My Lil' Bolty
N/A: Este fanfic está inspirado en My Little Dashie, fanfic de My Little Pony: FiM.
Bolt le pertenece a Disney, My Little Dashie pertenece a ROBCakeran53.
Advertencia: Este fanfic está hecho sin ánimos de lucro, sino simplemente por amor a la escritura y en pequeño homenaje a My Little Dashie.
Bajo una noche de lluvia...
Salí a dar una caminata. De esas que siempre daba por las tardes. Los Ángeles es una hermosa ciudad, y los ocasos son espléndidos. Me gustaba ver las casas de madera, pasaba horas en los espaciosos parques, contemplando el agua salir de las piletas bañadas por los rayos del sol descendente u observando a las personas que iban a pasear con sus mascotas (¡yo siempre había deseado una!). Y habían días que simplemente me sentaba en una banca a leer una de esas revistas que la gente siempre deja tirada por ahí, o, si conseguía ajustarme con el dinero de mi hermana, algún libro.
Aquel día el ambiente estaba azul. No azul como un día claro, sino azul como precede un aguacero. Aún lo recuerdo, había decidido salir con el paraguas de mi madre. Cuando salí de casa el día aún era celeste, y el cielo despejado, pero aún así decidí llevarlo. Ese día me dio el presentimiento que lo necesitaría, ¡y vaya si lo necesité! Algo inusitado en la ciudad, comenzó a llover a cántaros y la gente que hace un momento me observaba como un bicho raro por andar cargando un paraguas demasiado grande para mí se protegió con sus sacos o periódicos; yo simplemente abrí el paraguas.
Caminar bajo la lluvia era algo que no había hecho desde la muerte de papá y mamá. Ya había olvidado el chapoteo del agua, los charcos que se formaban a los lados de la pista y en los agujeros del asfalto. Lo que sí recordaba y recordaré siempre era la sonrisa de mi madre. Mi padre, hombre de pocas palabras, rara vez se reía, pero aquel día estaba jovial y hacía bromas mientras izaba el paraguas para protegernos. De pronto los escuché hablando de su relación. "Se lo propuse en plena lluvia. Qué bueno que me dijo que sí, porque si no el catarro que cogí no hubiera valido la pena". No entendía muy bien todo lo que decían (o simplemente no lo recuerdo, ya ni sé), pero los veía reír y eso me hacía feliz. Eso nos hacía felices. Pensar en ello me generó emociones encontradas. Me sentía triste y desolada porque ellos no estuvieran ahí, porque tuviera que cargar el paraguas yo sola, pero me sentía tranquila al pensar en ellos, como si al traerlos a mi memoria también los pudiera traer a la vida.
Suspiré.
La lluvia menguaba a ratos, y el chapoteo de las gotas se transformaba en un siseo constante, para arreciar otra vez. Por el parque las personas se iban retirando hasta que quedé yo sola. Emprendí el camino a casa. Las calles iban perdiendo su toque hogareño y bien cuidado; se tornaban grises, el asfalto se agrietaba hasta no parecer sino un remedo de lo que era, y la maleza crecía a través de él. Las casas iban despintadas, agrietadas, condenadas a tablones, o simplemente abandonadas. Entre ese grupo de casas se hallaba la mía. No era especialmente bonita, ni cuidada, y los tablones de la cerca hacía mucho que habían desaparecido, dejando agujeros a lo largo del jardín de maleza. Introduje la llave y jalé la perilla.
El interior tenía tanto de corriente como el exterior. Había un sillón desvencijado a un lado de la sala y al otro un televisor que hacía años que usaba poquísimas veces. Un pequeño retrato familiar se hallaba colgando sobre una mecedora y en una esquina, sobre una mesa de vidrio que limpiaba todos los días, estaban las fotos de mis padres.
–Hola mamá, hola papá. Ya llegué.
Me acerqué y acaricié los marcos de las fotos. Era el único lugar en el que me había empeñado en mantener siempre limpio. Eran los únicos retratos que tenía de ellos, además de la foto familiar; las pinturas de mamá y la colección de fotos de paisajes de papá eran mi conexión con ellos, una forma de sentirlos vivos, una forma de mantenerlos conmigo. Los sentía cerca cuando le hablaba a los retratos.
–Ya llegaste.
Retrocedí de un salto y dirigí la mirada hacia la puerta de la cocina. Mi hermana me observaba con profundidad; tantas semanas sin verla no habían suavizado la dureza de sus facciones.
–¿Qué haces aquí?
–Pues entré por la puerta. Recuerda que tengo una llave de la casa.
–¡Sabes que no me refiero a eso! Casi me matas del susto, ¿eso era lo que te proponías?
–Si hubiera querido matarte del susto me hubiera llevado esas fotografías.
Ella señaló los retratos y en ademán de protegerlos me puse entre ellos y su dedo acusador.
–¿Qué haces aquí? –pregunté de nuevo.
–Vine a hablar contigo, Jenny.
–¡Nada de Jenny! ¡Yo me llamo Naoko!
–¡Ya déjate de tonterías! Vine a terminar con todo esto. Te vienes hoy mismo conmigo y mi marido. Ya empaqué tus cosas.
No daba crédito a lo que estaba escuchando. Seguramente ella debió notar mi perplejidad, porque añadió más conciliadora:
–Mira… Naoko… a mí tampoco me gusta, pero debemos aceptarlo. Nuestros padres ya no están. Ya no existen. Se esfumaron, y debemos seguir con nuestras vidas. Tal vez sea difícil entenderlo, pero tienes que hacerlo. Vivir aquí no te los traerá de vuelta y nada lo hará. Así que salgamos de aquí de una vez.
Se le notaba incómoda. A ella nunca le gustó pisar esa casa, y era justamente por eso por lo que no la había visto en tanto tiempo. Apreté los puños, sintiéndome herida, dolida… iracunda.
–¡Cómo te atreves! ¡Vienes aquí luego de semanas y ni siquiera saludas a mamá o a papá! ¡Debería darte vergüenza! ¿Cómo puedes decir que están muertos? ¡Cómo te atreves! Si quieres vete con el idiota de tu esposo y vayan a vivir lejos, ¡muy lejos de aquí!, pero yo de aquí no me muevo, no abandonaré a nuestros padres, ¿me entiendes? ¡Nunca!
Mi hermana se mantuvo en silencio durante un momento. Ella me miraba y yo sostenía su mirada.
–¿Realmente eso es lo que piensas? ¿Crees que por quedarte en este chiquero los mantendrás con vida? ¡No seas ingenua! Ya eres casi una adolescente, ¡madura, pues! Acéptalo de una buena vez y deja de vivir esta estúpida farsa. ¡Nuestros padres están muertos! ¿Me oyes? ¡Están bien muertos y tú debiste darte cuenta de eso desde hace mucho tiempo!
–… lárgate…
–¿Qué me has…?
–… lárgate, lárgate, ¡lárgate!, ¡LÁRGATE!
Mi hermana me observó un momento (cómo odiaba cuando hacía eso) y luego se dio media vuelta. Tomó su paraguas (un paraguas reluciente por ya haber sido usado, a kilómetros se notaba que era nuevo) y salió sin decir palabra. Dejé el paraguas sostenido contra la pared y me puse inmediatamente frente a los retratos.
–Discúlpenme. Ojalá no hubieran visto eso…
Me quedé echada sobre el sillón un buen rato. Observaba la lluvia caer y la oía chocar contra la ventana, sin pensar en nada específico. Era como si me hubiese desprendido de la realidad y anduviera soñando con los ojos abiertos. Si deja de pagar los gastos de esta casa, pensé, tendré que mudarme de todos modos. Pero no me importó. En ese momento todo pasaba por mi cabeza como si fuera otra persona la que lo pensara. La crepitación de la lluvia me arrobaba y me daba una extraña sensación de paz. "Mamá…"
No tengo idea cuánto tiempo me habré pasado mirando la ventana. Me sentía lejos de todos, lejos de mis amigos, lejos de mi familia, lejos de esa vida feliz que alguna vez llevé. Siempre me pasaba cuando miraba al exterior. Allá afuera había un mundo entero, un mundo que caminaba y avanzaba y luego estaba yo, echada sobre ese sillón empolvado, contemplando la ventana y su astillado marco, sintiendo como gota a gota caía el agua sobre la casa que algún día albergara mi felicidad. Estaba estancada y lo sabía. Estaba estancada y no me importaba. Así estaban las cosas, así por lo menos podría sentir a papá y a mamá…
Me sorprendió sentir la calidez de una lágrima solitaria correr por mi mejilla. Me levanté y deslicé la mano por esta. Miré la gota que ahora se posaba sobre mi dedo índice. Como si esa lágrima hubiera llamado a sus amigas, una a una fueron surcándome el rostro. Me llevada los dedos a las mejillas como si así pudiera detenerlas, pero cada vez se hacía más incontenible, más insoportable…
Las manos me cubrieron el rostro y de pronto me vi llorando a cántaros, y, no obstante, ni un grito, ni un sollozo proferí. Cuando finalmente las lágrimas dejaron de salir, los ojos me ardían, al igual que el rostro. Miré los retratos. Aquellas figuras sonreían, sonreían siempre; la sonrisa de mi madre era la más hermosa, era tímida y sincera, llena de afecto. "¿Por qué…?"
Giré a ambos lados la cabeza, como negando algo. "Ellos no se han ido. Siguen aquí. Siguen aquí.", pero entonces, ¿por qué me sentía tan sola?
Intenté alejar esos pensamientos de la cabeza, sin resultado. Al final, hice algo que no había hecho en mucho tiempo: encendí el televisor. La señal se perdía a ratos, pero aún captaba decentemente bien. Tanteé los botones haciendo zapping. Un programa llamó mi atención. En él aparecía un pastor blanco, un cachorro que vivía aventuras con su ama, Penny. Se llamaba "Bolt: Un Perro Fuera de Serie". Lo veía hace un par de años, cuando aún (mis padres) y yo nos sentábamos a ver la televisión. Lo transmitían una vez a la semana y no me lo perdía; siempre soñaba con tener un perro al que cuidar (o que me cuide a mí), pero aunque me lo prometían una y otra vez, al final nunca me lo dieron. Tampoco insistía, pues sabía que los perros cuestan dinero y no quería causar problemas. Dejaron de transmitir el programa hace un año porque el perro protagonista se perdió; aunque luego de meses lo encontraron, su ama renunció y tuvieron que buscarse una nueva pareja estelar. Por esa época, la enfermedad de mi padre llegó y ya no tenía tiempo de seguir viendo la televisión (sin mencionar que la nueva versión de la serie era bastante mala). El episodio que transmitían era de los antiguos y yo ya sabía de qué iba, no obstante, me entretuve con él y apagué la televisión una vez que hubo terminado. La lluvia continuaba en su intento de penetrar por la ventana y las fotos seguían en el mismo lugar. Nada había cambiado, desde luego, pero eso me hizo sentir vacía. El lugar estaba muy oscuro, solo el foco de la cocina (seguramente mi hermana la había dejado encendida) filtraba la luz hacia la sala. Me sentí hastiada.
Tomé el paraguas (que seguía descansando sobre la pared. Nada había cambiado, ¡nada!), las llaves y salí de la casa sin apagar el foco, sin siquiera pensármelo una vez. Ver la lluvia escurriendo por los extremos del paragua, sentir lo helado del clima me hacían sentir viva, me hacían sentir que los malos pensamientos, al igual que el agua, caían sin tocarme. Me puse a caminar aleatoriamente. Era algo muy peligroso, caminar a solar por la lluvia y a esas horas, pero un impulso me dominaba y me mandaba a caminar a paso continuo, como siguiendo un camino ya marcado. ¿Sería el destino, tal vez…?
Un sonido llamó mi atención. Me detuve en seco y giré hacia la derecha. En el callejón, protegido por los tejados de los edificios que ahí se erigían. Lo escuché de nuevo. Agucé la vista, pero estaba oscuro y era difícil ver cualquier cosa. Pero algo se movió. Era una caja; daba saltos y se estrellaba contra el muro o el contenedor de basura. Me acerqué hacia ella y noté que estaba sellada con cinta adhesiva y llevaba diminutos agujeros en todo lo ancho. Estaba atada y rematada con un listón blanco. Además, llevaba una nota, pero la letra era ilegible, como hecha por un niño.
La caja dio otro salto.
¡Dios mío! Había algo atrapado ahí adentro. Me abalancé sobre la caja y desamarré el listón. Usé las uñas para sacar la cinta adhesiva y abrí la caja.
Unos ojos grandes y marrones se clavaron en los míos. Se veían cansados, incrédulos, inseguros. Era un cachorro. Hinqué la rodilla al suelo para verlo mejor. Su pelo era gris, al igual que su cola; una de sus orejas parecía partida. Estaba delgadísimo, podía ver sus costillas a simple vista. Parecía que sus fuerzas lo abandonarían en cualquier momento y se desmayaría (o peor, dormiría para no despertar).
Y, empero, me lamió la mejilla.
Parecía agradecido. ¿Pensaría que lo había salvado? No podía dejar de mirarlo, y él tampoco apartaba sus ojos, pese a que parecía que tenía muchas ganas de cerrarlos. Tembló. El frío era acuciante, y no me había dado cuenta hasta ese momento. Había algo familiar en sus ojos, algo que no podía definir, algo…
–Tienes frío, ¿verdad?
Ladeó la cabeza. Sonreí tristemente.
–Estás solo, como yo…
Se apoyó sobre sus patas traseras y colocó las delanteras sobre mi pecho. Nuestras narices se tocaron.
–Pero ya no más… –murmuré.
Lo abracé con la mano que tenía libre (él no opuso la más mínima resistencia) y me levanté. Recorrí el camino de regreso sin pensar realmente en lo que estaba haciendo. Él parecía haberse quedado dormido. Su respiración era lenta y constante, se removía de vez en cuando y su nariz rozaba mi cuello generándome un cosquilleo. Mi corazón latía al cien, y no veía momentos de llegar a casa. Cuando finalmente tuve la puerta frente a mí, me llegó a la cabeza un pensamiento que me hizo sonreír:
"¡Papá! ¡Mamá! ¿Recuerdan que quería un perro…?"
–Estoy en casa.
Me acerqué hacia los retratos. Me incliné para que pudieran ver al cachorro y hablé en susurros.
–Papá, mamá, miren a quién encontré. Puedo quedármelo, ¿verdad?
Desde luego que sí. Desde luego que sí.
–Muchas gracias. Los quiero mucho.
De más está decir que no tenía comida para perros en casa. Dejé al cachorro con mucha delicadeza sobre el sillón mientras buscaba en la despensa algo que pudiera darle. "¿Qué come un cachorro?". ¿Una hogaza de pan estaría bien? ¿Un poco de carne? ¿Cruda, cocinada? ¿Sería suficiente? Las ideas se bloqueaban entre sí y parecían taponear mi cerebro hasta que de pronto me sentí insegura de todo lo que sabía sobre los perros (que de cualquier forma no era mucho). Al final, no puse ofrecerle sino un pequeño plato de leche. Cuando salí de la cocina con el platito, él ya se había despertado y miraba con curiosidad el lugar. Sus ojos se detuvieron sobre el foco que pendía por un cable bajo el techo de la sala.
–A comer, cachorrito.
Se sobresaltó. Me miró con reticencia, agazapado contra un brazo del sillón.
–Vamos, lindo, no te haré daño. Ven, vamos…
Me recliné lenta, muy lentamente, y le tendí el plato. Acercó con cautela el rostro al plato de leche y la olfateó antes de darle una lamida.
Bajé el plato y lo dejé sobre el piso. El cachorro saltó del sillón y bebió la leche con voracidad.
–Te gusta, ¿verdad? –sonreí.
El plato quedó vacío muy pronto y el cachorro agitaba la cola. Sacó la lengua como si estuviera agitado.
–¿Quieres más? –Me respondió con un ladrido.
Fui a la cocina y vertí más leche sobre el plato. Esta vez también tomó todo el plato rápidamente.
–Debes estar hambriento… (Oh, cielos, me vas a dejar sin nada que tomar…) Espera. Te traigo un poco más.
Cuando finalmente se había saciado, vertí la poca leche que quedaba en la caja dentro de un vaso. No llenó ni la cuarta parte.
–Oh, en verdad, ya no hay leche… –el cachorro me miraba con las orejas caídas. Aunque satisfecho, parecía sentirse culpable–. ¡Tranquilo! No es nada, no es nada. Hay agua hervida, puedo tomar eso, con una hogaza de pan. Todo está bien, ¿okey?
Le sonreí sinceramente (hacía mucho que no sonreía así) y él soltó un ladrido de asentimiento. Me permitió acariciarle la cabeza. Su pelo estaba áspero, como lija, pero lo más sorprendente fue cuando retiré mi mano de su cabeza y la vi cubierta de polvo, negro como hollín.
–Necesitas un baño urgentemente, ¿eh, amiguito?
Se estiró y soltó un bostezo. Se recostó sobre el brazo del sillón y cerró los ojos.
–… bueno, supongo que puede esperar a mañana; debes de estar muy cansado. Buenas noches, amiguito.
Quise besarle la cabeza, pero la imagen de mi mano cubierta de hollín me hizo pensármelo mejor. Le acaricié con la misma mano y lo cubrí con el suéter que llevaba puesto.
"Descansa…"
Ya en mi habitación, me revolví sobre mi cama de un lado a otro. Llevaba la mirada a la ventana o más allá de la puerta. Sentía que todo había sido tan repentino, que todo era demasiado bueno para ser verdad, que no podía ser realidad, que era un sueño del que me despertaría apenas juntara los párpados; tenía terribles deseos de bajar las escaleras para asegurarme que el cachorro siguiera ahí, que no era parte de mi imaginación.
Y, no obstante, sonreía.
Revivía los recuerdos una y otra vez en mi cabeza: caminando bajo la lluvia, abriendo la caja, esos ojos marrones observándome profundamente, él lamiéndome la mejilla…
Pensar en ello me hacía sonreír, me parecía que, realidad o no, era real en ese momento, me sentía acompañada. Sentía que algo se había llenado dentro de mí. Miré la luna y pensé en mis padres. "Ya no me siento sola… Eso es lo que querían, ¿verdad? Me siento feliz…".
Cerré los párpados y, por primera vez en mucho tiempo, me sentía tranquila por dentro.
