Una mañana húmeda. Me levanto con un el rostro empapado. Voy camino al jardín; veo hacia donde comienzan los árboles -que son pocos- esperando ver algún animal silvestre; pero no se ve con claridad por la niebla. Miro a todos lados y la niebla está presente, ya no sé qué espero ver; solo sé que no tengo miedo. Observo mi mano y la cicatriz en ella

"Veo la niebla,

Veo mi corazón,

¿dónde suena el canto del ave de la lluvia?"

Estamos en el distrito setenta, un lugar muy tranquilo, rustico. Un sitio donde se puede decir que "no pasa mucho". No tengo cuenta de cuánto tiempo llevo viviendo aquí, no recuerdo mucho a mis padres. Kukaku me cuenta de ellos. Antes solía visitarme para hacerme compañía y contarme de ellos pero a medida que fue envejeciendo yo me he vuelto el visitante.

Regreso a la cama, solo a sentarme en la orilla.

— Ven a acostarte un rato más, hace un poco de frio— me dice mientras pone su mano en mi hombro, una mano pequeña y con un aroma peculiar, como toda su piel, huele como la canela con un poco de dulce.

—Dentro de poco me debo ir, ven conmigo.

Se levanta, veo su cuerpo tan pequeño y delicado como si fuera de vidrio. Una espalda y unos pies tan pequeños de vidrio. Su cabello negro que le llega mitad de la espalda, Toma su uniforme, y le ayudo a ponerse el cinto que se amarra sobre la cintura. Me gusta sentir su piel sobre la tela. Su olor siempre me provoca ansias, mis brazos le toman por detrás y presionan su pecho, mi palpitar se acelera.

Se ha ido, la niebla se dispersa, la luz aparece plena. Debo ir a la mina.