompiendo al que intenta reparar el daño.

Un lapso de silencio me indicó que aún se repetía la escena del probable reencuentro en su memoria. Lo observé silenciosa, bebiendo sorbos ocasionales, sin poder siquiera esbozar en mi mente una idea de lo que él estaba sintiendo. No podría decir que se estaba ahogando en su desgracia. Más bien parecía arrepentido, como si ella se hubiese ido por razones que él le dio. Su pesar parecía sincero.

—Me alegra que ella luciera feliz. De verdad me alegra que llegara el día en que yo pudiera pensar así.

A mí me parecía una verdad a medias. No sabía qué había sucedido antes y no me parecía correcto conjeturar situaciones que desconocía. Sin embargo, en ese momento podía asegurar que el pasó mucho tiempo con un hueco en el estómago, hasta que un día despertó y se dio cuenta de que ya no podía seguir así. Fue entonces, cuando, con aplomo de mártir, decidió que ella ya no era parte de su vida aun si él giraba en torno a ella.

Dijo, en un intento de concluir todo, su historia, sus sentimientos, memorias y pesares:

—Soy feliz porque fui capaz de convertir esto en una apropiada memoria.

Parecía que de verdad quería serlo, que de verdad que lo intentaba. Y, sin embargo, sentí que cada que él miraba el cielo, ya no hallaba estrellas ahí. Se le había desvanecido desde el momento en que ella ya no estuvo para ser la más bonita.

Después mencionó un par de cosas sin importancia porque su coherencia se fue desdibujando y, al final, terminó durmiendo en la mesa, dejándome con un montón de pensamientos que me revolotearon toda la noche.

Mientras salía por la veranda tuve el impulso de enmendar los pedazos rotos, aunque el corazón, y los huesos, y la moral y el alma y el amor propio se me desbaratasen. No sabía si era fácil acercarse a él. Realmente no podía decirlo. Ese chico, de habitación insípida, tenía una única cosa que podría calificar de preciada y era esa corbata. Porque todo lo demás parecía adorno, mero protocolo para tener un departamento.

Yo sabía muy bien que detrás de esa estrafalaria corbata había una historia, muy atesorada dentro de él. Sabía que estaba roto y que probablemente no fuesen mis hilos suficientes. Me dormí pensando que mi vecino de ojos bonitos, cuyo nombre ni siquiera conocía, era terriblemente raro.

Pero eso no evitaba que mi corazón se estrujara al recordar el aroma de su tabaco.

La noche siguiente, después de la fiesta del trabajo, lo encontré antes de que entrara a su apartamento. Lo saludé con la mayor naturalidad que pude. Él apenas y correspondió mi saludo. De pronto se inclinó y se disculpó ruidosamente. Dijo que no recordaba nada y me preguntó si acaso había dicho algo raro. Él puso una de expresión de nerviosismo mal disimulado. Comprendí que, efectivamente, todo lo que me había confiado era gracias a los efectos del alcohol y respondí que nada raro había pasado. La curiosidad —y algo más— me punzó más fuerte que nunca al notar su alivio: ¿cuál era la historia de la dichosa corbata?

Mi sentido común me insistía en que nada tenía que ver conmigo, que era peligroso y que el primer amor de mi juventud no debía resquebrajarme, mas qué caso iba a hacerle si, al mencionarle la razón de mi cabello suelto, por primera vez, le vi la mirada chispeante y vivaz —la mirada de voy a enamorarte hasta que te duela, la de te voy a conocer como el jeroglífico de mi mano pero tú sabrás de mí lo mismo que sabes del más allá— al preguntarme si podía contarle un poco más sobre lo que hacía.

Quedó muy claro que todo iba a complicarse cuando le dije mi nombre pero él no me dijo el suyo. Sin embargo, pensé, genuinamente, llena de un sentimiento de almíbar, que nada perdía con saber su nombre.


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¡Hola! Esta es la primera vez que incursiono en un fandom diferente al de mi OTP, así que ¡gusto en conocerlos!

Hace un buen rato que terminé Hirunaka no Ryuusei, pero salió Red y esta idea que tenía revoloteando desde Tonari no Otoko se afianzó y fue preciso que empezara a escribirla. No sé por qué, pero quise primero empezar por los eventos de este primer capítulo de Samejima y Shishio a través de la mirada de ella. Siento que le dará más sentido a lo que aparece en el resumen y pienso publicar después, en un segundo capítulo, el cual, espero que sea pronto. Saber que ya subí el primero me motiva mucho para continuar con la escritura del segundo, jajaja.

Espero, de todo corazón, que les agrade este primer capítulo. De verdad que me hace mucha ilusión esta breve historia. Cualquier error, crítica o ganas de hablar son bien recibidas en un review o en un PM. ¡Espero volverlos a ver pronto!

Con muchos besos nocturnos,

Bonnie.

P.D. Si a alguien le interesa, las primeras líneas provienen de la canción de Gotye, Heart's a Mess (título de esta historia también).