Stan podría jurar que la mañana pasaba terriblemente lenta sin el pelirrojo por ahí cerca, quien cada día se esforzaba rudamente en mantener limpios los discos en la estantería sur; esos que desgraciadamente gustaban solo al judío y a la familia de este. Randy había puesto especial empeño en abastecer cada rincón de la tienda con cualquier género musical habido y por haber, y la madre de Kyle, entusiasta en cada cosa (por pequeña que fuera), prácticamente obligó al padre del pelinegro a poner ese apartado; alegando que le daría cierto toque moderno y políticamente correcto.

El señor no lo dudó ni un instante y dos días después él y Kyle estaban acomodando cientos de discos en pequeñas secciones.

—Mrfn, mrnfnm, ¿mffmf?

Stan, quien a esas alturas se hallaba a sí mismo mirando las pelusas de la caja, asintió pesadamente.

—Te escucho, pero realmente no me interesa saber dónde es que tu novia consiguió esa terrible infección —señaló, pujando con brío al cerrar el tema que comenzaba a asquearle notablemente.

Kenneth sintió la terca necesidad de replicar, pero la campanilla de la puerta se dejó oír con más volumen del que debería y les hizo pactar tregua absoluta por el momento.

Ambos, en cámara lenta, voltearon hacia la puerta de cristal; impresionados de ver a alguien de carne y hueso entrando por propia voluntad.

—¡Hey! —el primero en saltar de la silla fue Stan, quien genuinamente emocionado se acercó a trompicones, vistiendo vagamente el uniforme de la tienda—. ¿En qué te puedo ayudar, amigo?

El joven de chullo parpadeó lentamente, sin embargo asintió.

—¿Qué buscas específicamente? —tanteó otra vez Stanley, un poco mosqueado por la actitud tan parlanchina, irónicamente hablando, del sujeto.

Este le devolvió la mirada y barrió con pereza cada recóndito sitio de la tienda, hasta los carteles tamaño humano de Justin Bieber y Lorde. Enfocándose en aquella pelinegra que Stan conocía bastante de cerca.

Finalmente, con voz nasal y monótona, el extraño habló—: ¿Halsey?

Pareció dudarlo un momento y cuando finalmente el dependiente iba a preguntar, este último afirmó con la misma vocecita lo que andaba buscando en su tienda.

—¿Halsey? Vaya, pensé que buscabas algo como Nirvana, Judas Priest o Dio… —y con el índice señaló la camiseta negra en la que se veía perfectamente el icónico símbolo de Nirvana. El de chullo se miró y se encogió de hombros, con esa expresión lineal que comenzaba a causar malos estragos en el vendedor.

—¿Esto? —esta vez fue su turno de apuntarse, como si no acabara de entender las referencias musicales que el más bajo dio—. Me lo regaló mi abuela por navidad, supongo que la carita de mierda es popular entre los adolescente. O sencillamente la han timado para vender una camiseta sosa.

¿Sosa?

¿Había dicho sosa?

¿A una camiseta de nirvana?

Stan podía tolerar muchísimas cosas: las bromas del culón de Eric Cartman, la fascinación que tenía su novia por romper con él y los discursos moralistas de su amigo judío, mas no toleraba que le dijeran sosa a la icónica camiseta de una de sus bandas favoritas. Y por muy maleducado que se viera no pudo evitar llevar los dedos al puente de la nariz para apretar dicha zona, como si todo el martirio musical al que le sometía el más alto fuera a menguar con ese gesto.

Claro está decir que no menguó una mierda.

—Halsey…, Halsey…, Halsey…

—Sí, Halsey, ¿no tienen discos de ella o qué mierda?

Interrumpió nuevamente el de chullo, comenzando a torcer la boca en una mueca.

—¡Claro que tenemos Halsey! Por muy basura que sea su música, encontrarás de todo aquí —espetó rudamente el de mechones negros, comenzando a caminar en dirección contraria.

En una pequeña bifurcación de madera estaban los discos de aquella artista, descansando irónicamente junto a uno de Black Sabbath. Stanley tomó los dos más populares y volvió con ellos entre los brazos hacia la caja, donde esperaba el de chullo, entretenido con el "gato de la fortuna" que su padre cuidaba con exagerado recelo. Le movía la patita desinteresadamente, como si no tuviera nada mejor que hacer.

La maldita tranquilidad de aquel sujeto le molestaba profundamente, a saber él por qué razón.

No obstante, y contrario a él, Kenneth le miraba fijamente; y por aquella mirada Stanley imaginó que su amigo solo pensaba en un montón de sucios acontecimientos con el de irises verde.

—¿Cuál vas a querer? —interrogó tras el mostrador, dejando room 93 y Hopeless Fountain Kingdom en el pulcro cristal que sostenía otro par más de clásicos ochenteros. Kansas, como actor principal, y Radiohead haciéndole amena la vista; Marsh recorrió con amor la portada de "ok computer" y los pálidos dedos del extraño dejaron de moverse alrededor del animal.

—Ambos —nasal, plano y monótono; de nuevo, crispando los nervios del pelinegro.

—Tienes pésimo gusto musical, si me permites añadir —mientras reventaba los dedos contra las teclas del computador, el otro chasqueó la lengua; oyéndose extrañamente grosero a oídos del vendedor. Pujó, nuevamente molesto, sin dejar de escribir, hasta que el sonido de la impresora rompió la tensión entre ellos.

Kenneth guardó los discos en una bolsa de papel y adjuntó la boleta del pedido, esa que Marsh casi arrojó a la cara de su pelirrubio amigo.

Probablemente Kyle le habría regañado por estarse comportando así de pedante con un cliente, pero allí no estaba Kyle y a Kenny con suerte se le entendía una mierda por llevar una capucha en pleno "verano".

—Mira, no vengo aquí para recibir sermones de un vendedor —y enseñando el dedo corazón, el de chullo se marchó tras lanzar un par de dólares y monedas sobre el mesón de vidrio.

Los dos amigos, uno más perturbado que el otro, se miraron tras un silencio sepulcral y Stanley por fin explotó.

—¡Carajo! ¿Y él quién mierdas se cree?

—Mrhfn, mfhrm, mrh.

—¡Cállate, Kenny!