31 de Octubre de 1981

PRÓLOGO

Pretender que nada pasa, cuando los cigarrillos se acaban.

Hay días en la vida de un tal Sirius Black, en los que se levanta de buenas, con optimismo, con insaciables ganas de comerse el mundo y tal vez la luna, con el pulso tranquilo y la conciencia limpia.

El 31 de octubre de 1981, no fue uno de esos brillantes días.

Despertó sobresaltado, temeroso, con el corazón latiéndole con furia contra las costillas, los pulmones faltos de oxigeno, bañado en sudor frío y la mente confusa, errante, que luchaba por escapar y terminar de despertar de una siniestra pesadilla. Si bien le había ido como mucho, durmió 3 horas, aunque ni una de ellas fue de un descanso reparador, pues las pesadillas le persiguieron una tras otra sin tregua y no era la primera noche que pasaba así.

Sin embargo, había algo que diferenciaba aquel despertar de los anteriores, era como una mala sensación; justo ahí, en la boca del estómago, que le estrujaba las entrañas y hacía que le diera vueltas la cabeza y de sólo pensarlo, sintió ganas de vomitar.

No estaba en su casa, ni sabía precisar de momento, en donde se encontraba. Después, al mirar a su lado derecho y reparar en que no era el único que había dormido en el mullido colchón, recordó donde se encontraba. Diferenciando de otros días, el hecho de saber que había pasado la noche dando algo mas que saltos en el colchón, no le hizo sentir ni tantito mejor, en todo caso, peor.

Por más que se esforzó, no logró recordar del nombre de la rubia que a su lado dormía tan placidamente, totalmente entregada a los brazos de Morfeo, hecha un ovillo en las sábanas, ajena a toda preocupación.

Habiendo ya recuperado el aliento, Sirius abandonó su fallido intento por acordarse del nombre. Desistió, más que nada, porque le estaba empezando a doler –más- la cabeza. A lo mejor era, pensó Sirius, que al llevársela a la cama, no hubiera tenido el detalle de preguntarle el nombre. Podía ser eso, era de la clase de cosas que solía hacer y con este pensamiento, Sirius compuso algo bastante parecido a una sonrisa, pero que después de todo, no lo era.

Se levantó con premura, aún asustado sin saber de qué, dispuesto a irse, a quién sabe Merlín dónde, pero lejos de allí. Se abrochó los pantalones de mezclilla ya rotos y desgastados, recogió su camiseta del suelo a tres metros de la cama y se plantó frente al espejo.

En aquel, no muy limpio, espejo, en ese objeto que según los místicos es capaz de mostrar la verdadera alma de los hombres, con cara apática y desvelada, había un hombre joven, de cabello negro, ojos grises que a pesar de las semanas sin poder conciliar el sueño, seguía conservando en sus facciones su tan característico encanto.

Se pasó una rápida mano por el negro cabello y antes de desviar la mirada de su propio reflejo, éste le gritó: ¡BLACK!

Y "¡BLACK!" como siempre, hizo eco en la cabeza de Sirius, devolviéndolo de nuevo a sus pesadillas.

-¿Te vas ya? Ni siquiera ha amanecido.

-Si nena -respondió Sirius, al tiempo que se ponía la chamarra de cuero y encendía sin magia el último cigarrillo de una cajetilla que había comprado apenas ayer por la noche. Ya no le duraban nada. Nada.- Lo siento, sigue durmiendo -añadió sin mucha convicción, llevándose el cigarrillo a los labios indiferente.

-Debes prometerme que me llamarás mañana- le rogó la chica en tono suplicante.- Podríamos ir a ver a Stubby Boardman.

-Te lo prometo -mintió sin franco remordimiento, porque ni siquiera tenía su teléfono, cogió sus llaves, corroboró que traía la varita y se fue directo hacia la puerta, sin despedirse.

-¿Sabes? -le dijo la muchacha justo antes de que Sirius cruzara el umbral.- Nunca me había sentido tan bien con ningún otro chico. Eres especial.

Mitad cansado de escuchar lo mismo todas las mañanas en boca diferente, mitad complacido; Sirius no estaba muy seguro de ser especial por las razones adecuadas, así que como única respuesta le regaló una amarga sonrisa, expulsó el humo del cigarro y abandonó el lugar.

El frío viento le dio de lleno en la cara, metió las manos en los bolsillos, echó a andar y con tremendo pesar, apagó su último y bendito cigarro.

En efecto, aún no había amanecido, la luna aún se dejaba entrever en el cielo medio nublado. Evito mirarla para alejar malos recuerdos, aunque cuando consultó su reloj, se dio cuenta que los malos recuerdos estaban en todos lados. Eran las cinco y media de la mañana y su reloj no era otro sino el mismo que Remus le había regalado en cuarto, para que dejara de importunarle en clase preguntando la hora cada dos por tres.

El hecho de que Sirius tuviera reloj, no mejoró las cosas, porque Remus debió haberse dado cuenta antes, de que su auténtica intención no era averiguar la hora, sino estarle chinchando.

No había ni un alma en todo el pueblo y los pasos de Sirius eran lo único que quebraba el silencio de la desértica calle, lo cual francamente le inquietaba, pues tras los hechos acontecidos, huía de los silencios como quien huye de una plaga de termitas demoledoras.

Le hacían sentirse solo consigo mismo, y pensar en cosas que no quería ni debía pensar.

Tal vez se estaba volviendo rematadamente loco, pensó, soltando una atronadora carcajada para sí mismo que resonó por toda la calle, pues desde hace semanas tenía pesadillas, pero ahora las tenía, incluso despierto.