SEDUCCIÓN
Blaine Anderson había planeado una estrategia muy especial para conquistar a Kurt. Primero, tenía que conseguir llamar su atención. Pero eso era fácil: Blaine era muy atractivo y Kurt tenía que hacer esfuerzos para apartar los ojos de él. Segundo, tenía que hacer que se enamorara de él. Kurt se sentía intrigado por Blaine, pero había perdido un amor y no deseaba enamorarse de nuevo. Y, por último, tenía que pedirle que se casara con él. Blaine lo quería todo, y estaba decidido a perseguir y seducir a Kurt hasta que él lo aceptara.
Capítulo 1
Volver a casa era siempre una experiencia agradable, pensaba Kurt mientras el avión se preparaba para aterrizar en el aeropuerto de Nueva York. La ciudad ofrecía una magnífica panorámica, con los altos edificios, la famosa Estaua de la Libertad y el Empire State Building bañados por la brillante luz del sol, en contraste directo con el frío que había dejado atrás en Londres.
El Boeing se colocó frente a la pista y, unos minutos más tarde, rodaba por ella con un sordo ruido de motores.
Después de tomar su equipaje y pasar la aduana, Kurt se dirigió al vestíbulo de salida seguido por las miradas de la gente, algo a lo que estaba acostumbrado. Vestía un cómodo pantalón color verde que destacaba su alta y gracil figura, llevaba gafas de sol y su cabello castaño perfectamente moldeado. El resultado era una imagen discreta, pero muy atractiva, que no podía esconder su estatus de modelo internacional.
No había fotógrafos, ni la consabida limusina esperándolo al salir del aeropuerto porque no había informado a casi nadie de su llegada; necesitaba pasar unos días con su familia y amigos antes de volver a las pasarelas y a los compromisos de trabajo por todo el mundo.
Enseguida paró un taxi y, mientras se alejaban del aeropuerto, observaba los autobuses, los coches, los árboles que rodeaban las avenidas; podía ser cualquier ciudad del mundo, pensaba Kurt.
Pero Nueva York ya era su ciudad...
Kurt había nacido en Lima, Ohio. Su padre aún vivía ahí, aunque Kurt le había comprado un apartamento en Nueva York para poder tenerlo cerca cuando se daba un descanso como ahora.
Había sido un niño feliz en Lima, pensaba irónico, recordando los años que siguieron a la muerte de su madre. Un chico solitario, totalmente distinto al resto, que prefería los juegos de té a los cochecitos. Luego un adolescente abiertamente gay que era hostigado de todas las maneras habidas y por haber, acostumbrándose y soportando todo aquello en pos de sus ideas.
Cuando ingresó al club Glee, las cosas mejoraron un poco. El club de los inadaptados, de los perdedores, de los hostigados, de los "diferentes". Un lugar donde podía sentirse cómodo con él mismo a pesar de la lucha de egos y el fuerte enamoramiento que tuvo por Finn, líder vocal del coro y quarterback del equipo de americano, quien después se convirtió en su hermanastro cuando su padre tomó la decisión de casarse con Carole. Después apareció Karofsky, el gay reprimido que lo amenazó de muerte, y que lo obligó indirectamente a transferirse a la Academia Dalton, en la que había una política de no acoso y donde conoció a grandes amistades.
Sí, su vida no había sido fácil, pero cuando decidió estudiar en Nueva York, las cosas mejoraron enormemente. Su carrera como modelo, que había empezado como un capricho, había sido un éxito que sobrepasaba todos sus sueños. Tenía apartamentos en París, Roma, Londres y Nueva York, y era uno de los más solicitados por las mejores casas de moda del mundo.
—Cinco dólares.
La voz del taxista interrumpió sus pensamientos. —Quédese con el cambio —dijo él, sacando un billete de la cartera.
Kurt introdujo la tarjeta magnética que abría las puertas de cristal del elegante edificio de apartamentos y entró en el amplio vestíbulo.
—Me alegro de volver a verlo —dijo una joven en recepción, dándole unas llaves y un paquete de cartas.— El coche que ha alquilado está en el garage y los papeles están en la guantera.
—Gracias.
Kurt subió en el ascensor, desactivó el sistema de seguridad y entró en su apartamento.
El olor a la cera de los muebles se mezclaba con el aroma de flores frescas. Junto al sofá, en un pequeño jarrón, había un ramo de rosas con una nota de Carole: "Bienvenido a casa, cariño."
Había cinco mensajes en el contestador y Kurt pulsó el botón para escucharlos; uno de ellos era de su agente y los demás, de familia y amigos. También había varios e-mails, ninguno de los cuales era urgente. Todo podía esperar hasta que se diera una ducha y deshiciera la maleta.
En el apartamento, cuyos suelos de mármol italiano estaban cubiertos de alfombras, había un salón decorado con cómodos sofás de piel en tono claro, un comedor, una moderna cocina, dos habitaciones con cuarto de baño y un precioso mirador. Las cortinas eran de color marfil, a juego con las paredes enteladas en seda del mismo tono. El toque de color lo daban los cuadros que cubrían las paredes del apartamento y los grandes cojines de los sofás. Era un apartamento elegante, que demostraba el buen gusto de su propietario; un apartamento para vivir y no sólo un lugar bien decorado.
Tras una larga ducha que lo dejó relajado después de tantas horas de vuelo, eligió de su armario un pantalón color crema, una camisa de manga corta azul y botas McQueen. Echándose un último vistazo en el espejo, salió del apartamento.
En Nueva York había bastante tráfico, pero no la clase de atascos interminables que solía haber en las calles de Londres.
Inglaterra. El país en el que tres años antes se había comprometido con el famoso productor teatral Adam Crawford, que había muerto en un accidente unos meses después de haberse casado. Y la semana anterior había tenido que volver al cementerio para acudir al funeral de su suegra.
Aquellos recuerdos tristes no lo conducían a nada, pensaba mientras salía de su casa. Lo primero que tenía que hacer era ir al banco y comprar algo de comida en el supermercado más cercano.
Cuando entró en el banco, se encontró con una fila de clientes que esperaban ser atendidos.
El hombre que había delante de él se movió unos pasos y en ese momento notó el aroma de su colonia. Era un aroma exclusivo que despertó un repentino interés por el hombre que lo llevaba.
No era muy alto, de cabello rizado y oscuro, brazos fuertes y cuerpo bien definido bajo una camisa tipo polo de manga corta. Llevaba unos pantalones que marcaban su trasero perfecto. ¿Sería un contador, un abogado?, se preguntaba Kurt. Posiblemente, ni lo uno ni lo otro. Si lo fuera, llevaría un traje formal.
La fila empezó a avanzar con rapidez y Kurt se quedó mirándolo mientras se dirigía hacia una de las ventanillas.
Unos veintisiete años, aproximadamente de su misma edad, pensaba Kurt observando su perfil. Su rostro era perfecto, la mandíbula cuadrada, y sus ojos color miel enmarcados por unas espesas pestañas. Su forma de andar lo atraía. Ese hombre exudaba elegancia y buenas maneras.
Otra de las ventanillas quedó libre y Kurt se dirigió a ella. Mientras guardaba el dinero en la cartera se dio la vuelta y se chocó con el hombre.
—Perdone. —dijo rápidamente, sintiendo que lo sujetaba por el brazo.
Blaine dejó que su mirada resbalara por el cuerpo del castaño antes de mirarlo a los ojos. Había algo en él que le resultaba familiar. Tenía rasgos clásicos, una piel extremadamente clara y suave. Poseía unos ojos increíblemente bellos de un azul con algunas tonalidades en verde que nunca había visto; pero era su brillante cabello castaño lo que también lo fascinaba; lo llevaba salvajemente alborotado y se preguntaba cómo quedaría aquel color vibrante sobre su almohada. Sonrió discretamente.
Kurt se sintió turbado ante la mirada del hombre y tuvo que hacer un esfuerzo para aparentar tranquilidad.
Se encontraba con hombres atractivos prácticamente todos los días de su vida y nunca sentía nada especial. Que aquel hombre lo hubiera puesto tan nervioso no era más que simple química, pensaba, una de esas cosas que ocurrían algunas veces.
Pero reconocer el sentimiento era una cosa y sentir aquella turbación, otra muy diferente. No le gustaba y no deseaba sentirla.
Y él se había dado cuenta. Lo sabía por la sonrisa que curvaba aquellos labios sensuales y por cómo se habían oscurecido sus ojos miel. Él seguía sonriendo de forma enigmática mientras soltaba su brazo e inclinaba la cabeza ligeramente.
Kurt mantuvo una expresión de frialdad mientras guardaba la cartera. Después, se dirigió hacia la puerta. El misterioso hombre iba unos pasos delante de él y era difícil ignorar la gracia de aquel cuerpo; un cuerpo que parecía prometer placeres sensuales sin medida. Kurt se quedó turbado por aquellos pensamientos y lo achacó a una mala jugada de su cerebro agotado tras largas horas de viaje.
Lo primero que colocó en el carro cuando llegó al supermercado fue algo de fruta. Con tantos familiares y amigos que visitar, seguramente la única comida que haría en su apartamento sería el desayuno.
Su familia, recordó de pronto. Tenía que llamarlos por teléfono, pensaba mientras tomaba algunas botellas de leche, yogurt y algo de queso.
—¿Ningún capricho? —preguntó tras él una irónica, pero suave voz masculina, con un muy leve acento extranjero.
Kurt estaba acostumbrado a que los hombres se dirigieran a él constantemente y se volvió para contestar con amable frialdad, pero las palabras se quedaron en su garganta al reconocer al atractivo hombre del banco.
Tenía una boca fascinante, unos dientes blanquísimos y una sonrisa que hubiera vuelto loco a cualquiera. Y había algo en sus ojos miel-ambar que demostraba su sinceridad; tenía una mirada directa, casi analítica, que era más que turbadora.
¿Lo habría seguido?, se preguntaba. Echó una mirada sobre su carro y vio que él también había hecho algunas compras.
—Los cupcakes. —sonrió Kurt, intentando ser amable.— Tengo dos favoritos: chocolate y red velvet.
—Ah, el chico es goloso —dijo el moreno con una risa ronca que casi lo hizo perder el equilibrio. Al mirar las manos del castaño y ver una alianza, Blaine sintió algo parecido a la desilusión, pero no sabía por qué. A pesar de ello, no se desanimó. Estaba acostumbrado a arriesgarse en los negocios y en la vida.— ¿Ese anillo significa algo? —preguntó, rozando con un dedo la alianza.
—Si significa algo o no, no es asunto suyo —contestó Kurt apartando la mano.
Así que, además de atractivo, tenía temperamento, pensaba Blaine, preguntándose si también sería un hombre apasionado.
—¿No quieres decírmelo?
Kurt hubiera deseado marcharse, pero algo lo obligaba a quedarse.— Dame una razón para que lo haga.
—No me gusta jugar con lo que es propiedad de otro —dijo mirándolo a los ojos, sin asomo de timidez.
Kurt respiró profundamente mirándolo de arriba abajo.— Yo no soy propiedad de nadie —dijo con frialdad mirándolo a los ojos.— Y no estoy interesado en serlo, muchas gracias.
—Una pena —dijo el pelinegro.— Podría ser un descubrimiento fascinante —añadió con humor.— Para los dos.
—En tus sueños —sonrió Kurt irónico, alejándose.
Definitivamente el ángel es gay, pensó Blaine. No hizo ningún esfuerzo para detenerlo, aunque durante un segundo Kurt había sentido que había mirado en el fondo de su alma y conocido sus secretos para después apartarse, seguro de que podría conquistarlo.
Se estaba volviendo loco, se decía a sí mismo mientras guardaba los alimentos en la bolsa. Estaba cansado y nervioso; lo primero era debido a las largas horas de vuelo y lo segundo a aquel estúpido hombre.
Cuando volvió a su apartamento, guardó las cosas en el refrigerador y llamó a su familia por teléfono. Después llamó a Isabelle, su agente.
El trabajo había sido su salvación durante los últimos tres años. Había viajado por todo el mundo, mostrando las colecciones de los mejores diseñadores, pero, ¿durante cuánto tiempo seguiría siendo uno de los modelos más cotizados? Y lo más importante, ¿deseaba seguir siéndolo?
Había muchos chicos esperando, todos ellos deseosos de conseguir fama y fortuna, y los diseñadores siempre estaban buscando caras nuevas.
La moda era algo pasajero. La alta costura, un nido de ególatras rodeados de aduladores. Y, sin embargo, a pesar de la locura, las prisas, los tropiezos, Kurt encontraba placer en mostrar aquellos imaginativos y hermosos diseños y una gran satisfacción cuando lo que mostraba era algún trabajo espectacular.
Eso hacía que las habitaciones de hotel, las largas horas en avión, los nervios y el pánico de última hora en los desfiles valieran la pena. Un cínico añadiría que las astronómicas cifras que cobraba por desfile también ayudaban.
Pero Kurt nunca se había regido por el dinero. De pequeño, había vivido en una linda casa, y había estudiado en las escuelas de la localidad. Su padre se había encargado de que mantuviera los pies en la tierra. Ahora tenía inversiones, propiedades y acciones que aseguraban su futuro por completo y, sin embargo, nunca le había atraído la idea de vivir sin trabajar.
Su padre era quien lo hacía que se sintiera incentivado para poner toda su energía en cada proyecto. La palabra "fracaso" no estaba en su vocabulario.
—Pienso estar de vacaciones toda la semana —dijo a su agente. Isabelle insistió en que reconsiderara su decisión.— Mañana hablaremos en tu oficina. ¿Te parece bien a las diez?
Cuando colgó el teléfono, se estiró y sintió que el agotamiento se apoderaba de él.
Prepararía algo ligero para cenar y después se metería en la cama.
