Título: Jardin con Enanitos
Autor: Ritchy
Parejas: H. Issei / S. Irina
Clasificación: M (B15, dependiendo de la clasificación de vuestros países)
Resumen: Hyoudou Issei es un hombre solitario que sólo busca tranquilidad y la oscuridad para poder sobrevivir un tiempo más. Es entonces que a su vida le llega la sonrisa radiante de Shidou Irina, quien se colaría en su vida en más de mil maneras
Notas / Avisos:
- Esta historia no está revisada, porque no tengo un Beta.
- Hay mucho contenido para adultos, si sabéis a lo que me refiero.
- Este, como os daréis cuenta, es un Universo Alternativo, por lo que no se perderán de mucho.
Advertencia:
Yo no soy dueño de los personajes, la historia retorcida o el universo, etcétera, estos pertenecen a sus creadores. Yo sólo soy propietario de los personajes que he creado y de esta hsitoria que he escrito. Eso es todo
—¿Has hablado ya con él?
—¿Con quién? —Shidou Irina continuó trabajando en su mesa de dibujo, dividiendo el papel diligentemente con la habilidad que daba se ganaba con la costumbre—. ¿Con quién dices que tengo que hablar?
Se escuchó un largo resoplido que obligó a Irina morderse los labios para no sonreír. Conocía bien a su vecina Xenovia Quarta, y sabía perfectamente quién era ese "Él".
—Hablo del guapísimo hombre misterioso del 409. Venga, Irina, ya hace una semana que se mudó aquí y aún no ha hablado con nadie. Tú vives justo enfrente de él. Necesitamos algunos detalles de él.
—He estado bastante ocupada —Irina levantó la mirada brevemente hacia Xenovia, que no dejaba de caminar por el estudio—. Ni siquiera me he fijado en él.
La primera respuesta de Xenovia fue resoplar de nuevo.
—Eso es imposible. Tú te fijas en todo.
Xenovia se acercó a la mesa de dibujo, se asomó por encima del hombro de Irina y arrugó la nariz. No había mucho que ver, solamente unas líneas grises; le gustaba más cuando Irina comenzaba a dibujar en el gran lona blanca.
—Ni siquiera ha puesto el nombre en el buzón y nadie lo ve salir nunca durante el día. Ni siquiera la señora Phoenix, y tú sabes lo imposible que es esquivarla.
—A lo mejor es un vampiro.
—Joder —Xenovia apretó los labios, intrigada con la idea—. Sería increíble, ¿verdad?
—Demasiado increíble —murmuró Irina antes de volver a concentrarse en el dibujo, mientras que su vecina seguía yendo de un lado a otro y sin parar de hablar.
A Irina no le molestaba tener compañía mientras trabajaba; de hecho, le gustaba. Nunca sentía la necesidad de aislarse, por eso estaba tan contenta de vivir en Tokyo, en un pequeño edificio, rodeada de vecinos ruidosos.
Y no solamente era algo que le satisfacía en el aspecto personal, también le resultaba muy provechoso para su trabajo.
De todos los ocupantes del antiguo almacén convertido en viviendas, Xenovia Quarta era la preferida de Irina. Tres años antes, cuando Irina se había trasladado allí, Xenovia era una recién casada llena de energía, que tenía la firme convicción de que todo el mundo debía encontrar la felicidad que ella disfrutaba.
Lo que quería decir, según intuía Irina, que todo el mundo debía casarse.
El nacimiento del adorable Zen, ya de ocho meses, no había hecho más que reafirmas a Xenovia en sus ideas. E Irina sabía que era el primer objetivo de su vecina.
—¿Ni siquiera se te has cruzado con él en el pasillo? —le preguntó Xenovia.
—No, todavía no —Irina se llevó el lápiz a los labios. Tenía los ojos violetas como la lavanda y profundos, tan violetas que habrían resultado tremendamente seductores si en ellos no hubiera siempre un brillo de simpatía y buen humor—. La verdad es que creo que la señora Phoenix está perdiendo facultades porque yo si lo he visto durante el día... Lo que desmonta la teoría de que sea un vampiro.
—¿Lo has visto? —preguntó Xenovia rápidamente—. ¿Cuándo? —Acercó un taburete para sentarse a su lado—. ¿Dónde? ¿Cómo?
—¿Cuándo? Al amanecer. ¿Dónde? Saliendo del edificio. ¿Cómo? Tenía insomnio —dejándose llevar por el espíritu de Xenovia, Irina giró el taburete y miró a su vecina con una sonrisa en los labios—. Me desperté muy temprano y no podía dejar de pensar en los pasteles que habían quedado de la fiesta de la otra noche.
—Estaban deliciosos —recordó Xenovia.
—Sí, me di cuenta que no iba a poder volver a dormir, así que vine a trabajar un poco. Antes de sentarme en la mesa, miré por la ventana y entonces lo vi salir. Debe de medir un metro ochenta y tiene unos brazos...
Las dos cerraron los ojos al imaginarlo.
—Llevaba una bolsa de deportes, así que supongo que iba al gimnasio. Desde luego, nadie tiene esos hombros si se pasa el día sentado en el sofá comiendo patatas fritas y bebiendo cerveza.
—¡Te pillé! —exclamó Xenovia con gesto triunfal—. Te interesa.
—Tengo ojos, Xenovia. Ese tipo es increíblemente guapo; tiene un aire de misterio y un trasero... Cualquier mujer se habría recreado la vista.
—¿Y por qué limitarte a eso? ¿Por qué no llamas a su puerta y le llevas unas galletas o algo así? Puedes darle la bienvenida al barrio y averiguar qué hace ahí todo el día, si es soltero, en qué trabaja... —dejó de hablar de pronto y levantó la cabeza—. Ese es Zen, se ha despertado.
—Yo no he oído nada —Irina estiró el cuello hacia la puerta y se encogió de hombros al no percibir ningún ruido—. Xenovia, desde que diste a luz, tienes un oído impresionante.
—Voy a cambiarle los pañales, la ropa, y llevarlo a dar un paseo. ¿Vienes?
—No puedo. Tengo que trabajar.
—Entonces te veré esta noche. La cena es a las siete.
—Muy bien —Irina se esforzó por sonreír.
En la cena estaría el aburrido primo de Xenovia, Dulio. ¿Cuándo reuniría el valor necesario para decirle a Xenovia que dejara de intentar buscarle pareja? Seguramente cunado consiguiera decírselo también a la señora Phoenix y al señor Seemann, del primer piso, y a la mujer lavandera. ¿A qué venía esa obsesión por encontrarle al hombre perfecto?
Tenía veinticuatro años y era feliz siendo soltera. Eso no significaba que no quisiera formar una familia algún día, y quizá tener una casa con un jardín y un gato para los niños. Sí, tenía que ser un gato.
Pero eso sería en el futuro. Por el momento le gustaba su vida como estaba.
Apoyó los codos en la mesa y, descansando la barbilla en las manos, se permitió mirar por la ventana y soñar despierta por un rato. Debía de ser la primavera lo que hacía que estuviera tan inquieta y llena de energía.
Se le pasó por la cabeza la idea de ir a dar ese paseo con Xenovia y Zen, pero justo en ese momento la oyó salir por la puerta.
Mejor, así tendría que volver al trabajo. Se centró en el boceto del manga Violinista en París.
Tenía buena mano para el dibujo, una habilidad que había heredado de sus padres. Su madre era una respetada pintora de fama internacional y su padre era el genio que había creado el popular manga de High School XD. Ambos habían transmitido a Irina y a sus hermanos el amor al arte.
Al marcharse del seguro hogar de la familia en Kyoto, Irina había tenido la certeza de que sí las cosas le iban mal en Tokyo, sus padres volverían a recibirla con los brazos abiertos.
Pero no había sido así.
En los últimos tres años el éxito de sus obras no había hecho más que crecer. Irina se sentía orgullosa de su trabajo, de la simplicidad con la que transmitía ternura y sentido del humor en pedazos de papel ordinario.
No intentaba imitar la ironía, ni las ácidas sátiras mágicas de la obras de su padre. A ella lo que le hacía reír era la vida de todos los días: las colas para entrar al cine, el encontrar los zapatos ideales o sobrevivir a otra cita a ciegas.
Muchos creían que Gabriela era un personaje autobiográfico, pero para Irina era una fuente de ideas inagotables en la que jamás se veía reflejada. Al fin y al cabo, Gabriela era una rubia escultural que tenía la mala suerte con los hombres como para conseguir que le durara algún empleo. Igual que ella.
Irina tenía el cabello castaño, estatura promedia y una carera de éxito.
En cuanto a los hombres, no eran una de las prioridades de su vida, por lo que no le preocupaba si tenía suerte o no con ellos.
Frunció el ceño al darse cuenta de que seguía tamborileando con el lápiz en lugar de dibujar. No conseguía concentrarse. Se pasó la mano por los cabellos, apretó los labios y se encogió de hombros Quizá le hiciera bien tomarse un descanso y comer algo.
Se puso en pie y se colocó el lápiz detrás de la oreja sin darse cuenta, una costumbre que llevaba intentando quitarse desde la adolescencia. Salió del estudio y bajó las escaleras.
Su apartamento tenía una luz maravillosa que entraba por las tres enormes ventanas del salón, por las que también entraba el ruido de la calle que no la había dejado dormir durante sus primeras semanas en la ciudad.
Fue descalza hasta la cocina. Se movía con elegancia, algo que también había heredado de su madre y que le había sido de utilidad para sus clases de ballet, unas clases que les había suplicado a sus padres y de las que después había acabado cansándose. Al final había tomado clases de defensa personal y luego de terminar con aquello entró en su curso de cocina. Que luego de tres años, logró cerrarle la boca a su familia al hacerles probar tan deliciosos platillos.
Abrió la nevera y pensó en qué le apetecía. Entonces lo escuchó.
La música cálida y triste de la guitarra. El misterioso habitante del apartamento 409 no tocaba todos los días, pero a Irina le gustaría que lo hiciese.
Las melodías procedentes de su casa siempre la conmovían.
¿Se habría trasladado a Tokyo para ganarse la vida como músico? Se preguntó.
Lo que era seguro era que tenía el corazón roto. Y sin duda por culpa de una mujer, quizá una fría pelinegra que lo había cautivado y después le había pisoteado el corazón con sus zapatos de tacón.
Estaba adquiriendo la costumbre de imaginarse cómo era la vida de aquel hombre.
Unos días antes se había inventado una vida en la que, con solamente dieciséis años, había tenido que huir de su violenta familia y había sobrevivido tocando música por las calles de Yokohama, desde allí había viajado al norte mientras su familia lo buscaba por todo el país.
No se le había ocurrido ningún motivo por el que podrían buscarlo, pero no era realmente importante.
Él andaba huyendo y la música era su único consuelo.
Otro día había llegado a la conclusión de que era un agente del gobierno trabajando de incógnito.
Quizá un ladrón de joyas que se escondía de la ley.
O un asesino en serie en busca de su nueva víctima por medio de la música.
Irina se rió de sí misma al ver los ingredientes que había sacado de la nevera sin siquiera darse cuenta. Fuera quien fuera su vecino, parecía que iba a prepararse las galletas que le había sugerido Xenovia
