A Petunia realmente le gustaba el cabello de Giggles. El cepillarle diariamente, el aspirar su aroma a limones frescos. No como el suyo, que olía a desinfectante de auto y rosas secas. No era la gran cosa comparado con el de Giggles. Todas las mañanas se despertaba y bajaba al primer piso de la casa que compartía con la muchacha, quien era mas energética que Petunia, y por lo mismo le gustaba correr y saltar, hasta que la voz de la florista la sacaba de sus pensamientos y volvía en sí. Sentándose sobre el cojín que Petunia recientemente había lanzado al suelo y allí las caricias volvían. Petunia lo hacía con cuidado, procurando no ir a lastimar a la joven quien, mientras estos actos eran realizados, le contaba anécdotas que en días anteriores había vivido.
Ese día estaba lloviendo, y a la florista le encantaba ver la lluvia estrallandose contra el gran ventanal de la sala. Finalmente terminó su tarea y el cabello de Giggles quedaba radiante, hermoso, casi de una forma mística, o al menos así lo veía Petunia, quien le sonreía a la joven y tomaba ciertos mechones de su cabello para luego olerlos. El olor a limón era permanente, y eso le fascinaba.
