Riptide

¿Cuánto tiempo puedes soportar la espera?

Takao ya no sabe cómo responderse a eso.

¿Cuánto puede durar el amor?

Esa tampoco sabe cómo respondérsela. Y es que ha sido tan paciente desde que se arriesgó a tomar su mochila con tres jeans, cinco camisetas, un cepillo de dientes –sin pasta dental, cabe aclarar- y los zapatillas que tenía en ese momento. Se salió de la residencia un jueves por la noche. Llovía y había frío, típico día de otoño. Lo hizo con el corazón a reventar de expectativas y sueños, la cabeza embotada por la ilusión de una vida al lado de aquella a la que tanto quería y que, aún a pesar de todas las promesas que le hizo, que se hicieron, no daba señales de cumplir.

Eso la lastimaba como ya no podía soportar. Se pasaba los días lentamente, llorando a ratos por la desazón que le inundaba el alma y que, sin embargo, ella intentaba desesperadamente desterrar porque se esforzaba en seguir confiando en las promesas de Chihiro. Porque no quería ceder a la sombra de incertidumbre que le cruzaba el rostro a cada mensaje de "Llegaré tarde", "Hoy no podré ir, lo siento" o incluso el "Te amo". ¿Por qué simples mensajes le corroían como el fuego a una hoja? E igual se sentía como una. Dejada a la intemperie, al viento y al agua para que la destrozaran como querían.

−Kazu-chan, ¿ya comiste?− la voz de Momoi Satsuki, la hija de la casera, le saca del hilo de pensamientos en el que se encuentra metida. Recostada en el descansillo de su ventano y con una lata de cerveza entre las manos, observaba la lluvia en el exterior. Seguía con sus irritados ojos el camino de las gotas que se estrellaban en su vente para finalmente morir en el hule que recubría el borde. ¿Por qué ella no se moría también?

Negó con la cabeza y Satsuki se acercó rápidamente a ella, acunándole el rostro con ambas manos para mirarla fijamente a los ojos. A Satsuki le rompía el corazón ver a alguien en condiciones como las que tenía Kazahaya. Le dolía mirar al fondo de los enrojecidos e hinchados ojos de aquella chica, veía esas ilusiones que se negaban a morir a pesar de los golpes de la cruda realidad.

Porque lo cierto, Satsuki lo sabía, es que Chihiro jamás iría a por ella.

Chihiro no dejaría su tranquila y asegurada vida universitaria para arriesgarse a enfrentar al mundo junto a Kazahaya. No lo haría nunca y no porque no la quisiera, que Momoi dudaba que lo hiciera pero que la morena se empeñaba en afirmar hasta el hartazgo, sino porque era demasiado vago para eso. Demasiado apático para tomarse en serio una relación y con mucho de insensible porque, a pesar de que fue él quien dijo a Takao que estarían bien una vez que estuvieran juntos, la tenía ahí recluida en una posada sencilla a las afueras de Akita, dejándola morir sola, habiéndola arrancado de su colegio, de su familia y de los sueños que pudo haber tenido antes de él. Si bien no obligó a la chica a escaparse y ella lo hizo por propio pie, él, con sus palabras y sus actos, la convenció de que así debía ser, porque los padres que tenían eran demasiado estrictos, que nunca aprobarían la relación que tenía, que aunque sus estatus eran muy diferentes, él podría mantenerla sin problemas.

Un nuevo de acceso de llanto se hizo presente en cuando Momoi dejó de sostenerle la cara y la envolvió en un abrazo que le compensaba todo el frío que sentía. Por fuera, por dentro, por las mentiras de Chihiro, por su propia estupidez. Le devolvió el abrazo a la chica entre hipidos y mocos, entre lágrimas y espasmos de terror por el incierto futuro y el aún más incierto presente. Estaba embotada por el alcohol recién ingerido, un paquete de seis bastaba para ponerla así.

−¿Por qué, Satsu-chan? – le preguntaba sin esperar respuesta. Sólo con la cara hundida entre el cuello y hombro de la chica de cabello rosado, se sentía tan triste y miserable por aferrarse a esa idea de que Chihiro realmente iría por ella. Satsuki rehusó responderle la pregunta, tal vez porque intuía que Kazahaya en realidad no quería escuchar la respuesta. Percibía el olor a alcohol y llanto que desprendía la morena, aquello le molestaba sobremanera. Un bruto como Mayuzumi no se merecía las lágrimas de alguien como Takao. De hecho no creía que hubiera alguien que las mereciera.

−Ven− le dio pequeño tirones para levantarla del descansillo acojinado. Iba a apartarla de su miseria aunque fuera por un rato−. Tienes que comer. Beber sin comer no es bueno para tu salud.

Takao soltó una risita histérica y Momoi apretó los labios con un gesto preocupado pintado en la cara. La sacó de la habitación, la guió hacia la cocina. Takao podía caminar y coordinar sin tambalearse, así que no le costó mucho trabajo llegar. Pero lo que no podía hacer era controlar su llanto, que se escurría como cascadas de los trozos de acero que tenía por ojos.

−Lo quiero mucho, Satsu-chan, tanto que no sé qué hacer…

La aludida, que en ese momento revolvía el contenido de la olla que su madre había dejado sobre la pequeña estufa, negó con la cabeza.

−Mira, Ka-chan, ¿no crees que estás llevando esto muy lejos?

La morena echó la cabeza sobre la mesa, demasiado triste y embotada para pensar claramente. Satsuki estaba segura que era ese amor y esa tristeza, más que el amor, lo que le nublaba el razonamiento a su amiga. Cogió un plato hondo del estante que los contenía y, mientras servía un par de cucharadas de la sopa hecha por mamá, recordó la primera vez que vio a Takao Kazahaya.

Era lunes, y el cielo estaba nublado. En las noticias de la mañana habían anunciado lluvias muy fuertes, tormentas eléctricas tal vez. Estaba sola atendiendo la posada. Sus cuatro inquilinos, de los siete que podía albergar, no se habían aparecido en lo que llevaba de día. Eran las catorce menos treinta de la tarde cuando escuchó una voz masculina en recepción y dejó el tiramisú que estaba cocinando a medio hacer para ir corriendo a ver qué se ofrecía. Se encontró con un tipo alto, de uno veintidós años, de cabellos grises y mirada indiferente, acompañado de la que se presentó como Takao Kazahaya, cuyos ojos tan particulares hicieron juego con el color del cielo ese día. Unos ojos que brillaban de adoración por el chico a su lado.

Pidieron una habitación por cuatro días. Ella se las dio y cobró el importe con una sonrisa amable en los labios. Takao estaba muy entusiasmada, y caminó moviendo rítmicamente sus caderas cuando Mayuzumi echó a andar a la habitación asignada. Se encerraron allí y Momoi suspiró enternecida antes de volver a su tiramisú. Unas horas después, se topó con Takao en los baños y le preguntó por el chico de antes. Ella respondió que era su novio y que se había ido poco después de dejarla. Momoi la miró extrañada. No se percató en lo absoluto y ella no era una mujer a la que se le escaparan las cosas, pero lo dejó pasar. Fue la primera y última vez que lo vio. De eso hacían cinco meses.

Cinco largos meses en los que Kazahaya, poco a poco, fue ahogándose en llanto y en desesperación, en llamadas a larga distancia que terminaban lastimándola aún más. El alojamiento le era pagado por internet, al igual que las llamadas, pero ni rastro de que Mayuzumi fuera a aparecerse por ahí.

Dejó el plato con sopa frente a Kazahaya y se sentó junto a ella. Se habían hecho cercanas, eran muy parecidas y congeniaron rápidamente. Momoi presenciaba de primera mano el deterioro de la menor. Fue la única que la vio emocionarse al recibir llamadas, cada vez más esporádicas, y también la única en verla echarse por horas en la cama, esperando, sufriendo.

Mayuzumi la mataba lentamente. Le hacía creer que volvería. Kazahaya no era estúpida, de hecho era muy inteligente, pero ese hombre tenía algo. Siempre había algo.

Kazahaya empezó a comer sin ánimos, sorbiendo cucharadas vagas, con una que otra lagrimilla escurriéndose por sus frías mejillas, por sus labios resecos y partidos, ensangrentados por las frecuentes mordidas en vanos intentos de no gritar, amargos por el alcohol que había empezado a ingerir con regularidad.

Momoi la miraba con la cabeza ladeada, apoyada en una mano y con el codo en la mesa, suspirando. La quería como se quiere a una hermana, en poco tiempo, Kazahaya se había ganado su cariño incondicional y su respeto. En los buenos días, solían jugar al básquet en la "cancha" que tenía la posada en la parte trasera. Y la morena era asquerosamente buena, muchísimo más que ella. Las contadas veces en las que Momoi lograba ganarle era porque hacía un muy limpio trabajo de observación, sacaba patrones, determinaba las jugadas de Takao y entonces la vencía. Luego se echaban en el pasto a contarse cosas, a mirar el cielo, a pelearse por si los ojos más bonitos eran azul eléctrico o verdes pasto. Kazahaya sostenía que los más bonitos eran grises. Entonces ella la reprendía por estúpida, evidentemente los verdes eran los ganadores, aunque ninguna conociera a alguien con ojos de ese color. Takao se encogía de hombros y concluía que seguramente esa persona andaba por ahí. No le daban más importancia.

Nunca cocinaban juntas. Era un fiasco. A Satsuki se le quemaba el agua y Kazahaya se partía de risa y, como era considerablemente más hábil, la mayor le pegaba a modo de venganza. Pero realmente no se enojaba con ella. Nunca lo hacía. Sólo aquellas veces en que, pasados dos meses que Mayuzumi la dejara allí, Takao se echaba a rabiar contra el mundo y Momoi le gritaba que parase. Que eso no valía la pena. Pero la morena luego no podía parar, le costaba horrores calmarla.

−Terminé− Kazahaya aparta el plato de sí. Ya no llora, pero es evidente que está conteniéndose. ¿Cómo culparla? Es el día en que "cumple once meses con Mayuzumi", del que no ha recibido ni una miserable llamada en dos semanas, pero el pago por el alojamiento llegó puntual hace exactos tres días. Momoi no le dijo aquello. Prefirió dejarla creer que no había sabido algo.

−Te llevaré a dormir− se levantó rápidamente, recogió el plato vacío y lo echó en el pequeño lavadero, y tomó la mano derecha de su bebé para llevarla a su habitación, la tercera, al final de la planta baja. Pero Kazahaya se negó a ir, prefiere recargarse en el marco de la entrada a la posada y seguir contemplando las gotas que caen y se pierden en el suelo, forman charcos, riachuelos, nutren la tierra y dan vida. Vida que a ella le falta y que no sabe dónde buscar. La cabeza ya había empezado a dolerle, estaba adormeciéndose con el rítmico sonido de aquella tranquila lluvia, el fresco que se sentía sólo la hacía querer un abrazo de Mayuzumi y luego una larga siesta, uno junto al otro. Suspiró con dolor y fue deslizándose hasta el suelo, quedando sentada con la espalda aún pegada al marco.

El teléfono de la recepción, a unos metros de ella, sonó. El movimiento de su cabeza fue tan rápido que la hizo marearse. Momoi estaba ya contestando el teléfono, le daba la espalda, su voz era parca. Se levantó como mejor pudo sin devolver su comida y caminó apresurada hacia su amiga. Intuía quién podía estar llamando y una chispa de emoción le calentaba el cuerpo. Ni siquiera podía sentirse molesta. Al menos no en ese momento.

"Comunícame con ella, Momoi-san, por favor".

Takao reconoció al instante aquella voz e hizo gestos desesperados a Momoi para que le pasara el teléfono, aunque esta se rehusase, retorciendo el cable del teléfono y mirándola angustiada. La voz impersonal de Mayuzumi la hacía sentir que algo no estaba bien, que de aquello no saldría algo bueno y sería muchísimo peor que las otras veces. Pero también comprendía que era Takao, y no ella, quien tenía que solucionar las cosas.

Le pasó el teléfono y se arrepintió enseguida.

Takao habló, emocionada por escuchar su voz. Se explayó en comentarios, la mirada se le iluminaba poco a poco, la voz era un poco lenta, pero perfectamente entendible. Hablaba y hablaba, sonreía, se carcajeaba, reclamaba por el abandono, pero disculpaba enseguida con un tinte de histeria en la voz…

Pero hubo un reclamo que sí fue en serio. Fue tan impropio de ella, pero no pudo evitar hacerlo.

¿Por qué ya no dices que me amas?

A partir de ese momento, guardó silencio. La luz de sus ojos fue apagándose. Aferraba el teléfono con fuerza exagerada, parecía que iba a romperlo en cualquier momento. Se percibía la voz de Mayuzumi al otro lado de la línea, palabreando, diciendo, excusando lo inexcusable y rompiendo de un golpe certero todo aquello que había prometido y que Takao había creído.

Satsuki deseó que su voz no fuera tan impersonal como lo había sido cuando habló con ella, pero de ese tipo no podía esperar algo bueno.

Minutos después, Takao gritaba al teléfono, ardiendo de furia, de dolor y de tristeza. Lloraba de la ira, maldecía, quería morirse. Chihiro sólo escuchaba, casi aburrido. Aún le tenía algo de aprecio a aquella chica con la que había compartido el gusto por el takoyaki y las revistas de superhéroes, pero no más. Incluso le dijo que le mandaría dinero para saldar su estancia y para volver, si quería, o para viajar, o para lo que quisiera.

Dos minutos después, la llamada se cortó. Ninguno había colgado, simplemente el teléfono estaba arruinado por una falla en la señal y en las conexiones, pero Takao no estaba dispuesta a dejarlo así. Iría a buscarlo, lo obligaría a decirle de frente todo aquello. Por su cabeza pasaban miles de maquinaciones, estaba tan destrozada que sólo quería terminar de emborracharse y luego ir en pos de Mayuzumi Chihiro.

¿Cómo había podido ser tan estúpida?

Recordó una pregunta que le había hecho, no estaba segura de cuándo.

Una pregunta que, aunque carente de sentido para una relación adolescente controlada por la pasión y el enamoramiento, era decisiva para alguien tan entregada como Takao.

¿Vas a quedarte?

Chihiro se hizo el desentendido yendo tras el carrito de takoyaki que pasaba a la una de la madrugada. Compró dos de ellos, le entregó uno a Takao y la silenció con besos sabor a takoyaki, la distrajo enseñándole las estrellas, con una sonrisa que le prometía el universo. Luego la devolvió al instituto entre murmullos, protegidos por la oscuridad y el silencio. Takao no volvió a preguntar.

Y estaba partiéndose de ira y de dolor, echada en los brazos de Satsuki, abrazándola sin poder entender qué había hecho mal. Satsuki la abrazaba como si fuera a perderla si no lo hacía. Takao necesitaba un sustento y ella era lo único que tenía.

Ese día de otoño, en una posada sencilla a las afueras de Akita y bajo una lluvia que amenazaba con romper el cielo, Takao Kazahaya dejaba morir una parte de su humanidad.

/

−Tú y tus estúpidas ideas de venir de día de campo, Tetsu.

−Me disculpo, Aomine-kun.

−No acepto tus malditas disculpas− Aomine hundió el pie, sin intención, en un charco de lodo. Maldijo todo lo que había que maldecir, especialmente a Tetsuya.

−Aomine, fíjate en los lugares que pisas− la voz de Shinko Midorima se hizo presente como un regaño. Aomine estaba francamente harto, así que aventó el paraguas que no le protegía de algo y echó a andar más rápidamente de lo que debía, embarrándose de hojas y lodo y mugre que llevaba el viento−. Kuroko, ¿está muy lejos esa posada de la que hablaste?

−No− se encogió de hombros. Midorima adquirió un tic en el ojo, estresada a más no poder. Estaba en medio de la nada con dos malditos idiotas, uno que estaba gritándole al viento y a la lluvia y otro que no parecía saber en qué dirección caminaban realmente. Su largo cabello verde estaba pegándose a su cara por las gotas que la alcanzaban y humedecían y eso la ponía de mal humor. Kuroko iba con la mirada fija al frente, ubicándose por señales que sólo él podía ver, con pasos seguros a pesar que para ella todo era exactamente igual.

El chico de cabello azul había sugerido ir de excursión, Aomine le secundó y nadie la tomó en cuenta a ella porque, siendo un día malo para los Cáncer, sus decisiones no eran las mejores. El maldito de Murasakibara había dicho eso y ella estuvo a nada de mandar matarlo, pero no. Y a propósito, se les había perdido el gran maldito. Seguramente entretenido en comprar chucherías para comer.

Y, entre una y otra cosa, se habían alejado demasiado de la ciudad cuando el tiempo se había puesto aún más frío de lo que correspondía por ser otoño, predecible situación. Rodó los ojos, pensando en su mala fortuna y en cómo su objeto de la suerte, una botella vacía de sake, no le estaba funcionando pero para nada. Luego, Kuroko recordó haber ido por ahí cuando era niño y empezó a conducirlos por senderos invisibles –como él- hasta que la lluvia inició y entonces acabaron como estaban.

−¡Maldita sea, Tetsu! ¿Ya?− Aomine seguía quejándose y gritando, y el aludido respondió afirmativamente. A Midorima le volvió el alma al cuerpo cuando, unos veinte metros adelante y luego torciendo tras una roca a la derecha, divisaron una construcción que rezaba "Posada Sakura", por eso de que crecía dos árboles de esa especie a cada lado de la posada.

−Llegamos− afirmó Kuroko como si no fuera obvio. El moreno corrió hacia el lugar como si fuera el paraíso, y para él lo era, y Kuroko y Midorima lo siguieron a paso que pretendía ser tranquilo, pero era completamente desesperado.

Entraron al descanso que había delante de la casa y se detuvieron allí, Kuroko junto a Aomine a un lado de la puerta, sin atreverse a mirar o entrar, esperando que alguien apareciera. Fue cuando Shinko, que necesitaba sacarse esa ropa mojada, tomar un baño, arreglar su cabello y cambiar los ya húmedos vendajes de su mano izquierda, entró en la posada y notó el par de figuras que permanecían abrazadas, la una consolando a la otra con suaves movimientos en la espalda, y la otra llorando con sonidos ahogados, estremeciéndose y aferrándose a la de cabellos rosas.

−Disculpe− se sintió incómoda por interrumpir un momento como aquel, pero de verdad necesitaba cambiarse.

La chica de cabello rosa, que aunque de menor estatura era la que acunaba a la morena, le miró.

−Buenas tardes, soy Momoi Satsuki, bienvenida− se desprendió a regañadientes de aquella que permanecía como náufraga desesperada su lado, mandándola a sentarse en la silla detrás del escritorio. Shinko no pudo verle la cara, la tenía cubierta a medias por el corto y lacio cabello negro−. ¿Qué puedo hacer por ti?− trató de poner su mejor sonrisa de hospitalidad.

−Eh… Yo… Quiero una habitación, por favor− trataba de ignorar el aura de oscuridad y tristeza que provenía del escritorio, intentaba apartar la mirada de esa figura sombría que le inspiraba desconfianza, moviendo la cara de Momoi a ella y de ella a Momoi.

Entonces sus ojos se encontraron con los que trataba de esquivar. Unos ojos del color del acero, de los espejos, húmedos y con los bordes sonrosados. Con la mirada rota.

Un escalofrío le recorrió la columna vertebral.

Al otro lado del escritorio, Kazahaya seguía intentando sobrevivir a su tempestad interna. Levantó la mirada para buscar a Momoi y decirle que se largaba a su pieza cuando se topó con la persona dueña de la voz que hacía unos segundos había escuchado.

Y tuvo la certeza de que, en efecto, los ojos color verde pasto eran los más bonitos que existían.