Capítulo 1

A sus 19 años, Eir no necesitaba que le recordaran que era bonita; sabía que el pelo claro, tanto que parecía hecho por copos de nieve entralazados, así como los ojos azules y profundos, la piel pálida y las formas que podían apreciarse bajo la tela de su vestido eran comentadas no solo en su propio reino, pero en otros. Igual sabía que hablaban de "la belleza de la inalcanzable Princesa de hielo", la que había rechazado a todo y cada uno de los hombres que habían osado presentarse ante ella y pedir su mano, independientemente de su procedencia, casta o riquezas con una sola mirada fugaz de desprecio y, si tenían suerte, un gesto vago con la mano. Sin embargo, por extraño que pareciera, esto solo la hacía más deseable ante los ojos de los pretendientes; se presentaban con la idea de ser el elegido, ese indicado que derritiera su corazón y lo hiciera latir con fuerza solo con una mirada. Esperaban ver cómo la joven princesa se ponía nerviosa ante ellos, cómo se coloreaban sus blancas mejillas al verle y cómo se rendía ante sus encantos para cederles el trono. Pobre ilusos.

Llegado cierto punto, la joven había dejado de escuchar los lamentos de su madre, que le preguntaba qué había hecho mal con lágrimas en los ojos. Solía preguntarle por qué la torturaba de esa manera ¿acaso no quería verla feliz, sosteniendo a su precioso nieto en brazos? Y Eir solo la dejaba llorar, esperaba pacientemente a que le enseñara cada nuevo pretendiente que venían a pedir su mano y después lo desechaba sin más. También había dejado de mirar por las ventanas, intentando adivinar de dónde provenía el carruaje que aparcaba frente a las puertas y hacia dónde mandaría de regreso al siguiente chico que intentara ganarse su corazón. Fue por eso, que no se enteró de la, posiblemente, única visita que le interesaba.

Se había pasado la mañana escuchando a su madre hablar sobre lo bonito del matrimonio, lo necesario que era para el reino y lo buena pareja que haría con el príncipe de no sé qué reino y la tarde huyendo deliberadamente de ella, encerrada en uno de los despachos que sabía que la Reina jamás pisaría.

—Tu madre te busca —Arthur Kirkland, amigo de la infancia de Eir, se encontraba en ese momento en la puerta. No le había sido difícil descubrir el escondite de la chica, ya que solía repetir (es más, se extrañaba de que la Reina aún no hubiera dado con él).

La rubia levantó la mirada de un papel que tenía frente a ella y del cual parecía querer descifrar hasta los secretos más profundos.

—Por eso estoy aquí, porque no quiero que me encuentre —explicó, indicando a su amigo que cerrara la puerta tras él. Habló con rabia, algo extraño en ella, ya que al hablar de cualquiera de sus padres solía solo ser indiferente.

—No pareces sorprendida de verme aquí.

—Lo estaría si no hubiera encontrado estoy hace cosa de una hora —le tendió el pergamino que estaba estudiando unos segundos atrás. La chica no sabía si encontrarlo había sido un golpe de suerte o alguien lo había dejado justo en ese despacho sabiendo que solía pasar los días ahí encerrada.

Arthur hizo por coger el papel, pero solo para volver a dejarlo sobre el escritorio y sacar su propia copia.

—La mía es algo diferente; me invitan a pasar aquí más de solo la noche. Por eso es que he venido hoy.

Si Eir hubiera estado ante cualquier otra persona, se habría tenido que contentar con, como mucho, soltar un bufido de fastidio; sin embargo las reglas habían quedado atrás hacía años cuando se trataba de Arthur. Cogió la invitación que había encontrado, la hizo una bola y la tiró lejos, como si fuera una bomba que pudiera explotar en cualquier momento. Su amigo solo suspiró, observando el recorrido de la bola, como si no aprobara ese comportamiento en la joven.

Eir se preguntó cómo y cuándo era que su amigo había cambiado tanto. Cuando era pequeño no era capaz de estarse quieto más de unos minutos en el mismo sitio, y no hablemos de lo que le duraba cualquier prenda de color blanco. Sin embargo, ahora estaba ahí de pie sin más, luciendo el traje con elegancia señorial aún cuando estaba con su mejor amiga desde la infancia. Solo le fallaba el pelo, que ya había aprendido que era imposible de domar; también sabía que era algo que, en general, las chicas encontraban atractivo; igual que sus ojos verdes y el título de princesa que les acompañaría si acabaran contrayendo matrimonio con él.

—Te invita antes porque aún mantiene la esperanza de que nos casemos —notó un placer culpable al ver cómo Arthur casi se ahogaba con la idea, siendo él el que se sonrojaba—. Ya sabes, que le demos unos nietos preciosos con mi pelo y tus ojos —continuó, solo por ver cómo la tonalidad del chico cambiaba a medida que hablaba.

—S-si eso fuera lo que quiere, no habría organizado todo un baile para buscarte esposo —se recompuso a medida que hablaba, sabiendo además que su amiga estaba tan en contra con esa idea como él.

—Va a traer a todos los que he rechazado; apenas quedarán ya pretendientes si no, porque no creo que esté tan desesperada como para comenzar a llamar granjeros.

—De ahí que sea un baile de máscaras —asintió—. Así no vas a poder recordar quiénes son.

—Es una locura; si los rechacé a todos ¿qué le hace pensar que ahora voy a acceder a semejante gilipollez? —fulminó con la mirada la carta que su amigo le había tendido, aún intacta.

—Es tu madre, realmente tienes que hacer lo que te ordene; da gracias a que te permita decidir con quién quieres casarte y que aún no te haya obligado a hacerlo con cualquiera que elle considere oportuno.

—Puedo ser su hija, pero eso no me convierte en su posesión; si no quiero ir a ese estúpido baile y casarme con alguien, no lo pienso hacer y no puede obligarme.

—Es la reina; tu reina —le recordó, mirándola solo para comprobar cómo fruncía el ceño—. Realmente sí que eres su posesión.

La rubia hizo un gesto desdeñoso con la mano, levantándose y dando por finalizada la conversación, pero Arthur no iba a dejarlo sin más.

—Por lo menos ve, no cabrees tanto a tu madre —le aconsejó—. Porque como sigas así, un día solo te obligará a casarte y no podrás hacer nada por evitarlo.

Eir suspiró, pero el de ojos verdes tenía razón; no sabía cuánto más iba a poder tensar la cuerda entre su madre y ella antes de que esta se rompiera.

—¿Me vas a sacar a bailar? —preguntó de espaldas a Arthur, sabiéndose de memoria la reacción que iba a tener el chico, como ante cualquier frase mínimamente insinuante.

—¡Eir! ¡Deja eso ya! —se quejó a su espalda, aunque no pudo evitar sonreír, acelerando para ponerse a su altura.

-La Reina estaría más que feliz si lo hicieras -continuó la rubia, haciendo hincapié en el título que su madre ostentaba.

Arthur rodó los ojos. Realmente él era ajeno a todo ese reino, si esa amistad había surgido, era producto de la idea de los monarcas de ambos reinos, que al nacer sus hijos en intervalos tan pequeños de tiempo, habían decidido que hacer que se conocieran desde pequeños sería una buena forma de mejorar las relaciones entre los reinos vecinos en el futuro. Y habían conseguido lo que esperaban; no era raro que uno u otro pasara largos periodos de tiempo en el reino vecino, por lo que incluso las gentes de a pie habían llegado a considerar a ambos príncipes como un componente más de la Familia real, independientemente de que lo único que unía a ambos chicos era una muy buena amistad.