Montes de Toledo 1212

–Parece bastante recuperado –susurró Charo con la mano sobre la frente del guerrero herido. Guillermo apenas les echó una mirada de reojo mientras se sacudía el polvo de la ropa –. ¿Le despierto?

Abdel se encogió de hombros.

–¿Por qué no desayunamos algo primero? Y así descansa un poco más. – sugirió Guillermo.

–¿El qué? –preguntó Abdel con algo de guasa.

–Bueno, pues lo despertamos y nos vamos –decidió Guilermo.

–¿Tú crees? – preguntó Charo –. Me da cosa, tiene una expresión muy dulce –Charo entrecerró los ojos – está en medio de un sueño agradable.

–No curiosees demasiado –le instó Guille –Déjale al pobre su privacidad.

Charo suspiró y puso los ojos en blanco.

–Bueno, tienes razón.

–¿Cón qué soñaba? –preguntó Abdel con curiosidad.

Charo se mordió el labio inferior, sintiéndose algo culpable.

–Creo que se quedará entre él y yo esta vez –contestó y devolvió la mirada al gallardo caballero que, de repente, sonreía.

Tuvo que hacer de tripas corazón para empezar a sacudirle el brazo.

La veía de lejos. Dejaba su labor en el alfeizar y salía a hurtadillas al patio con las primeras luces del alba. Caminaba abrazada a una enorme y pesada vasija de cerámica que entorpecía sus movimientos… ¡Ah! pero iba descalza, para camuflar el sonido de sus pasos entre los murmullos de las acequias. Se llevaba con ella los aromas de azucenas y azahar antes de dejar atrás la verja del jardín de sus padres, para callejear después entre las casitas de piedra y dejar atrás el castillo, más allá de las murallas; entretanto, el sol andaluz acariciaba su piel aceitunada y se detenía entre sus cabellos oscuros y revueltos, los de quien acaba de despedir la almohada con el ansia de un reencuentro.

Cantó el gallo. Eli Ossana, aún dormía, pero ella, a sus dieciséis años, solo vivía despierta; contenía apenas la emoción en los labios carmesí, ligeramente entreabiertos; en los ojos almendrados, perfilados en pestañas de fantasía; y antes incluso de dejar la ciudad atrás, sumida en sus sueños, él ya la había visto llegar, conteniendo la respiración. Hacía tiempo que la esperaba a la sombra de un olivo, junto al pozo de adobe. La observó, rígido e inmóvil, expectante, pero ella procedió a ignorarlo y pasó de largo, como si no hubiera pasado la noche en vela ante la mera posibilidad de volver a verlo. Tatareando la melodía una cancioncilla popular, la muchacha judía dejó la tinaja a un lado al llegar al pozo y se entretuvo en tirar de una cuerda y, ayudada de la polea, en sacar agua de lo profundo en un sencillo cubo de madera. El caballero cristiano no dijo nada.

La moza sacó el cubo, vertió el contenido en la tinaja y, por primera vez, lo miró, primero burlona, luego, con ternura… Se quedaron, por un segundo, ensimismados, colgado el uno en ojos del otro hasta que ella, con una alegre carcajada rompió el encantamiento. Él también rompió a reír y en cuatro pisadas, estaba junto a ella y la estrechaba entre sus brazos para después cogerle la cara con las manos y no poder creerse el tenerla tan cerca, hermosa como nunca, radiante como la misma mañana. Ella alzó la barbilla y le rozó con la nariz. Él dudó un momento, pero ella no: le besó fugazmente en la boca y él cerró los ojos por un instante, deleitándose en el roce, en la sorpresa. Cuando volvió a abrirlos, ella seguía allí, con la sonrisa más bonita del reino de Córdoba, qué diablos, de todos los reinos de Hispania.

—Débora… —susurró él.

—Rodrigo —respondió ella, casi con orgullo, saboreando en el paladar el nombre que llevaba meses callando, adorando en secreto, custodiando con el pensamiento, la boca cerrada y el corazón henchido—. ¡Estás aquí, Rodrigo!

—Estoy aquí, estoy aquí —Volvió a abrazarla y enredó los dedos en su pelo de ébano—. Y vengo a llevarte conmigo. Te raptaré si hace falta.

—Antes mi padre te sacaría los ojos y se los daría de comer a los perros —murmuró ella, prisionera voluntaria en su pecho— y luego te arrancaría la piel a tiras…

—Y me haría hervir en su caldero.

—Usaría el de peor calidad.

—Me lo temía.

Rieron los dos en voz queda.

—Te quiero —confesó él.

—Y yo a ti.

Pasados unos minutos en silencio, Rodrigo miró receloso a la ciudad y suspiró, pero ella no se dejó amilanar por la incertidumbre, sino que canturreó un embrujo hasta aparecer en su mano una vara fina, labrada en sabina mora; una cenefa de motivos del cábala se entrelazaban entre sí de un extremo a otro y comunicaban dos lágrimas de verde malaquita. Débora tomó a su amigo de la mano sin dejar de cantar el ensalmo; tiró de él para adentrarse entre la maleza mientras su varita tejía sombras y desdibujaba contornos con gotas de rocío y soplos de brisa. Solo quedó atrás la vasija de barro, abandonada en el suelo, junto al pozo. El su interior, el agua recogida reflejaba el cielo otoñal, a punto de nublarse.

Escondidos en el hechizo, conversaron caminando durante horas que a ellos les parecieron apenas unos minutos, de tanto que llevaban separados. Por fin, encontraron el río y se sentó él, ella se tumbó en su regazo y hablaron y hablaron y hablaron. Cuánto se habían echado de menos.

Fue cuando él se atrevió a agachar la cabeza para besarla, que ella se incorporó y respondió amorosamente, que él la tomó por los hombros y la acarició la garganta con los labios, que ella jugó con el pelo su nuca y él la recorrió con las manos y sintió el aguijón del deseo; al punto, se puso freno, acalorado y ruborizado. Mas Débora buscó sus ojos azules incluso al aparta él la mirada y le preguntó con cariño.

—¿De qué te avergüenzas, cristiano? —inquirió ella en mozárabe—. Si me amas, ¿de qué tienes miedo?

—Pareces muy segura —repuso él.

—Lo estoy.

Rodrigo tragó saliva.

Era muy joven y no descendía de los firmantes como ella, pero sabía que, de poder, se habría casado con Débora allí y en ese preciso momento. Porque la amaba, la amaba casi desde el día que se conocieron en el pozo, cuando él llegó a la ciudad no más que un adolescente imberbe y Débora apenas niña; Alguien más grande que él había decidido de antemano, la había puesto en su camino y había unido sus vidas para siempre. Por eso, la atrajo hacia sí y, poco a poco, le desató los lazos de la túnica púrpura de lino con escote redondo; le retiró el velo transparente y la cinta plateada; le quitó los pendientes de aro dorados y los zapatos de punta curva y, por último, la despojó de la camisola interior de seda verde, deslizándola con delicadeza y reverencia por encima de los hombros. Una vez se descubrió ella desnuda ante él, ya no tuvo miedo. No temió que ella lo desvistiera, ni tomarla con la torpeza e inexperiencia de la primera vez. Solo se dejó anhelar ser parte de ella, ser una sola carne.

Después, se encontraron el uno al otro sin secretos, envueltos en caricias, piel contra piel. Rodrigo recorría con las yemas de los dedos las líneas del refinado tatuaje de henna en la muñeca izquierda de Débora: una elegante estrella de David.

—¿De verdad vas a llevarme contigo? —preguntó ella.

Él asintió con un gruñido y ella se echó a reír.

—Te has quedado tonto —Débora sonrió con descaro y estiró los brazos por encima de su cabeza.

—Solo un poco —admitió él con una media sonrisa.

—Bueno, ¿y cómo vas a hacerlo?

—¿El qué?

—Raptarme.

—¿Raptarte? Vienes voluntariamente.

—Técnicamente, soy propiedad de mi padre. Y estoy prometida.

Rodrigo frunció el ceño y se incorporó bruscamente.

—¿Que estás qué?

—Mi padre me ha encontrado un buen partido.

—Quieres decir un judío —refunfuñó Rodrigo.

—Un mago judío. Y descendiente del rabí Joseph ben Meir ibn Migash, nada más y nada menos…

—Pero… ¿cómo lo has permitido? Se supone que tus descendientes firmaron…

—Descendientes por vía materna, Rodrigo —le corta ella—. Mi padre cree que soy de su propiedad (y que pronto lo seré de la de mi marido). Mi madre, al fin y al cabo, murió al darme a luz. De no ser por mi tía…

—Lo sé, lo sé, Débora, lo siento, es que…

—Rodrigo.

Débora le tomó de las palmas de las manos y le dijo:

—Todo saldrá bien. Cuéntame, ¿qué tienes pensando?

Él suspiró y sonrió.

—Raptarte, al parecer.

—Pues habrás de andarte con ojo. Mi padre es un brujo peligroso y con muchos recursos, ¿recuerdas?

—Bueno, ahora yo también.

Rodrigo sonrió muy ufano y a Débora le dio en la nariz que se estaba haciendo el interesante. Ella se le puso a un palmo de distancia.

—¿Ah sí?

Él le robó un beso y contraatacó:

—Sí.

Le faltó poco para chascar los dedos y apareció entre ellos una pieza pequeña de bronce en forma de disco. Débora contuvo una exclamación.

—¿Es eso lo que creo que es?

—Dímelo tú —Rodrigo depositó el objeto en manos de su amiga y ella la estudió con atención. Un reflejo plateado brilló en una de las caras de la moneda.

—¡Lo es! ¡Lo es! ¡Rodrigo, es una escama…! —Débora se detuvo un momento para volver a mirarlo a él—. Lo que te convierte…

—En un leviatán —Débora se tapó la boca con la mano, aunque terminó por escapársele un juramente en hebreo—. ¿Qué creías? ¿Qué me había pasado siete años tocando la salterio?

—¡Oh, Rodrigo! ¡Lo has logrado!

—Y con el tiempo entre los dientes, pero los tiempos lo requieren.

—¿Crees que lo conseguirás? ¿Reunirlos a todos?

—Reunirlos será coser y cantar en comparación con unirlos —masculló él—, pero es hora de que dejemos a un lado nuestras diferencias y nos desliguemos de los poderes que nos enfrentan a unos contra otros.

—No creo que haya nadie que lo desee más que yo —musitó Débora—, pero habrás de tener mucho cuidado, Rodrigo, encontrarás gente que querrá quitarte de en medio.

—Lo sé, pero… ¿Cuento contigo a mi lado?

—De principio a fin.

—Cásate conmigo.

A Débora le brillaron los ojos.

—¡Sí, Rodrigo! Me caso contigo —contestó, emocionada—Mas escucha, creo que la escama lo cambia todo: si se la enseñaras a mi padre, tal vez él mismo te daría mi mano aunque no seas judío. Tal vez incluso cuando tus planes triunfen…

—No sé cuándo será eso, ni siquiera si tendré éxito. No puedo esperar tanto para estar contigo.

—Bien, pues propónselo ya, cuanto antes. Mañana mismo.

—¿Y si me dice que no?

—Entonces, me escaparé y huiremos juntos —decidió Débora y volviendo a tomar entre sus manos su varita, arrancó una de las lágrimas de malaquita y se la colocó a Rodrigo en la mano—. Son piedras muy poderosas traídas de Jerusalén. Llévala siempre contigo y su gemela me llevará hasta ti.

Rodrigo besó la gema y lo prometió:

—Siempre conmigo.

Charo lo sintió en el alma cuando, con una mueca de dolor, el caballero abrió los ojos de golpe. Eran azules, como el cielo.

–¡Buenos días! –lo saludó cantarina –¿Cómo se encuentra?

El caballero se retrajo un poco, algo asustado.

–¿Quién sois?

–Yo, Cha…Jimena de Rojas para servirle, señor. Y me acompañan don Guillermo de Vivar y el buen Abdel Al-fath –señaló a sus amigos con aplomo.

El caballero se llevó la mano a la cabeza, aún extrañado.

–No comprendo… qué…

–Este joven lo rescató anoche de una banda de hechiceros que andaban tras de vos – explicó Abdel colocando la mano derecha sobre el hombro de Guille, que algo avergonzado, se ruborizó.

El caballero pegó un respingo.

–¡Anoche!

Intentó levantarse, pero se lo impidió el dolor de la pierna donde había recibido el flechazo la noche anterior. Se la miró, aturdido, y vio el vendaje improvisado.

–Aquellos desgraciados me atacaron de la nada y me superaban en número. Creo que empiezo a recordarla los detalles con algo más de claridad… –susurró y volvió a mirar a Guillermo –y vos… vos me salvasteis la vida.

–Bueno…Eh, no sé, supongo –balbució Guillermo azorado –No tiene la menor importancia.

–Para mí la tiene y mucha –repuso el caballero –Tenéis mi eterna gratitud, joven. Además de mi admiración. ¡Habéis de ser un gran guerrero para haber lidiado con mis perseguidores!

–En realidad, tuve suerte. Contaba con el elemento sorpresa –sonrió Guillermo–. Pero ahora tenemos que marcharnos. Nosotros nos dirigimos a Toledo –miró de refilón a Abdel–. Según tengo entendido.

Abdel asintió.

–Llevamos prisa.

–Tenemos que encontrar a un tal Malakbel –explicó Charo.

El caballero sonrió de repente.

–Ya lo habéis encontrado, mi buen amigo –se rió entre dientes –aunque seguro no lo esperabais con este aspecto.

–¡Vos!

El caballero asintió y alzó el brazo hacia Guillermo, que se lo sostuvo y le ayudo a levantarse. Acto seguido, el caballero chascó los dedos de la mano derecha y, en respuesta, un polvo dorado salió de la manga de Abdel, y, lentamente, para el asombro de Charo y Guillermo, levitó hasta la mano del mago de los ojos azules. El aliento de Malakbel sabía reconocer a su auténtico dueño.

–El ataque de anoche era premeditado –entendió Abdel.

Malakbel asintió.

– No eran saqueadores de camino, sino mercenarios, cuyo fin era impedirme que llegara a Toledo. Coincido en que tenemos que apresurarnos para llegar al concilio a tiempo, pero es necesario que me presente –miró fijamente a Guillermo de repente– Me llamo Rodrigo, Rodrigo de Rada.

Guille, boqueó, perplejo, y le soltó la mano de repente. Necesitó unos minutos para recomponerse.

–Y entiendo –murmuró Rodrigo– que mi nombre os he familiar.

–Lo he oído antes –asintió Guille, pero sin querer revelar más de lo necesario, cambió bruscamente el tema de la conversación–, pero… antes que nada, entiendo que usted es el creador de… esa cosa.

–El stella sequor –confirmó Rodrigo–. Sí.

–¿Y puede devolvernos a donde venimos? –preguntó Guillermo, esperanzado.

– No entiendo. ¿Por qué habría de hacer tal cosa?

–Porque nos trajo aquí en primer lugar –respondió Charo, muy resuelta –. A Guillermo y a mí, me refiero. No a Abdel. Él parece haber venido por su propio pie. Guiado por el aliento de Malakbel, claro, pero…

–No entiendo.

Abdel los miró de refilón, también.

–No hay nada que entender –Guille empezó a perder la paciencia–. El aliento, la estrella lo que sea… nos trajo aquí y no sabemos por qué, ni cómo.

–Pero si os trajo aquí, ¿dónde está? –Rodrigo frunció el ceño.

–¿Dónde está? – repitió Charo–. No lo sé, ¿se supone que tendría que estar con nosotros?

–El stella sequor sirve a un propósito determinado y solo sirve a ese propósito, pero no desaparece, no se destruye hasta que no lo ha cumplido –explicó Rodrigo – Y en el caso de esta esquirla –Rodrigó mostró el stella sequor en su mano– no dejará de existir hasta que esa reunión se celebre y todos los magos convocados acudan al encuentro.

–¿Ese es el propósito? ¿Convocar a una serie de magos a una reunión?

–A los magos hispanii –confirmó Rodrigo.

–¿A todos? –inquirió Charo de repente.

–No necesariamente. El stella sequor elige a los que tienen algo que aportar.

–¿Y nosotros tenemos algo que decir? –Guillermo no daba crédito.

–Si ella os guió hasta aquí…

–Trajo –corrigió Charo –trajo hasta aquí.

–No creo que dividida como está tenga el poder de teletransportar a nadie, dicho sea de paso –negó Rodrigo, empezando a darles por locos. Abdel asintió para confirmar sus palabras.

–Pero que no estaba dividida –protestó Charo–. Estaba enterita y verdadera. Como una moneda. Así de grande. –Charo gesticuló con los dedos, muy elocuente–. Y decía "hispanii".

Tanto Abdel como Rodrigo pegaron un brinco.

–Solo Malakbel puede leer la palabra secreta –susurró Abdel.

–Pero… –Charo se mordió el labio –. Yo la leí, ¿vale? Ponía hispanii. Lo ponía. De verdad.

Hubo un momento de silencio.

–Os creo –concedió Rodrigo.

–Esa es entonces la palabra secreta –susurró Abdel.

Rodrigo asintió con la cabeza.

–Algo en esta historia no encaja –miró a Guillermo de nuevo–. Sin embargo, tal vez, tal vez sea parte del plan. Un plan más allá de cuanto había yo imaginado. Confío en que aunque no nos estáis contando toda la verdad, mi señora –miró a Charo con una sonrisa– sois amigos, y, me creáis o no, estáis aquí con el propósito de desempeñar un papel en los acontecimientos de hoy, si acaso no habéis aportado ya con vuestra aparición inesperada: después de todo os debo la vida. Sin vos, no estaría aquí, no habría un Rodrigo de Rada para presidir un concilio de hechiceros en Toledo. Así que, confío en que todo cuanto haya de revelarse será revelado en su debido momento, incluido todo aquello cuanto por prudencia, entiendo, os guardáis para vos –Charo y Guillermo se sonrojaron. –Mas, ¿os fiais de esto que digo? ¿Vendréis conmigo a Toledo?

–¿Tenemos elección? –preguntó Guillermo.

–Por supuesto.

Charo midió a Abdel y a Rodrigo para luego mirar a Guille a los ojos y decir en voz queda.

–Creo que tenemos que ir a Toledo, Guille. Tengo… una corazonada.

Guillermo se pasó una mano por la cara, y contestó.

–Yo también. Eso es lo más inquietante, que no paro de tener corazonadas.