Vaya, ha pasado mucho tiempo desde que escribí algo de Saint Seiya, casi una década, han pasado tantas cosas desde entonces... Como sea, esta cosa es el preludio de una historia post–Hades. Comienzo con June e iré reuniendo a los demás bronces y otros personajes. Si bien lo escribo para relajarme entre días estresantes, si les gustó, me encantaría saberlo.
Por cierto, la canción al final es Dissolve Girl de Massive Attack (muy recomendable).
SAINT SEIYA PRIMORDIAL. LOS DÍAS PERDIDOS
Como cada 243 años Atenea se enfrentó al señor de la muerte por el futuro de la Tierra. Pero entre batallas y sacrificios, no todo se trató de los grandes héroes. Pocos imaginan que también las pequeñas historias de guerreros errantes al final dieron forma al futuro.
I. Vagabundo
Este dolor algún día te será útil
Ovidio
Desde que perdió su hogar, la protegida de la constelación del Camaleón vio pasar con lentitud los días. Había perdido la fe cuando aquella revuelta interna costó la vida a su maestro, Albiore de Cefeo. Y aun cuando los caballeros de bronce habían logrado vencer y reestablecer la paz, parecía no ser suficiente; ser un santo carecía de significado.
Al ser convocados en la guerra contra Hades, aquellos cuyo poder era insuficiente o su voluntad titubeaba, como era su caso, fueron enviados a contrarrestar amenazas lejanas, mientras los grandes guerreros entraron al inframundo a salvarlos.
En el Santuario se decía que esa batalla los había cambiado. Se murmuraba que Seiya y los demás habían visto horrores en aquel lugar, regresando con fuerzas disminuidas y un herido de gravedad. La orden esperó que volvieran a Grecia a tomar las armaduras de oro, mas luego de un año aún no lo hacían. Por su parte, Atenea permanecía en Oriente.
Sin embargo, con o sin ellos las cosas no se detenían, los que quedaban se mantenían dispersos en misiones respondiendo a los conflictos que surgían cada día desde el final de la batalla.
June misma quiso ir a Oriente cuando supo de su regreso. Deseaba ver a Shun, lo último que tenía en el mundo. No obstante, hacerlo significaba también volver a una lealtad fracturada. Por lo que pospuso esa visita y la respuesta a los llamados desde Grecia, hasta que uno llegó bajo un nombre más que conocido: Marin la necesitaba.
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Camaleón era consciente de que no evadiría su deber por siempre, así que regresó al Santuario. No era como lo conoció. Aun tras la victoria, había en el aire un sentimiento de derrota y abandono; Shaina y Marin se ocupaban de los pocos aprendices, mas sin un líder y una élite, la orden parecía morir.
En aquel lugar June encontró a Marin de Águila ya esperándola.
–Tardaste menos de lo que esperaba, Camaleón de bronce –la santa de plata conservaba una voz llena de autoridad incluso en los peores tiempos.
–Yo… lo lamento tanto, Marin. No pude ofrecer la clase de obediencia ciega que se necesita en una amazona... –cerró los ojos avergonzada.
Marin negó moviendo la cabeza.
–No eres la primera ni serás la última en dudar, esta es una vida dura. Estás aquí y no puedes actuar cual nómada. Tienes talento y no olvides que te entrenó un santo honorable como pocos. Atenea aún nos necesita, puedes alejarte del Santuario mas no renunciar. Sí, tu isla fue una baja en la guerra, en eso tampoco eres única, todos hemos sufrido pérdidas.
June la vio llena de pesar. El águila avanzó entre las ruinas sin prestar atención a su pena.
–Tengo una misión para ti. Veo que dejaste tu máscara mientras tomabas una decisión. Está bien, tendrás la ventaja de poder ir a lugares donde Shaina o yo no.
–Mmm, ¿de qué se trata esta vez? ¿A quién buscaré?
–A las discípulas de Hestia. Luego de la guerra santa amenazaron con cortar lazos, situación que el Santuario no desea. Ya que confían más en las mujeres, iremos a sus altares principales llevando un favor de Atenea. Tú irás al que está aquí, en Grecia.
–¿Sola? No, espera, he estado fuera de esto mucho tiempo, ¿a dónde irán ustedes?
–Yo iré a Asia y Shaina a África, estrictamente a Cartago.
– ¿Qué? ¿Usan los nombres antiguos? –Camaleón se mostró sorprendida.
–Ellas sí.
–Vaya, es cercano a donde nací. Si me permites ir yo…–June dudó, insegura de lo que estaba haciendo.
–No. Son las órdenes que recibimos –Marin se detuvo y suavizó su tono–. Escucha, todo estará bien, encontrarás tu camino. Todos nosotros lo haremos en algún momento. Por ahora, somos sólo humanos viviendo las consecuencias de conflictos que nos superan.
June se quedó boquiabierta.
–Sé que las palabras no sirven de mucho, pero… lamento que no volvieran, que no regresara… –la rubia titubeó al terminar de decirlo, el recuerdo era todavía una herida fresca.
–Siempre fue una posibilidad. Era su deber, así como el mío es permanecer. Y el tuyo es seguirme –Marin guardó silencio un instante, temiendo que su voz se quebrara–. Dime, ¿conoces los refugios de Hestia?
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June nunca había estado en lo que otras órdenes llamaban un refugio. Según las palabras de Marin, se trataba de territorio neutral, ajeno a todo conflicto y que jamás sería atacado. Donde, sin importar el dios que les protegiera, podían recuperarse de sus heridas bajo el manto de la Diosa del Hogar. Era un lugar propio de las historias que Albiore les contaba sobre el mitológico comienzo de las órdenes; una vieja posada junto al mar, llena de santos heridos, reunidos en grupos pequeños y sin hablar unos con otros, cubriendo las cajas de sus armaduras.
Con que era cierto, había más órdenes y eran diferentes a lo que conocía, desde su aspecto o la manera de hablar, incluso sus gestos permitían distinguirlos. Algunos lucían igual que griegos comunes, mientras que otros aún portaban sus ropas de siglos atrás.
La amazona avanzó por la entrada cargando la caja de su armadura, bien cubierta para no delatar su origen. Por la misma razón tomó la precaución de no usar su máscara. Vestía para no llamar la atención, botas, pantalón oscuro, camisa blanca y su cabello sujeto en un rojo lienzo etíope. Apenas podía disimular su sorpresa ante tal recinto; a su propia forma era maravilloso presenciar aquello: la gran familia de guerreros destinada a matarse.
Una ninfa morena digna de la Grecia clásica, la vio y fue corriendo hacia ella, sin duda se trataba de una de las Hermanas de Hestia. Sin pudor alguno se acercó y sujetó la cara de Camaleón con dulzura.
–Siempre quise ver el rostro de una santa de Atenea –miró la cara de June desde varios ángulos–. Soy Olimpia, fui enviada para vos.
–Traje lo prometido por mi Diosa –June trató de mantener la formalidad y se puso de rodillas, ofreciendo el cofre que le había sido encomendado.
–¿Venís de su Santuario? ¿Dónde nacisteis? Vuestro acento es extraño y sois alta –aquella mujer hablaba demasiado rápido al recibir aquel presente y parecía emocionada de tenerla ahí.
–Yo… yo nací en la Isla de Andrómeda, en Etiopía –a Camaleón aún le desagradaba hablar de sí misma.
–Oh, la sangre de Perseo y la princesa –la mujer sonrió tierna–, ¿es cierto que no quedáis muchos?
–Sí –la amazona volteó el rostro.
–Es una pena –la ninfa sujetó ahora con curiosidad el rubio cabello de su visitante, que la vio incómoda–. Disculpa mi emoción, pero sabed que las órdenes de mujeres cada vez nos visitan menos. Se quedan en el Viejo Mundo, y nosotras… siempre solas en esta antigua tradición… –se inclinó hacia la guerrera hasta tomar sus manos–. Prometed que os quedareis un tiempo. No en vano hace mucho se decía que donde esté mi diosa es el único hogar verdadero.
Con que esa era la razón por la que Atenea les enviaba mensajes y compañía. No obstante, para June fue remover un deseo profundo.
–Si eso es cierto, juro que lo haré –por primera vez en mucho tiempo, la rubia dio una respuesta con total seguridad.
–Bien, las bondades de La Doncella se extienden cada santo –Olimpia fue clara–. Y las reglas son sencillas: no podéis revelar a qué orden pertenecéis, no podéis portar armadura, y sobre todo, no podéis derramar sangre.
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Así pasaron los días en aquel oasis. June dejó de llevar consigo la caja de su armadura, y se entregó a la sensación de tranquilidad observando a la llamada Hermandad realizar las labores propias del lugar y los aprendices correr alrededor de ellas. Todos ahí eran inocentes como sólo puede serlo quien no ha visto batallas, Camaleón creía que tenían la misma mirada pura que Shun: los ojos con los que en ocasiones todavía soñaba.
Cada mañana, aunque le era inevitable una punzada de dolor por el recuerdo de su isla, se permitió jugar, reír y bromear con ellos.
Y sabía que no era la única para quien aquello tenía un significado. Notó que alguien los veía fijamente: un santo joven con una cicatriz cruzando su frente y una mirada tan agresiva como azul. Él sanaba sus heridas en silencio, observando desde la distancia, como si quisiera apropiarse de aquella clase de alegría.
Por la tarde, los pequeños aprendices jugaban y las doncellas preparaban los alimentos; June y aquel joven caballero por un segundo cruzaron miradas de mutua desconfianza. Sin embargo, ella ya no era de los que esperan quietos a que las cosas sucedan.
–Por si no lo sabes, dañarlos es un sacrilegio –la amazona comía una manzana mientras rodeaba a aquel santo, que descansaba bajo la sombra de un árbol–. Entiendo que su felicidad es contagiosa, aunque hay corazones tan oscuros que quisieran arrebatarla. Y para ellos siempre tengo lista mi arma.
Él esbozó una mueca parecida a una sonrisa y volteó a verla de un modo que años atrás le habría helado la sangre.
–No seré yo quien rompa el tabú y tú, rubia, no serías suficiente para detenerme si quisiera hacerlo.
June se esforzó por mantener la compostura y vio al fondo de aquellos ojos furiosos. Pero no encontró maldad, sólo otra alma herida. Prefirió no darle más importancia; cada uno enfrentaría sus demonios a su estilo.
Se alejó de él para ayudar a las doncellas a colocar la gran mesa donde comerían los visitantes y dejó pasar una tarde más en la soleada Grecia.
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El llamado de auxilio de un cosmos despertó al alba a Camaleón, quien a prisa tomó su látigo y corrió hacia la playa sin siquiera portar armadura. Para encontrar a Olimpia sollozando y bajo ataque.
June llegó justo a tiempo para proteger a los aprendices, deteniendo el embate con su látigo; en el mismo instante en que el joven santo llegaba a escudarlos del enemigo.
–No sabéis lo que hacéis, atentar contra este santuario y su hospitalidad es una profanación –la ninfa sujetaba entre su manto a uno de los aprendices que lloraba.
–Es momento de que la orden del fuego sagrado deje de acobardarse y otorgue a los guerreros lo que nos corresponde –era un hombre enorme que hablaba con un pesado acento y portaba una armadura de color rojizo que bajo el sol brillaba en el mismo tono que la sangre.
–No lo entendéis, hay cosas que no son sobre el poder sino sobre el hogar. Esto no vale vuestra vida, desistid, regresad al refugio y seréis perdonado. De lo contrario, vendrán por vos y los que protegen a mi Diosa no conocen la misericordia.
–En ese caso, encontrarán un sembradío de cadáveres, porque no me iré sin la flama de Hestia –amenazó aquel guerrero con una voz estruendosa, al lanzar un golpe cegador.
El joven santo, sin decir palabra se convirtió en un fénix de fuego. Los cosmos se enfrentaron en un centellante choque y las llamas crecieron hacia su enemigo. Pero pronto se apagaron, había algo mal: una atadura a un lugar lejano que lo reclamaba para sí.
June lo vio menguar frente a ella y con su látigo detuvo a su oponente hasta proyectarlo contra la arena.
–¡No intervengas, rubia! ¡No es un enemigo digno!
–No seas idiota, apenas puedes usar tu cosmos. En ese estado acabarás muerto así se trate de un principiante que venía contra mujeres y niños.
–No sería la primera vez –bufó al tiempo que se lanzaba de frente a su adversario– no necesito de ti.
La amazona no soltó al hombre de armadura roja y presenció fascinada un choque magnífico entre los dos poderes. Debía admitir que, a diferencia de Shun, ella era capaz de encontrar cierto placer en la batalla; como si el mundo fuera insignificante ante el brillo de un cosmos emulando al sol.
June vio al joven santo atacar y convertir a su contrincante en cenizas con un golpe de su puño. Mas la onda resultante en el impacto lo arrojó con violencia al mar.
Olimpia al verlo cayó desmayada y los aprendices la llevaron hacia el recinto. June se detuvo un segundo. Si era verdad que por siglos nunca habían atacado a aquellas mujeres, romper el tabú significaba que había algo más grande gestándose, de lo cual debía dar aviso al Santuario.
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Tampoco podía abandonar al joven santo cuya presencia se desvanecía. June supo que, aún con su aspecto severo, su situación era grave y no lograría salir solo. Dudó por un instante. Ir por él era exacto la idea del sacrificio de la que buscaba alejarse; el preservar la violencia de otros en un mundo que no tendría piedad por los que ella amara.
Tenía la opción de no involucrarse, sólo irse y dejarlo a su suerte. Para su desgracia, la sangre era más pesada que cualquier deseo de libertad y la hizo lanzarse al agua. Después de todo, Albiore se había sacrificado para que pudiera escapar; y a su vez había transmitido ese mismo espíritu, a ella, a Shun… Su legado no era únicamente ser santos, sino ser de los que, pese a la fuerza en su interior, reservaban su vida para los otros.
Y entonces sucedió lo que había pedido cada noche en sus plegarias: le otorgaron un rumbo. En el agua, su cuerpo fue invadido por una sensación desconocida. Apenas pudo controlar sus movimientos para ir por el joven caballero y sujetarlo. Sus ojos veían lo que alguien más le mostraba, rápidas imágenes de batallas y lugares ajenos; una guerrera creando fuego con sus manos para abrirle paso a ella y a otros caballeros de bronce, una gran guerra, Atenea herida, un ejército por doquier tratando de derribarlos. Encontró un único rostro conocido: Shun devastado, hundiéndose en oscuridad, intentó seguirlo sin éxito, pues contempló su propia muerte a manos de una mirada maligna. En un parpadeo todo cesó.
¿Era aquello el futuro?
Seguía bajo el agua sujetando a aquel forastero inconsciente e impulsándose hacia la superficie. Entendió que era momento de enfrentarse al pasado e ir hacia adelante, hacia la reconstrucción. Si ese era su destino estaba dispuesta a afrontarlo a la manera de su gente. Honraría en verdad a su maestro no dejando que Andrómeda muriera con él; el linaje no había terminado, le correspondía a ella mantenerlo, siempre con la frente en alto, siempre contra la corriente.
Que hicieran polvo su cuerpo o consumaran su existencia. Que así fuera. Pero no sin pelear: su sacrificio tendría un propósito. Volvería con su orden e iría a Japón, donde estaba la única persona capaz de interpretar lo que acababa de ver.
Shame, such a shame
I think I kind of lost myself again
Day, yesterday
Really should be leaving but I stay
Say, say my name
I need a little love to ease the pain
I need a little love to ease the pain
It's easy to remember when it came
Naturalmente, no sería tan fácil. Sus enemigos ya esperaban por ella.
