Prólogo.
Obi-Wan Kenobi nunca se había sentido tan desdichado. El dolor en el pecho era intolerable y las incontables gotas que rebosaban sus mejillas representaban lo cruel y deplorable que significó el fracaso. Porque él había fracasado, y nunca se lo perdonaría. Él había decidido entrenarlo, aún así cuando el Consejo se encontró en desacuerdo. No se había puesto firme, y el chico había desobedecido cuantas órdenes estaban a su alcance. Pero lo más severo e insensato fue dejarle entablar su romance con la senadora Padmé Amidala. Porque él lo supo desde el principio. Podía notar cómo su antiguo aprendiz se tensaba ante la mención de su nombre. A veces lo encontraba en la biblioteca del Templo, fingiendo despreocupación, leyendo todo lo que pudiera saber de Naboo. Y las incontables noches que Anakin se esfumaba del Templo ante cualquier excusa, pero él ya sabía a donde se escapaba. Anakin… Obi-Wan nunca se había sentido tan perdido en su vida… y fracasado. Esa palabra le tenía repleto, y no hacía más que echarse la culpa por los incontables crímenes que Anakin había protagonizado. Porque todo había sido culpa suya, y nada podía hacer para remediarlo. "Nunca hay segundas oportunidades", dijo una vez el difunto Maestro Windu. Suspiró y ladeó su cabeza, fijando su vista en la conversación que tenía Yoda y el senador Organa, pero no le interesaba escuchar, solo quería lamentarse, aunque sabía que eso serviría nada.
Padmé Amidala se encontraba en su apartamento, en uno de los edificios más importantes de Coruscant, mirando como ardía el Templo Jedi. Ya las llamas habían empezado a disiparse, gracias al cuerpo de bomberos que trabajaba raudamente.
Sus ojos estaban al borde del llanto, y sus pequeñas manos sostenían inútilmente su vientre, pero la senadora no se percataba del dolor.
— Lo siento mucho, Padmé. — le había dicho Obi-Wan luego de mostrarle el holograma que desquebrajó su alma. La imagen exhibía a su esposo, Anakin, su Anakin, arrodillándose ante quien alguna vez fue Palpatine, ante quien alguna vez fue el defensor de la democracia, ante quien había sido casi un padre para ella. Padmé no había hecho más que romperse al ver aquella horrible imagen, y sus manos abrazaron su cuerpo, sintiéndose fría y solitaria. Recordaba cómo temblaba compulsivamente y de pronto la cabeza pesó más que todo su cuerpo y cayó entumecida en el frío piso de su alcoba. Todavía se encontraba consciente y sin embargo no veía ni escuchaba nada, porque tal vez no quería ver ni escuchar nada. Anakin, amor mío ¿por qué nos has hecho esto? Anakin…Y sus pensamientos continuaron divagando en su mente, hasta que pudo percibir el por qué de la visita de Obi-Wan. Abrió los ojos con brusquedad y luchó por incorporarse rápidamente. El jedi la había recostado sobre uno de sus sillones sin que ella lo hubiese notado, y se encontraba mirándola con las cejas levemente alzadas.
— Tú… No…
— Respira, Padmé.
Padmé luchó para que sus labios no emitieran un balbuceo, y conteniendo las lágrimas que amenazan con agolpar en un llanto, pronunció las palabras que la destruirían apenas un soplo.
— Irás a matarlo. — No era una pegunta, ella se la había cuestionado hace dos segundos, y no necesitó más tiempo para descifrar la respuesta.
Al no obtener réplica, Padmé miró al jedi con incredulidad. La habitación estaba sumida en un silencio imperturbable, pero la cobardía no era uno de los defectos de Obi-Wan, él podría decírselo sutilmente.
— Anakin es el padre ¿Verdad? — Padmé no contestó, pero tampoco Obi-Wan esperaba respuesta. Ladeó la cabeza a un lado, y le pidió a la Fuerza que le ayudara a proseguir. — Lo siento mucho. No tengo opción.
Y desapareció en la espesa negrura del cielo de Coruscant.
El pequeño droide astromecánico esperaba inquieto la llegada de su dueño, cuando una ola de lava se levantó imponente en su costado izquierdo, sobresaltándolo. Lanzó una seguidilla de pitidos ensordecedores, sin parar de dar vueltas sobre sí mismo.
Una sombra negra cobró vida desde lo más profundo del refugio, acercándose a grandes zancadas. La voluminosa capa negra hondeaba al son del viento, y la ensombrecida figura que la cargaba sonreía plácidamente, como si el asesinato de todos los miembros de la CSI no fuera otra cosa que un juego de niños.
Anakin Skywalker ni siquiera se detuvo a mirar al droide. Continuó con su paso vigoroso, y en su desenvoltura demostraba un garbo destilatorio de presencia. Ninguno que lo haya visto con anterioridad podía compararlo con quien alguna vez había sido el Jedi más poderoso de la historia; ahora resultaba mucho más fornido, indefectible e indudablemente extasiado por el lado Oscuro.
Él sabía que no era suficiente. Quería mucho más que esto, quería poder salvar a Padmé de la muerte que se le avecinaba y para ello, tal como Sidious había prometido, debía vincularse con el Lado Oscuro a tal punto de atiborrarse de ira, tristeza y odio. Él no estaba ajeno de todo lo que aquello significaba. Se había enfrentado con la ira y el miedo en cuantiosas ocasiones, y recién ahora podía darse cuenta del daño que habrían infligido sus deslices en la Fuerza. El chico era el hombre más poderoso de toda la galaxia, y él estaba bien enterado de ello. Sabía que era el Elegido, que los Jedi deberían estar temblando solo con la mención de su nombre, que era una amenaza para cualquier ser que se interponga en su camino, y que su camino era el que le llevaría a dominar toda la galaxia.
El cielo de Coruscant estaba tan apacible como solía serlo cada noche, tan tranquilo como al contrario solía estarlo por los días, con el constante ir y venir de las naves. Pero para Padmé Amidala aquel día seguía siendo tan molesto y enervante como siempre. Se encontraba sentada en su sillón, mirando a lo que podrían confundirse con estrellas, pero que en realidad eran las últimas naves que adornaban el cielo del planeta central, y cuyos dueños disfrutarían en no más de pocos minutos de una noche cálida y tranquila, algo de lo que ella no podría regocijarse.
Padmé, corrompida por el dolor, carente de lágrimas que sollozar, miraba perdidamente el cielo de una noche sin estrellas, buscando desesperadamente una nave en particular, aquella que hace más de dos horas esperaba. Pensaba intranquilamente en aquel holograma que había visto hace unas horas; ella no sabía mucho, por no decir nada, sobre el conflicto que se disputaban los sith y los jedi hace siglos, pero sabía que se avecinaban malos tiempos para la República y lo que era aún peor, para su Anakin. Su mente divagó sobre aquellos tiempos en los que ambos disfrutaban del sol poniente de Naboo, frente a los lagos y las cataratas. Cómo ha cambiado todo, pensó. Se permitió proyectar las imágenes de su boda, y cómo Anakin se le había declarado. Sonrió débilmente, ella no había sido lo suficientemente valiente para confesar sus sentimientos. Todo había pasado fugazmente, y recordaba con añoranza aquellos días en que ambos se habían desprendido de sus obligaciones como jedi y senadora, y entregado con tanta devoción al destino que los unía. Ella lo comprendía perfectamente: Anakin era parte de ella y no podía hacer nada para impedirlo. Estaba atada desde la esencia de su alma a su esposo, y cada parte que la componía, cada latido de su corazón, cada lágrima, cada risa, cada paso que daba, todo le pertenecía.
Ladeó la cabeza dubitativa, ¿sería capaz de perdonarle todas las atrocidades que había cometido?
No tuvo tiempo de meditarlo. C3PO caminaba torpemente hasta su lado, pareciendo algo exaltado, aunque siempre lo parecía, pensó Padmé.
— Mi Señora, un caza Jedi ha aterrizado reciente… — Pero C3PO no pudo ni siquiera terminar la frase, tampoco procesar lo que había ocurrido, porque la senadora se precipitó fuera del apartamento, sin siquiera fijarse en quién estuviera observando, y ganándose un lugar en los fornidos brazos de su esposo.
— Oh, Anakin, te he echado tanto de menos… — dijo Padmé mientras se apoyaba sollozando en el pecho de su esposo.
Anakin no dijo nada, ni tampoco necesitó decirlo. Respiró profundamente el aroma del cabello de su esposa, embriagándose con él. Recorrió con sus manos su pequeña espalda, satisfaciéndose con el calor que desprendía, hasta que reconoció que su amada temblaba.
— ¿Qué ocurre? ¿Quién te ha hecho daño?
— Nadie más que tú, amor mío. — Padmé levantó su mirada y la clavó a la de su esposo, podía percibir su desentendimiento. — Obi-Wan ha estado aquí y me mostró cosas terribles de ti. — Anakin no pareció perturbarse. — Vi un holograma, estabas junto al Canciller, ambos planeaban la emboscada al Tempo. Y luego matabas niños y… — Padmé se derrumbó en los brazos de su esposo.
— Amor mío, vida mía, no hay nada que importe más para mí que tu y nuestro hijo. — dijo Anakin, elevando el rostro de su esposa al suyo y depositando un beso en su mejilla. — Los Jedi traicionaron a la República, el precio que tuvieron que pagar es el correcto.
— ¡Los Jedi son tu familia! — sentenció Padmé.
— Mi lealtad está con la República, el Consejo nunca se dispuso a escucharme, nunca hubieran aprobado nuestro amor. Esos viejos nunca habrían aprobado la decisión que nos concierne, seguramente me habrían echado de la Orden. He acabado con ellos, con todos y cada uno, y ya no podrán molestarnos.
— ¿Y qué hay de Obi-Wan?
— Espero que continúe fiel a la República.
— ¿Qué pasará si no…?
— No lo sé. — le cortó Anakin. — Pero ya no soy más un jedi. Me he convertido en algo mucho más poderoso de lo que algún Jedi pudiera soñar. Alguien capaz de salvarte.
— ¿Salvarme de qué, Annie?
— De mis pesadillas. Y pronto, cuando tenga ese poder en mis manos, derrocaré al Canciller, y juntos dominaremos la galaxia.
Padmé no daba crédito a sus ojos, ni a sus oídos, ni a la escena de la que era partícipe, ni a los patéticos comentarios que RD y C3PO estarían intercambiando. Dio dos pasos hacia atrás, y se paró en seco. Se había olvidado de respirar, tal vez de sentir, tal vez de quién era, tal vez de quien era el hombre que se paraba en frente de ella presumiendo que se trataba de su Anakin. ¿Podría ser aquel hombre ese alguien de quien estaba irrevocablemente enamorada? ¿Podría ser el hombre por el que había llorado incontables noches, a la luz de la oscuridad, rogando vehementemente a la guerra que se lo devolviera? ¿Podría ser él su esposo, padre de su hijo y la razón de su existir? Las preguntas llegaron tan rápido como las respuestas, y su vida adquirió un sentido repleto de soledad, tan vacío como lo había estado antes de que Anakin entrara en su vida. Ahora, ser la esposa de Anakin Skywalker, no significaba como antaño solía ser "Estoy viva".
La antaño Reina Amidala de Naboo nunca hubiera sopesado la oportunidad de haberse sentido tan agarrotada, pero las cosas eran muy diferentes para Padmé Neberrie. Una pregunta cruzó su entumecida puesta de semblante, sacándola de sus cavilaciones, volviendo a ella en sí. Confiaba inexorablemente en Anakin, lo amaba con todo su ser, ¿pero podría ser cómplice de todas aquellas muertes, todos aquellos crímenes, que según le confesaba, los había ejecutado por ella? Padmé huyó de su atípico entumecimiento y enfrentó a su esposo, que refulgía en una centelleante sonrisa.
— Anakin, has cambiado. — musitó. Y todo rastro de felicidad se esfumó del rostro del joven tan pronto como hubo escuchado esas dos palabras.
No solo le parecía inconcebible, sino también ingrato ¿Acaso lo subestimaba? Si tendría que cargar a Padmé sobre su hombro para obligarla a gobernar con él, lo haría. No se trataba de una actitud egoísta, sino de lo que creía mejor para ambos, mejor para su hijo.
— ¿Qué quieres decir? — masculló Anakin.
— Anakin… no puedo tomar ese camino, por favor, olvídate de esto. Ven conmigo, alejémonos de las guerras, la política, y solamente ocupémonos de lo que en verdad importa, nuestro hijo. Por favor, Annie, por favor. — la senadora se encontraba tan débil, suplicando casi a rodillas que su esposo le correspondiera. Pero a medida que pasaban los segundos esa esperanza caía, se desvanecía como hielo al fuego, se desprendía como la gota que avanzó sobre su mejilla izquierda, y se suspendió en el aire, rompiendo suavemente contra el suelo.
— Anakin… Tú… — sollozó la senadora, incapaz de emitir coherencias, de pensar con claridad. Pero sabía que esa neblina debía disiparse, debía hacer frente a esto, como se había ocupado antaño de asuntos tan terribles. Pero este los sobrepasaba, le taladraba el alma, le corroía por dentro, y la dejaba tan expuesta al sufrimiento que casi era imposible evitarlo. Casi. — ¿… prefieres el poder antes que a nosotros?
Anakin pareció meditarlo un momento. Fijó su vista en su esposa, que derramaba corrientes de lágrimas, pero él permaneció inmutable. ¿Es que nadie lo comprendía? Había hecho todo esto por ella… ¿¡y éste era el modo en que le pagaba! Cada lágrima, cada palabra que le dirigía, todo se lo había ganado con sangre inocente. Y nunca se arrepentiría de ello. Porque siempre tendría a Padmé, y si ella no se mostraba de acuerdo, usaría la fuerza. Porque Padmé era suya, y no dejaría que nadie ni nada se interponga. Ya no.
Anakin levantó a su esposa y la acunó en sus brazos. La llevó consigo a una de las naves de Naboo y se preparó para despegar.
— ¿A dónde vamos? — preguntó la senadora con un hilo de voz.
— Estás a punto de dar a la luz, Padmé.
Y fue justo en ese momento que Padmé se percató del dolor que sentía. Ladeó la cabeza a un lado, a modo de que Anakin no pudiera verla, y enterró su rostro en su asiento, lanzando leves gemidos y palideciendo por cada mueca de dolor.
El comunicador de Anakin lanzó tres leves pitidos, esperando ser contestado. El joven no tardó en hacerlo, y se alejó del hospital a un lugar más alejado, así evitaba inconvenientes.
— Maestro. — dijo Anakin.
— Hijo, ¿dónde estás? No he sabido nada de ti desde Mustafar, ¿cómo te encuentras?
— Bien, maestro. — Darth Sidious no pareció satisfecho, y lanzó un bufido.
— Ven a mi despacho, Vader. Hablaremos de nuestro progreso .
— Lo siento, maestro. Padmé está a punto de parir. — confesó con desaire.
— Hablaremos de ella ahora, Vader. Ven, es una orden. — y por su tono de voz, Anakin supo que no había más reproche que hacer, la discusión había finalizado.
Obi-Wan había estado en el apartamento de Padmé, y se había escondido en una de sus naves con tal de escuchar la conversación que llevaba con Anakin. Hizo un llamamiento a la Fuerza con tal de esconder su presencia, y lanzó un suspiro aliviado cuando Anakin tomó otras de las naves de la senadora. Había contemplado la situación exhalando tristeza, pero se recompuso al saber que sus lágrimas podían delatarlo. Cuando Anakin despegó, Obi-Wan supo de antemano que debía actuar rápido. Se puso al volante, y lanzando un suspiro de fastidio, a Obi-Wan nunca le gustó volar, emprendió su persecución. El maestro Jedi sabía dos cosas: una, Anakin se había convertido en un Jedi oscuro, incapaz de repeler a su ansia de poder, y capaz de preferirlo antes que a su esposa; dos, su hijo no debía caer en sus manos, era su obligación como Jedi no permitir que recibiera enseñanzas oscuras.
El Jedi exhaló, no pretendía pelearse con Anakin, todavía le quería, pero sabía que su deber era acabar con ellos para asegurar el bien de la República. Yoda se había enfrentado a Sidious sin éxito, y le había dicho, más bien obligado, que para asegurar la existencia de la Orden debía enfrentarse a Vader.
Cuando Obi-Wan llegó al hospital pudo percatarse por la Fuerza que Anakin se había esfumado. Entró sigilosamente, encubierto por la capucha de su capa, así nadie podía discernir al Jedi que se encontraba dentro. Subió dentro de un ascensor y se sumió a la Fuerza, esperando que le guiara. Finalmente Ésta correspondió, y pronto se vio ante la puerta que lo separaba de la senadora. Cuando se dispuso a abrir la puerta, un droide lo interceptó y le pidió por favor que no prosiguiera.
— Necesito ver que tal está mi hija. — le dijo al droide que lo había interrumpido. Y éste asintió, dándole la espalda y esfumándose por uno de los pasillos.
Presionó un botón y la puerta se abrió automáticamente. Padmé yacía sobre una cama mientras droides cirujanos trabajaban sobre ella. Tenía los ojos puestos en el techo, pero parecía mirar más allá de él, perdiéndose en una fantasía tan distante de la realidad que le escocía. Obi-Wan se adelantó hasta quedar apenas centímetros de la senadora y la sacó de su ensoñación tomándole la mano.
— ¿Cómo te encuentras? — le preguntó Obi-Wan sin saber en qué otra cosa le podía subvenir.
— Yo creo que es un niño, pero Anakin siempre pensó que iba a ser niña.
El droide cirujano apareció entonces de la nada, trayendo consigo un pequeño tumulto de mantas, dentro del cual un bebé yacía solemnemente apaciguado.
— Es un niño. — advirtió Obi-Wan.
— Luke… — profirió Padmé.
Un droide se adelantó después del otro, trayendo consigo el mismo tumulto de mantas, con un niño tan tranquilo y solemne como el anterior.
— Es niña. — dijo el droide.
— Se llamará… Leia. — y Padmé sonrió, sintiéndose feliz por apenas cinco segundos, hasta que pudo acordarse de quién había predicho que su hijo iba a ser niña.
— Anakin…
— Anakin no está, Padmé.
— Oh. — fue todo lo que pudo articular, y nuevamente su mirada se tornó lejana, sumiéndose en las negras espesuras que envolvían su alma.
— Debemos irnos de aquí, Anakin se ha vuelto peligroso y nada puede hacerse para repararlo. — Padmé miró a Obi-Wan con ojos desorbitados, y por un momento pudo percibir la mirada de una mujer desdichada, presa del dolor de un corazón roto.
— ¿Y mis bebés?
— Los llevaremos a un lugar seguro, junto contigo.
— Anakin…
Obi-Wan suspiró y se dispuso a hablar con el droide de cosas que Padmé prefirió no escuchar. Acarició a Luke con su mano izquierda, mientras con la otra sostenía el regalo que le había hecho Anakin cuando apenas era niño, un japor tallado por él mismo. Padmé divagó por los interminables sitios de su mente, dejando a su inconciente actuar por si mismo, embelesándose con cada escena que trascendían sus ojos, depositando en cada una la poca vida que le quedaba.
Los escáneres resonaron en miles de pitidos ensordecedores, alarmando el desvanecimiento de una vida. Los droides cirujanos se lanzaban quejidos unos a los otros, incomprendiendo la causa del desfallecimiento. Obi-Wan supo que no se trataba de algo físico, y se apresuró a darle a Padmé palabras de aliento.
— Hazlo por tus hijos, Padmé. Tal vez, tal vez podríamos salvarlo.
— ¿Sí? — logró articular Padmé en un susurro, y su sonrisa se tornó borrosa, Obi-Wan pestañaba por apartar las lágrimas. Ojalá pudiera mentirme a mi mismo, pensó. Y de pronto asintió, tratando de recuperar su compostura y de que otra vez sus lágrimas no lograran delatarle.
Pero Padmé no pareció tragarse sus palabras, o tal vez esa pequeña esperanza, que no lograba concebirla del todo, podría ser capaz de acallar sus temores. Aún así, Padmé lanzó un único suspiro, enterrando su rostro en una de las almohadas, incapaz de sobrellevar el destino por primera vez en su vida.
