Este es mi fic para el evento por la Entente Cordiale en fruk-me-bastard (livejournal). Tenía la idea desde hace tiempo y vi la oportunidad de escribirla para el prompt de músicos, así que aquí lo tienen. No sé mucho de música, así que disculpen por los errores que pueda haber por el camino.
Muchas gracias a Luni y Alega por betear este fic: sin las correcciones, opiniones, ayuda y palabras de aliento seguro que otra cosa habría salido.
1. N.C.
N.C. (no chord): sin acorde, escrito en la línea de acordes de notación musical
para mostrar que no hay acorde que tocar y no hay armonía implícita.
Arthur aún maldice el día en que se encontró con Francis Bonnefoy por primera vez. Fue un viernes trece, porque todas las cosas malas en la vida ocurren siempre, sin excepción, durante un viernes trece. Y eran las once de la mañana, Arthur lo recuerda bien, porque iba en camino a su clase de Teoría y Análisis Musical cuando se lo encontró de frente y a punto estuvieron de chocar el uno contra el otro. Alto, delgado, el cabello largo recogido en una coleta, ropa que seguramente era tan costosa como se veía y el estuche de un violín en la mano izquierda. Fue un momento extraño porque después de la sorpresa por la repentina aparición, en el rostro de aquel hombre se pintó una sonrisa que en adelante se convertiría en motivo de pesadillas. (¿Y qué si eso esa exagerar?).
Francis es violinista (uno muy bueno si debe admitirlo, aunque jamás piensa reconocerlo en voz alta, mucho menos cuando el francés se encuentra presente, y que no dirá ni siquiera bajo amenaza); es violinista y su talento con la música es, quizá, la única de sus virtudes, según la opinión de Arthur. Nadie sabe con certeza por qué se encuentra en esa academia de música para dar su cátedra pero, exceptuando a Kirkland, nadie se queja por su presencia. Peor aún, el hombre ha logrado encantar a casi todos, entre profesores, alumnos y personal administrativo. (Por si fuera poco).
Bonnefoy tiene unos cuantos años más que él y es el tipo de persona que Arthur odia más en el mundo: pretencioso, demasiado seguro de sí mismo y con más suerte de la que se merece. Ignorarlo no sería problema en circunstancias normales, pero la presencia del francés no se puede catalogar como normal, porque Francis Bonnefoy no es muy normal, para empezar. Y no es normal porque, siendo honesto, Arthur no sabe cómo explicar la aparente fijación de su nuevo colega para con él.
Francis lo sigue a todas partes. No de manera evidente, pero siempre se las arregla para estar presente en todos los lugares donde Arthur suele pasar tiempo justamente cuando Arthur se encuentra ahí: en los pasillos que van a sus clases, en la cafetería cuando Kirkland toma su almuerzo; en los jardines cuando sale a fumar, en los auditorios cuando tiene una ponencia; y en la oficina que comparten porque alguien pensó que era una buena idea meter otro escritorio en su cubículo de cuatro por cuatro metros para poder compartirlo con el recién llegado que lo primero que hizo al entrar en él fue quejarse del horrible color madera de las paredes.
Es irritante.
Arthur no entiende por qué Bonnefoy se empeña en seguirlo y aparecer hasta en la sopa cuando ni siquiera hablan. Hasta el momento no han tenido algo similar a una conversación, sino más bien discusiones que surgen por las cosas más insulsas, como la mirada de desaprobación que Francis le dedica a su atuendo por las mañanas o porque en alguna ocasión Bonnefoy comentó que no logra encontrarle gusto al té. Ésas son la clase de cosas que Arthur se toma de manera personal. Algunos profesores consideran divertidas sus riñas, para él no lo son. Y para Francis… bueno, no está seguro de qué es lo que piensa porque hay veces en las que mientras discuten descubre un amago de sonrisa en su rostro y no se explica por qué.
Las discusiones y la constante presencia de Bonnefoy irritan a Arthur, pero no es por eso que prefiere mantenerse alejado de él. Podría ser tolerable, hasta cierto punto, si las circunstancias fueran diferentes y si Francis no hiciera la pregunta que Arthur más odia en el mundo: ¿por qué ya no tocas el violonchelo?
No hay día en que Francis Bonnefoy no lo pregunte, con evidente saña más que honesta curiosidad, de eso está seguro. Cada que Kirkland le escucha hacer la pregunta, frunce el ceño y aprieta los labios porque para el resto del mundo ha sido tan sencillo no preguntar sus razones (no insistir en saber sus razones, más bien) y simplemente olvidarlo pero para aquel hombre cada negativa se convierte en una invitación a seguir con la misma pregunta. Y Arthur, claro está, se niega a responder.
Cuando la gente pregunta por qué ha dejado de tocar el violonchelo, Arthur siempre alega que es una cuestión personal y se niega a dar más explicaciones. Nadie, ni siquiera su familia o sus amigos más cercanos (que, hay que admitir, no son muchos), conoce las razones que le orillaron a guardar el chelo en su estuche para sacarlo una vez cada semana para limpiarlo y evitar que se maltrate por la falta de uso. Si alguna vez pasa los dedos o el arco por las cuerdas, no es con la intención de interpretar alguna de las piezas que aún recuerda muy bien. Tampoco ha pisado una sala de conciertos desde que tomó la terminante decisión, más que para formar parte del público.
A pesar de su prometedora carrera, porque eso era lo que solía decirle todo el mundo desde los dieciséis años, cuando se unió como el elemento más joven a la Orquesta Sinfónica de Londres, Arthur simplemente le dio la espalda a los ensayos, y sin explicación alguna, renunció su contrato con la orquesta. Después de eso, solicitó una plaza como profesor en la Real Academia de Música de la Universidad de Londres, misma que le fue otorgada un par de meses después, y así, sin mayor revuelo, para el mundo de la música Arthur Kirkland dejó de existir.
Han pasado cuatro años, casi cinco. Ahora vive en un apartamento de dos habitaciones en el cuarto piso de un viejo edificio remodelado a principios del nuevo milenio. No es lujoso pero tiene una linda vista de la ciudad y está ubicado a una conveniente distancia de la academia, misma que recorre andando todos los días en menos de veinte minutos.
(—¿De verdad es lo que esperabas tener a los veintinueve? —pregunta uno de sus amigos en una ocasión.
—No, la verdad es que no.
—¿Entonces?
—Si algo he aprendido es que lo que esperas que será de ti pocas veces se llega a cumplir).
En general, Arthur no se queja. Tiene un buen empleo, un apartamento propio, un sueldo que le permite realizar un viaje al año (dos si ahorra con más ahínco), y suficiente tiempo libre para dedicarse a otra de sus pasiones: la lectura. No, en general no se queja. En general. Porque hay días en los que incluso esa vida en apariencia tranquila se torna imposible de tolerar. Como cuando un francés impertinente decide interrumpir la tranquilidad de su academia con intención de quedarse todo un semestre y decide molestar cada que se encuentran por los pasillos o en la puerta principal o, válgame Dios, en el camino al sanitario.
Es miércoles y el reloj en la pared marca las 9:30 de la noche. Con calma, Arthur echa su asiento hacia atrás y con cuidado de no olvidar nada, recoge poco a poco los papeles que tiene sobre el escritorio, guardándolos en su portafolio. Echa una ojeada rápida a su alrededor y asintiendo para sí mismo, toma su saco colgado en el respaldo de la silla y sale del aula, cerrando la puerta con llave. El pasillo está apenas iluminado por unos focos por aquí y por allá y se extiende largo y silencioso como sólo ocurre a esa hora en un lugar como aquél. Por un momento sólo se escuchan los pasos de Arthur, al menos hasta que voces provenientes del piso superior le llegan a través de la escalera que él se apresura en bajar.
Un breve saludo de parte de la secretaria después de entregarle la llave de su aula y un "buenas noches" de parte del vigilante se convierten en las únicas palabras que lo acompañan en su camino a la salida. Es una noche tranquila, apenas si sopla viento, y aunque aún se siente un poco de frío, el clima es bastante agradable.
Avanza por el patio, sobre un camino de piedra, pensando en todo lo que debe hacer al llegar a casa, cuando alguien dice su nombre. Se detiene por una fracción de segundo, un movimiento realmente imperceptible, y continúa su andar con más velocidad que antes porque por el amor de Dios, ¿también debe aparecerse cuando intenta ir a descansar después de un largo día? Oye pasos acercándose a él y cuando está por llegar a la entrada de la Academia, escucha su nombre una vez más, con esa voz tan conocida que le crispa los nervios y elimina cualquier rastro de buen humor.
—¡Arthur, no me ignores!
Kirkland se detiene y levanta la mirada al cielo, buscando no ya las estrellas, sino algo de paciencia porque si nadie lo detiene, será capaz de sacarle los ojos a Bonnefoy y no le gustaría hacerlo con testigos. Aún es temprano y otras personas caminan por la calle en ese momento, y él es, ante todo, un caballero. Hay que guardar las apariencias después de todo.
Gira su cuerpo poco a poco y sabe que se encontrará una sonrisa socarrona dibujada en el rostro que conoce tan bien por la cantidad de veces que lo ve en un día. Bonnefoy sonríe, sí, y hay un brillo en sus ojos que irrita a Arthur a niveles que ni siquiera su hermano mayor ha logrado, y eso ya es decir mucho (muchísimo, si conoces la relación que hay entre ambos). Francis lleva el estuche de su violín en la mano izquierda, la mano libre dentro del bolsillo de su chaqueta. Arthur frunce el ceño.
—¿Qué? —pregunta con brusquedad.
Francis se toma su tiempo antes de responder, pero al final sólo se encoge de hombros, como si segundos antes no hubiera llamado a Arthur una y otra vez hasta hacerle detenerse.
—Pensé que tal vez podríamos regresar juntos a casa —dice sin borrar la sonrisa del rostro.
—No.
Una risa escapa de los labios de Francis, quien sabe que esa será siempre la respuesta de Arthur para su pregunta y de todas maneras la hace por lo menos tres veces a la semana. Y es terrible porque Arthur se pregunta a quién hizo enojar en su vida pasada para merecer lo que le ocurre; es decir, no es posible que además de tener que ver a Bonnefoy todos los días y a todas horas, vivan en la misma dirección.
Quizá si no fuera tan insistente y molesto, Arthur soportaría más su presencia. Quizá incluso hablarían de música (cómo no), o de alguna otra cosa, con una taza de té (porque para Arthur está bien claro que las mejores conversaciones se acompañan con una buena taza de té). Pero hay algo de lo que se niega a hablar y Francis Bonnefoy parece no tener otro tema de conversación cuando se encuentra con él.
¿Por qué dejaste de tocar?
Kirkland vuelve a darle la espalda y sigue su camino, murmurando para sí en contra de franceses entrometidos que no lo dejan en paz y, de verdad, ¿es que no puedo tener un momento de tranquilidad? La risa de Francis lo alcanza para hacerle saber que su dueño se encuentra a unos cuantos pasos atrás: la negativa no es razón suficiente para que Francis decida no hacer lo que le viene en gana.
Así es como caminan hacia la misma dirección, uno a unos pasos del otro, hasta que alguno de ellos se detiene un poco o aumenta la velocidad de su andar de manera inconsciente para quedar casi hombro con hombro. Caminan en la misma dirección, pero nunca juntos, aunque cualquier otra persona diría que sí.
Al llegar al primer cruce, Arthur toma el camino hacia la derecha y Francis hacia la izquierda. No hay despedidas y sólo el sonido de los pasos del otro alejándose por el lado contrario les hace saber el momento en que se quedan solos una vez más.
La primera vez que Francis hizo la pregunta fue el mismo día en que comenzaron a compartir el cubículo, una semana después de su llegada a la Academia. Hasta ese momento, Arthur soportaba la presencia de Bonnefoy con estoicismo porque, precisamente (y es necesaria la repetición) hasta ese momento, Francis no había hecho nada que le molestara en serio. Excepto su constante verborrea sobre su vida en París y los países que conoce y su trabajo como solista y otros temas que Arthur ignoraba por no ser de su incumbencia.
Fue algo inesperado (y Arthur descubriría después que cuando se trata de Francis Bonnefoy, mucho ocurre de improviso). En un momento ambos se quejaban por el espacio tan reducido que tendrían que compartir, más por la incomodidad que por la presencia del otro si Arthur era sincero, y al siguiente le preguntó, con toda la calma del mundo:
—Kirkland, ¿por qué dejaste la música?
La respuesta fue la de siempre. Y todo habría terminado ahí, con un cambio de tema o algo similar, de no ser porque Bonnefoy decidió insistir a niveles fastidiosos. Cuando Arthur respondió que tenía sus razones y eran personales, Francis quiso saber cuáles eran. Y cuando Arthur dijo que en ese momento no quería hablar de ello, Francis le aseguró que era un hombre muy paciente y podía esperar el tiempo que fuera necesario hasta que decidiera hablar.
Ahora no hay momento de paz para él, porque Bonnefoy no sólo ha demostrado tener toda esa paciencia, sino también mucha perseverancia. No pasa un día sin que Arthur se lo encuentre y escuche la pregunta en todas las variantes posibles.
(Arthur puede jurar que Bonnefoy siente placer cada que le hace la pregunta y se masturba por las noches imaginando sus respuestas, porque de otra manera no se explica por qué tanta insistencia de su parte y tanto interés por un tema casi tabú.
Cuando la idea de Francis masturbándose se instala por mucho tiempo en su cabeza, Arthur decide no pensar más en las razones que tiene para hacerle la endemoniada pregunta todo el tiempo).
—¿Frunces el ceño porque estás pensando en la mejor manera de responderme?
Arthur da un respingo y masculla una maldición cuando encuentra a Francis mirándole desde arriba (porque está de pie) y con superioridad (que, obviamente, no posee). Aprieta los puños con fuerza y baja la vista, regresándola a los exámenes que intentaba calificar hasta hace dos o tres segundos. Escucha que una silla se corre y cuando vuelve a levantar los ojos, en un acto reflejo, ve a Francis sentado frente a él, al otro lado de su escritorio, usando uno de los asientos de los alumnos.
—¿Se te perdió algo? —pregunta con molestia y por toda respuesta, Bonnefoy sonríe y se acerca aún más.
Arthur toma aire profundamente, pide paciencia a todas las deidades conocidas y también las que no. Regresa la atención a sus papeles, haciendo un esfuerzo casi sobrehumano para concentrarse en las palabras que tiene delante de él (que de por sí cuesta mucho trabajo porque sus alumnos a veces escriben con jeroglíficos), porque saber que el francés se encuentra ahí, seguramente sin borrar la sonrisa de su rostro, le pone los pelos de punta.
Aguanta por casi un minuto antes de azotar el bolígrafo con fuerza sobre el escritorio, lo que hace reír a Francis.
—Hoy no tengo tiempo para tus tonterías —espeta Arthur. Francis se inclina hacia adelante, recargando los codos en el escritorio y su barbilla en las manos. La sonrisa nunca abandona su rostro.
—¿Y qué tal mañana y pasado mañana y el día después de pasado mañana?
—No tengo tiempo para ti, en general.
—Entonces es una pena que yo sí pueda dedicarte todo mi tiempo.
—Entonces es una pena que me importe una mierda.
—Ese lenguaje, profesor Kirkland.
Y hay algo en cómo dice la palabra profesor que se siente como un insulto, que suena con algo que se acerca al reproche, lo cual es absurdo porque no hay nada que reprochar. Arthur no entiende pero no expresa su duda, porque, ante todo, prefiere no seguir conversando con aquel entrometido.
—¿Por qué estás en este lugar y no en nuestra oficina? —pregunta Francis, sacándolo de sus pensamientos.
—¿Y a ti qué te importa?
Francis se encoge de hombros.
—Me parece extraño, es todo. En este salón habrá clases en una media hora y tú tendrás que mover tus cosas a otra aula sólo porque, obviamente, me estás evitando.
—No te estoy evitando, rana.
—Qué raro, a mí me parece que sí lo haces.
—No lo hago. Sólo fue más cómodo quedarme aquí después de mi clase y… —Una pausa y un carraspeo porque—, no tengo por qué darte explicaciones.
—Seguro.
Fuera del aula se escuchan voces y por un momento, los dos hombres se miran en silencio. Estar en silencio junto a Bonnefoy es algo extraño porque en los dos meses que lleva en la academia, Arthur se ha acostumbrado a escucharlo hablar y a discutir con él. La pausa dura sólo hasta que las voces se vuelven un murmullo y entonces Francis vuelve a inclinarse hacia adelante, sonriendo con esa sonrisa lobuna que, según Arthur, bien le valdría unos cuantos años de prisión.
—Hablando en serio. —Arthur levanta una ceja, Francis pone los ojos en blanco—, ¿por qué enseñas materias teóricas y no lo relacionado con tu instrumento?
—Porque la teoría también es importante en la formación de un músico.
—Eso ya lo sé. ¿Pero por qué no enseñarle a otros cómo tocar el violonchelo? Esta es una pregunta válida, ¿no? —Agrega antes de que Arthur pueda quejarse—. No me estoy metiendo con tus razones para dejar de tocar y no aceptaré otro "tengo mis razones" por respuesta.
—Te das demasiada importancia, Bonnefoy. ¿Por qué habría de responder cualquiera de tus preguntas?
—No me doy demasiada importancia, Kirkland. Soy importante, es todo.
Y otra vez la maldita sonrisa.
Es el momento de Arthur para poner los ojos en blanco. Suelta un suspiro y reuniendo todo su autocontrol para no lanzar la mesa a un lado y sacarle la sonrisa a golpes, toma sus papeles y los mete con violencia en el portafolio. (Al día siguiente, ninguno de sus alumnos hará comentarios sobre lo arrugados que están sus exámenes, o al menos no lo harán en su presencia, porque no quieren sufrir la ira del ya de por sí malhumorado y estricto profesor).
—Hay otros profesores que se encargan de la interpretación —responde sin dirigirse a él; sabe que el otro le observa con atención—, y son bastante buenos para su trabajo, así que no hay razón para que yo me involucre en ello.
—¿Y si algún alumno te pidiera ayuda o consejos?
—No me gusta dar consejos, pero si se diera el caso, respondería a sus dudas.
—¿Incluso si eso significa volver a tocar algo para enseñarle cómo debe sonar?
Arthur mira al otro con los ojos entrecerrados y sin añadir nada más a la discusión (número doce) del día, toma sus cosas y sale de ahí, con el francés pisándole los talones. Aun cuando se encuentra a mitad del pasillo, más cerca de las escaleras que del aula, siente la vista de Bonnefoy fija en él, y hace uso de toda su fuerza de voluntad para no voltear. No obstante, cuando llega a las escaleras logra ver (¡es sólo la visión periférica!) a Francis cerca del aula, echando un vistazo por la ventana sin prestarle más atención.
Un domingo a mediodía, alguien toca el timbre del departamento. Sin muchas ganas de levantarse, porque su libro está llegando al punto interesante y no quiere detener su lectura, Arthur atiende la puerta y se encuentra de frente con Alfred y su hermano Matthew. Jones entra en el departamento antes de que Kirkland pueda decir algo y es Matthew quien se disculpa por llegar de improviso.
—Es igual —responde Arthur cerrando la puerta detrás de los dos—, después de tantos años de conocerle, ya nada me sorprende viniendo de él.
Se dirigen a la cocina, en donde Alfred ya se ha instalado mientras comienza a sacar un montón de cosas de unas bolsas de plástico (y Arthur augura, porque esa escena se ha repetido tantas veces a lo largo de los años, que esa tarde comerán hamburguesas), y ahí entablan conversación sobre lo de siempre. O más bien, Alfred se dedica a hablar y hablar sobre lo que ha hecho y sobre lo que ocurre en su trabajo y sobre aquel chico japonés que tiene ideas geniales para hacer juegos pero que está en otro equipo de trabajo cuando deberían unir sus mentes maestras para crear el mejor juego de la historia. (En algún momento de su verborrea, Matthew y Arthur intercambian miradas, y el músico entiende, sin necesidad de palabras, que Alfred no ha hablado de otra cosa en toda la semana).
Arthur conoció a Alfred cuando ambos eran adolescentes y supone él que no existe en el mundo una amistad tan extraña como la suya, porque no comparten gustos. Alfred es desarrollador de videojuegos y no tiene un interés particular por la música, mucho menos por la música clásica; no obstante, ambos han sido amigos por más tiempo del que cualquiera de los dos ha mantenido una amistad. La relación con Matthew (que es veterinario), vino por descontado, porque al saber que existía otra persona capaz de soportar los ataques de egocentrismo y verborreas de Alfred, el chico prácticamente exigió la presencia de Arthur en su vida, porque incluso él tenía sus límites y un poco de paz ocasional no le venía nada mal.
Al cabo de algunos minutos, Alfred parece recordar la presencia de los otros dos, que en voz baja ya se han puesto al corriente de sus respectivas vidas, y hace una pausa a su monólogo (que retomará tarde o temprano), y charla con ellos de otras cosas.
—¿Y cómo te va con tu amigo francés? —pregunta Alfred al cabo de un minuto, y Arthur sabe por el brillo en su mirada que deseaba hacer aquella pregunta desde tiempo atrás.
Gruñe como respuesta.
—¿Aún siguen llevándose mal? —pregunta Matthew, y el gruñido se convierte en una risa irónica.
—¿Es que podemos llevarnos de otra manera?
—No sé, todo es posible en esta vida, ¿no lo crees?
—No cuando se trata de él. Es una de las personas más insufribles que he conocido en mi vida.
—Entonces debe serlo mucho, considerando los años que llevas de conocer a Alfred.
—¡Hey!
Ambos ríen al ver la expresión ofendida de Alfred, y cuando éste expresa su inconformidad por el comentario de Arthur, prefieren ignorarlo hasta que se le pasa.
—Pero honestamente —continúa Matthew al cabo de un rato—, cualquiera diría que lo que tienen en común sería suficiente para que lograran tener alguna charla civilizada.
—No creo que sea posible tener una charla civilizada con alguien como él —argumenta Arthur—. Además, no tenemos cosas en común.
—Los dos son músicos —dice Alfred. Arthur pone los ojos en blanco.
—Eso no quiere decir que tengamos cosas en común.
—Comparten una oficina —insiste Jones.
—Desafortunadamente.
—¿A los dos les gusta la misma música aburrida?
—Alfred, hemos tenido esta conversación por años: la música clásica no es aburrida.
—Los dos tocan instrumentos de cuerda —ofrece Matthew.
Arthur voltea a verlo y levanta una ceja.
—¿De qué lado estás tú?
—Del lado de la señora obviedad.
—Siguen sin ser razones suficientes para tener una charla civilizada.
—¿Y qué tal aquel concierto? —pregunta Alfred de pronto.
Arthur abre la boca para responder pero se queda mudo de inmediato. Frunce el ceño, confundido, y mira a Matthew en busca de una explicación.
—¿Qué concierto? —pregunta.
—El concierto en Ámsterdam —responde Matthew con tranquilidad—. ¿Por Navidad? —Las cejas de Arthur se unen en una sola y al descubrir que su desconcierto es genuino, ambos hermanos intercambian una rápida mirada.
—¿No lo recuerdas? —pregunta Alfred.
—No me sorprende —comenta su hermano—, fue de aquella ocasión en la que decidiste retirarte.
—Pero si no estuve en ese concierto —responde cuando por fin logra recordar—. Renuncié a la orquesta antes de que comenzaran los ensayos para esa temporada.
—Exacto —asiente Matthew.
—No entiendo qué tiene que ver Bonnefoy en todo esto.
—No, no lo recuerda —canturrea Alfred y eso le gana una expresión airada por parte de su amigo.
—Recuerdo que íbamos a comenzar la temporada de conciertos en Ámsterdam, y recuerdo que íbamos a tener, como en otras ocasiones, músicos invitados. Tenía que preparar un dueto, pero jamás llegue a conocer al músico con el que iba a tocar porque renuncié antes de ello.
—Pues el músico con el que ibas a tocar era ese tal Bonnefoy —dice Alfred al fin.
Arthur lo mira confundido.
—¿Qué? ¿Y tú cómo sabes?
—Tú nos dijiste —dice Matthew.
—No lo recuerdo.
Alfred se encoge de hombros.
—Sí, eso ya nos queda bastante claro.
(Y entonces un recuerdo llega a la memoria de Arthur: él y el director de la orquesta hablando, y el director diciéndole, después de escuchar sus razones —las verdaderas—, que respetaba sus deseos pero que sería una pena porque no todos los días Arthur Kirkland y Francis Bonnefoy hacían un dueto.
Y también recuerda que en aquel momento de su vida poco o nada le importaba que el músico con el que iba a interpretar un dueto fuera el mismísimo Mozart, por lo que no es de extrañar que el nombre de Bonnefoy se haya borrado de su mente gracias a su maravilloso poder de negación).
Arthur carraspea y le da una mordida a su hamburguesa sin muchas ganas ante las miradas atentas de los otros dos.
—Pero de todas maneras no entiendo cómo es que eso podría ser una razón para que nos lleváramos bien.
—No sé —responde Matthew—. Tú sólo querías saber cuáles eran las cosas que tienen en común y te hemos dado unos ejemplos.
Arthur asiente con lentitud y Alfred toma eso como una señal para seguir con su charla sobre el juego que están desarrollando en su trabajo y vuelve a insistir en que convencerá al chico japonés para que trabajen juntos para el próximo proyecto. Por la vehemencia de sus palabras y el brillo casi diabólico en la mirada, Arthur piensa (como seguramente lo hace Matthew, a fuerza de haber convivido por veinticinco años con el otro), que si Alfred se lo propusiera, sería capaz de dominar al mundo.
Esa idea es suficiente para distraerlo del anterior tema de conversación. Francis Bonnefoy, incluso en sus días libres, logra hacerse presente en su vida.
Al lunes siguiente, él no le menciona a Francis que ahora recuerda que en algún momento estuvieron a punto de hacer un dueto. Lo ve por la mañana antes de entrar a su primera clase, y el encuentro se desarrolla tan rápido que no le da tiempo para preguntar lo de siempre.
Cuando regresa a su oficina horas más tarde, después de optar por quedarse en sus aulas a hacer lo que normalmente haría en su cubículo (y no es porque evite al francés), descubre que Bonnefoy no está. El día sigue sin novedades ni percances, y nada interesante ocurre en la academia durante las horas que pasa en ella.
Francis, no obstante, no regresa en todo el día.
Las ausencias de Bonnefoy se repiten una vez cada dos semanas, pero Arthur nunca pregunta por él porque cuando regresa, se encarga de recuperar el tiempo perdido y es doblemente molesto e insistente. No obstante, quizá por la convivencia diaria, hay días en los que pueden mantener conversaciones que rayan en lo civilizado. Y surgen, para mortificación de Arthur, justamente de aquello que Alfred y Matthew enlistaron como cosas que tienen en común.
Comienza cuando después de una reunión con otros profesores sale el tema de los instrumentos, en general, y los dos coinciden en que los instrumentos de cuerda son los mejores. Ese día Francis comenta haber comenzado a tocar el violín a los cinco años, a lo que Arthur responde que él comenzó con el violonchelo a los cuatro. Un día Arthur le pregunta quién es su compositor favorito (Paganini; Arthur no se sorprende) y al otro, Francis pregunta cuál es su pieza favorita (los dos primeros movimientos del concierto para violonchelo de Elgar, que aún recuerda), y cuando menos se lo esperan, comparten una que otra anécdota de conciertos y viajes y las orquestas. A su relación no la catalogaría de agradable, pero es más soportable a como comenzó meses atrás. Además, Bonnefoy tiene cosas interesantes que contar.
(Eso sí, ninguno de los dos ha sacado a relucir el tema de ese concierto en Ámsterdam, en el que iban a tocar juntos).
—Y así fue como conocí a Antonio y a Gilbert —suspira Francis, después de contarle, sin que Arthur realmente lo pidiera, la historia de cómo entabló amistad con un guitarrista español y un percusionista alemán, a quienes considera sus mejores amigos, después de que los tres se vieron envueltos en un lío de faldas que ni siquiera tenía que ver con ellos.
—Fascinante —responde Arthur con ironía, regresando su atención a su propio escritorio, en donde se acumulan algunos documentos que debió revisar hace horas y que habría terminado ya si Bonnefoy no le hubiera distraído con su charla.
Francis se ríe por lo bajo detrás de él.
—¿Y tú hiciste alguna amistad interesante en tus tiempos? —pregunta. Arthur se detiene un momento antes de mirarlo de reojo y responder:
—Ninguna que continúe hasta la fecha.
Escucha que Francis recorre su silla y siente que le observa, pero se niega a voltear. Intenta distraerse con su trabajo, pero sabe que el francés no le quita los ojos de encima y le es imposible concentrarse. Al final, para su molestia, termina haciendo todo a un lado y girando su asiento para encarar al otro, quien se sonríe al verle de frente otra vez.
—Mis amigos más cercanos son un veterinario y un desarrollador de videojuegos. —Francis levanta una ceja—. Larga historia. Pero no, no conservo amistades de "mis tiempos" —y hace las comillas con los dedos, para enfatizar—, como le has llamado tú.
—¿Por qué?
Arthur se encoge de hombros.
—Porque no eran amistades importantes.
Por un momento parece que Francis está por decir algo, pero al final asiente y sin decir palabra alguna, se gira lentamente, acomoda su silla y se pone de pie. Murmura algo sobre su clase con los jovencitos de tercero y se va de la oficina, no sin antes lanzarle un beso a Arthur.
Estando solo una vez más, Arthur no puede evitar pensar en que algunas de esas amistades con las que perdió contacto después de dejar los conciertos sí valían la pena, sólo que era bastante doloroso saber que ellos aún podían tocar y él había dejado ese mundo para siempre.
De vez en cuando, cuando Arthur llega a la academia, se encuentra un vaso de café en su escritorio (es de aquella cafetería a unas cuadras de la academia en la que tienen un rico café colombiano). A veces es un latte y a veces es un mocha; en ocasiones es negro. La primera vez que encontró un vaso similar, lo miró con sospecha y prefirió no tocarlo durante toda la mañana, por precaución. Cuando escuchó la risa nasal de Francis y éste dijo, con toda la intención del mundo, que ni siquiera él caería tan bajo como para envenenar a otras personas, Arthur fingió no sentir vergüenza por su actitud.
Ahora, cuando se encuentra un vaso con café recién hecho (porque es como si Francis tuviera bien memorizados sus horarios para saber el momento exacto en el que llegará a la academia, algo en lo que prefiere no pensar demasiado), lo toma sin hacer comentario alguno. Y si bien no suele agradecer de manera textual, a veces, sin darse cuenta, compra un pastelillo extra y lo deja en el otro escritorio sin decir palabra. Para no desperdiciar la comida, claro está.
(Como nunca mira hacia donde se encuentra Francis, aún no se ha dado cuenta de las sonrisas que aparecen en su rostro cuando Arthur tiene esa clase de detalles).
Hay días en los que Francis llega a la academia y luce cansado. Ante todos se muestra igual de animado que siempre, todo sonrisas y besos lanzados al aire, pero cuando se sienta en su escritorio y mira hacia la pared blanca frente a él, Arthur es consciente de un peso invisible sobre sus hombros. No dice nada al respecto, porque en los casi dos meses que llevan de conocerse, no se ha creado ninguna intimidad entre ellos; ni siquiera lo considera un amigo (porque no, no importa lo que diga Alfred, discutir con Bonnefoy no significa que se lleven bien). Pero incluso si no dice nada al respecto, la curiosidad lo acompaña durante horas y posiblemente hasta el día siguiente, cuando Francis entre a la oficina con la sonrisa de siempre y el peso invisible olvidado en algún otro lugar.
Al darse cuenta de que, al parecer, es el único que nota esos detalles en Francis, Arthur concluye que la presencia del francés de verdad se ha convertido en algo molesto en su vida. Le molesta porque, además, es evidente que Bonnefoy es una constante y Arthur no está seguro de cómo debe sentirse al respecto. Prefiere no pensar demasiado en ello y cuando, días después, Bonnefoy vuelve aparecer falto de energía y entusiasmo, se convence a sí mismo de que sólo se fija porque es necesario para él estar al pendiente de cuándo y dónde (¿y cómo?) aparece el otro hombre, para poder evitarlo. Nada más.
(El poder de negación de Arthur Kirkland es maravilloso. Es lo que le permite dormir por las noches).
Arthur no conoce muchas cosas de Francis. De hecho sólo está al tanto de lo que ha escuchado decir a otros profesores, que por increíble que parezca, no es mucho. Sólo distintas variantes de lo interesante que es charlar con él, de lo prometedor que será su regreso a París, en cuatro meses más, o de cómo bien podría hacerle competencia a ese otro violinista alemán que hace arreglos de melodías modernas y le va una onda más instrumental rock. Exceptuando todo eso, Arthur no sabe mucho sobre Francis Bonnefoy. Recuerda que toca en la Orquesta Sinfónica de París, y que tiene algunos estudios interesantes, pero es por el currículum que leyeron el día de su presentación.
Francis Bonnefoy es un misterio para él y aunque el simple hecho de pensarlo le produce malestar, es un misterio que le intriga un poco. (A veces más que sólo un poco, pero es mejor no hablar de eso). En especial en aquellos días en los que luce cansado y le oye suspirar en varias ocasiones desde los dos metros cuadrados que le corresponden, y ata su cabello en un moño desordenado que ha escuchado que algunas alumnas describen como algo llamado mun. (El mundo y sus modas hasta idiomáticas que Arthur no logra entender del todo).
Durante esos días Francis resulta ligeramente menos molesto. No porque detenga su arsenal preguntas, sino porque algo en su voz hace que ni siquiera Kirkland sienta ganas de responder con la energía de siempre y se limite a gruñir por lo bajo e ignorarlo lo mejor que puede mientras por un lado frunce el ceño intentando descifrar la letra de un alumno, y por el otro responde el mensaje de Alfred diciéndole que no, no puede pasar el fin de semana en su casa y que cualquier terror nocturno que tenga es culpa suya por ver películas de terror cuando bien sabe que no las soporta en lo más mínimo.
Detrás de él, lo escucha suspirar por tercera ocasión en media hora. Arthur gira el rostro y lo ve recargado en el respaldo de su silla, con los brazos a ambos lados del cuerpo, lánguidos, y la mirada fija en algún punto entre la pared y el techo. Regresa la atención a su trabajo y después de descifrar lo que su alumno escribió al final del examen, busca su nombre en el monitor de su laptop y escribe la nota. Toma el siguiente examen de la pila que tiene a su derecha y repite la operación: leer, calificar, registrar la nota.
Francis vuelve a suspirar.
—Deja de hacer eso —murmura Arthur sin verlo. Escucha que la silla del francés se mueve, pero él atento al proceso de leer-calificar-registrar.
—¿Por qué?
—Porque es molesto y lo sabes.
Bonnefoy no responde con palabras pero Arthur le escucha reacomodar la silla y cuando vuelve a mirarlo de reojo, lo encuentra en una posición similar a la anterior, sólo que tiene algunos papeles (¿son partituras?) entre sus manos. Kirkland continúa trabajando por unos minutos más antes se rompa el silencio al que se había acostumbrado tan fácilmente.
—¿Y por qué ya no tocas? —pregunta Francis. Arthur gira su silla con lentitud para mirar al francés, que sigue dándole la espalda.
—¿Otra vez con eso? —replica y sus cejas se unen en una sola por lo mucho que frunce el ceño debido al enfado—. ¿Cuántas veces tendré que decirte que tengo mis razones y que son muy personales?
—¿Y cuántas veces tendré que decirte que eso no es más que una soberana mierda?
Su tono de voz es distinto al que había empleado hasta ese momento, distinto incluso de la voz cansada con la que hizo una pregunta de dos palabras momentos atrás; es un sonido que, de no ser porque viene de él, Arthur interpretaría como el arrebato de un desdichado. Pero es casi imposible, al menos para él, juntar las palabras Francis Bonnefoy y desdicha en una sola frase, porque esa no es la idea que tiene del francés. (Aunque también es consciente de que a Francis Bonnefoy lo conoce tan bien como conoce el motor del auto que no posee, pero ese es tema aparte).
Arthur aprieta los labios y se gira, regresando la atención a su laptop, tecleando algunas cosas en ella y revisando nuevamente los papeles sobre su escritorio. Un silencio tenso se instala entre los dos. Desde fuera llega el rumor de voces, alguna conversación perdida en el pasillo. Francis permanece en la posición en la que se encuentra, dándole la espalda a Arthur y toma su tablet, picando las aplicaciones sin ton ni son, porque al parecer no tiene nada que hacer más que compartir su espacio con aquel otro hombre.
Otro suspiro escapa de los labios de Bonnefoy, más largo y sonoro que todos los anteriores. Arthur detiene un segundo el tecleo en la computadora, pero casi de inmediato retoma su labor. Francis deja la tablet, cambiándola por un bolígrafo y juguetea con él, quitándole la tapa y poniéndosela otra vez, girándolo entre sus dedos mientras su mirada permanece fija al frente, en aquella pared color madera que tan horrible le pareció desde el primer momento.
—Un músico como tú no deja de tocar sólo porque sí, Arthur. No sin una buena razón para hacerlo.
El comentario lo toma por sorpresa. Kirkland deja de teclear una vez más y por un momento sopesa la idea de lanzar algo directamente hacia la cabeza del otro. No lo hace. Mantiene la mirada fija en su monitor, aunque el movimiento de sus dedos se ha detenido por completo. Frunce el ceño, pero no es el gesto enfadado de antes, sino por la curiosidad, porque es la primera vez que Francis menciona su manera de tocar.
—Te vi tocar muchas veces —agrega su acompañante en voz baja, pero se escucha con claridad porque así de pesado es el silencio en aquella oficina—. Eras toda una celebridad, ¿sabes? No había músico en Europa que no hubiera escuchado de ti o que no te conociera. Y era muy sorprendente porque ya sabes que los cantantes y los pianistas son los que más fama suelen tener, seguidos, a veces, de los violinistas. Un instrumento como el violonchelo no es precisamente de los que destaquen más. Pero tú, Arthur, tú lo hacías brillar como ningún otro. Un violonchelista tiene que ser excepcional para hacer carrera como solista. Y tú lo eres.
Levanta la mirada al techo y sonríe para sí mismo por un momento.
—Pocas veces he escuchado a un músico transmitir tantas emociones con su interpretación…
El hechizo se rompe de pronto. Arthur cierra la laptop con fuerza y se pone de pie para salir de la oficina sin decir palabra alguna, dejando a Francis solo y confundido.
Francis es un músico excelente, eso Arthur lo reconoce. Lo sabe desde que lo escuchó tocar por primera vez, al día siguiente de su llegada, en una exhibición que hizo ante los alumnos y profesores a petición de la directora del departamento de instrumentos de cuerda. Toca con fluidez, con agilidad y con elegancia también. Mantiene un porte que lo vuelve casi aristocrático (que le recuerda mucho al de un pianista que conoció años atrás, en Austria), y hay algo en él, en cómo ilumina el escenario al estar ahí, que hace que sea muy difícil quitarle los ojos de encima.
Objetivamente hablando, Arthur no puede sino aceptar el talento de Bonnefoy.
Subjetivamente hablando… más que hablar, prefiere ahorrarse sus comentarios porque no quiere ver la sonrisa que aparecerá en su rostro si en algún momento de su vida llega a enterarse de lo que piensa acerca él y su manera de tocar el violín. Prefiere evitarse la vergüenza que eso significaría.
Francis tiene una técnica muy buena, fruto evidente de años de práctica y dedicación, y aunque Arthur sólo le ha escuchado interpretar piezas lentas y melancólicas, intuye que también es bastante bueno para mover sus dedos con la rapidez que necesitan algunas piezas, como las de Paganini. Pero más allá de la técnica o de lo que elige interpretar y enseñar a sus alumnos, Arthur sabe que Francis disfruta la música. Lo ha visto cuando habla de música con alguien y su mirada se ilumina, y ha notado la sonrisa que aparece en su rostro (distinta a muchas otras que muestra en público) cuando toca el violín, en especial cuando se encuentra solo. O cuando cree que se encuentra solo.
Todos los martes y los jueves al mediodía, Francis tiene clase con un grupo de violinistas que están por egresar. Su clase es en un piso distinto a aquel en el que Arthur se encuentra a esa hora, y no obstante, Bonnefoy siempre tiene tiempo para pasar frente a su puerta y guiñarle el ojo mientras Arthur escribe en el pizarrón o hace un dictado de triadas y acordes de séptima a uno de los grupos de primero. En todo el tiempo que lleva en la Academia, no ha habido día, de los martes y los jueves, que no lo haga. Por eso cuando un martes o un jueves, Arthur no lo recuerda bien (era jueves y sólo finge no recordar), Bonnefoy no hizo su aparición, Arthur decidió ir al otro piso y pasar cerca del aula, sólo por curiosidad.
Esa es la única ocasión en que le ha visto y escuchado tocar mientras cree que se encuentra solo.
Quizá la clase terminó antes, quizá ninguno de los alumnos se presentó, quizá esa clase era invento de Francis y por eso tenía tiempo para ir dos pisos abajo a espiar a Arthur mientras éste sí estaba ocupado con su trabajo. O quizá sólo había sido providencial que Arthur se encontrara en aquel lugar en aquél preciso momento, ¿quién sabe? Las razones, sean lógicas o no, realmente no importan. Lo único que importa es un hecho trascendental: vio y escuchó a Francis tocar el violín más para sí mismo que para otras personas, y eso marcó una diferencia (que no quiere aceptar).
Cuando está solo, Francis es distinto. El galán que se pasea por los pasillos y guiña el ojo cuando se sube al escenario es sólo parte del personaje que rodea a Francis Bonnefoy. Lo sabe porque lo ha visto. Cuando Francis está solo y toca el violín, la sonrisa en su rostro se vuelve más sincera y la música que sale de su instrumento es de esa que acaricia los sentidos y se siente llegar a algún lugar que —Arthur sospecha— es el alma.
Otra cosa que no admitirá ni siquiera bajo tortura: lo envidia un poco por eso.
Es quizá por culpa de los detalles de Francis que ha notado que en días recientes cuando se encuentra en casa y ve su chelo, siente el inicio de algo que, para su sorpresa, son ganas de tocarlo una vez más. Sólo que no lo hace porque teme lo que ocurrirá al hacerlo y prefiere ignorar el impulso. En días recientes le ocurre con más frecuencia, tanto como cuando recién decidió dejar de tocar y cada día pasaba lentamente y su mirada se dirigía a donde su instrumento se encontraba, esperando paciente a estar en sus manos una vez más. Qué terrible es, piensa mientras se anuda la corbata con cuidado antes de salir de casa, lo que la simple presencia de Bonnefoy logra hacer con él.
Y al estar listo, da media vuelta y en su camino hacia la puerta de la habitación, pasa sus dedos por el estuche del violonchelo, postrado junto a la puerta. Lo hace con cuidado y delicadeza, acariciándolo con dulzura y al mismo tiempo ofreciéndole una silenciosa disculpa, sujetándolo por un momento. Después, como si no hubiera ocurrido nada, lo cambia por el portafolio lleno de notas para su clase, algunas partituras que un alumno le pidió días atrás, un par de bolígrafos y un libro para leer en su tiempo libre.
Cuando cierra la puerta de su departamento y camina hacia el trabajo, sólo el violonchelo sabe lo solitario que es esperar por su regreso.
Una tarde, Francis llega a la academia y se ve peor que en otras ocasiones. Luce tan mal como para que otras personas noten su estado de ánimo y le pregunten, con genuina preocupación, si se siente mal. Francis, a pesar de todo, responde con sonrisas y agradece la preocupación, diciendo que se encuentra de maravilla.
Todos saben que es mentira. Nadie insiste en saber la verdad.
Durante todo el día Arthur escucha al menos una conversación por clase en la que sale a relucir el nombre de Bonnefoy junto con palabras de curiosidad y preocupación por él. Y sólo espera que en algún momento diga el porqué de su extraña actitud, porque es verdaderamente molesto que no haya otro tema de conversación en la academia.
Después de su última, Arthur encuentra a Francis en el pasillo que va hacia la oficina que comparten. Está apoyado junto a una ventana y ve hacia afuera absorto en sus pensamientos mientras en su mano derecha sostiene un cigarrillo que está a punto de consumirse por completo y que es evidente aún no ha llevado a su boca.
—Está prohibido fumar dentro de los edificios —murmura Arthur al pasar a su lado.
Francis da un respingo y lo mira como si no supiera quién es por un par de segundos. Después tira lo que queda del cigarrillo al suelo, apagándolo de un pisotón. Recoge la colilla y la guarda en su bolsillo, todo en completo silencio, y Arthur no puede sino levantar una ceja, porque esa no es la actitud normal del Francis que él conoce.
—Lo olvidé —responde Bonnefoy al cabo de un rato. Arthur pone los ojos en blanco.
—Claro, porque llevas apenas, ¿cuánto? Ah, sí, dos meses y medio en la academia.
Francis lo mira de reojo antes de regresar la vista a la ventana para poder ver a través de ella.
—Como sea —murmura con desgano—. A veces lo hago sin pensar realmente. Suele pasar.
—Si tú lo dices —responde Arthur—. ¿Terminaste tus clases? —pregunta aunque muy en su interior sabe que debería seguir con su camino y no dar pie a que piense que está siendo amigable con él.
Francis mueve la cabeza en un gesto afirmativo.
—Terminamos antes.
Arthur le sonríe socarronamente.
—A veces me pregunto si en verdad les das clase o los usas como pretexto para tomarte un año sabático, considerando que sueles terminar antes o desaparecer a mitad del día. ¿Por qué dices que estás aquí?
—Porque yo sí tengo razones verdaderas para haberme alejado de los conciertos.
La sonrisa en el rostro de Arthur se esfuma por completo y gira el rostro para verlo una vez más. Francis sigue con la vista fija en la ventana. Arthur frunce el ceño y lo mira con fastidio, porque el hecho de que Bonnefoy haya tenido un mal día no significa que debe desquitarse con él, mucho menos aludiendo a su razón para renunciar a la música. En especial cuando no tiene ni idea de por qué es que tomó la decisión que lo llevó a ese preciso momento en ese preciso lugar.
—Como sea —dice con voz cortante y sigue con su camino.
Y es extraño que no se sienta enfadado por la respuesta (aunque sí un poco molesto), sino intrigado porque hasta ese momento no se había preguntado las razones que Bonnefoy tiene para encontrarse en aquella academia dando clases a un par de grupos, cuando se supone que tiene una carrera prometedora con la Orquesta de París.
—¿Por qué dejaste de tocar? —escucha.
Arthur se detiene y suspira. Ve a Francis, quien ha separado su vista de la ventana y lo mira a él. Luce tenso y tiene las manos apretadas en puños. Arthur lo examinacon detenimiento, intentando analizarlo y descubrir, sin tener que preguntar, el porqué de su extraña actitud. Sin embargo, al hombre que ve delante de él es alguien a quien no reconoce. Hay algo en sus ojos, ahora tan serios y duros, que le vuelve alguien completamente diferente.
Reprime un escalofrío.
—¿Me lo dirás?
Hay un silencio que se extiende por quién sabe cuánto tiempo (seguramente un par de segundos, pero se sienten como una eternidad, con la tensión tan palpable en al ambiente), que se rompe hasta que Arthur suspira con cansancio. Esa actitud de Bonnefoy raya en el límite del verdadero acoso.
—¿Por qué insistes tanto? —pregunta Arthur cruzando los brazos, apoyando la espalda en la pared más cercana.
—Porque quiero saber.
Una risa sardónica escapa de los labios de Arthur.
—Esa respuesta no es razón suficiente, y lo sabes bastante bien.
—Ya te lo dije: un músico como tú no deja de tocar sólo porque sí.
—Qué decepción te llevarás entonces, Bonnefoy. Eso fue exactamente lo que pasó conmigo.
Francis bufa.
—Claro, y es obvio que te creo.
—Sería más considerado de tu parte fingir que me crees y dejarme en paz —refuta, comenzando a sentirse irritado una vez más—. Esta conversación no tiene sentido.
—Nunca dije que fuera una persona considerada —agrega Francis—, mucho menos cuando se trata de ti. ¿Me vas a decir?
Arthur lo mira fijamente y frunce el ceño una vez más. Francis le sostiene la mirada y es quizá una desgracia que nadie pase por el pasillo en ese momento, porque es obvio que algo va a pasar, que esa conversación se está alejando cada vez más de las que le precedieron y trataron el mismo tema, y sólo Dios sabe qué es lo que ocurrirá entonces.
—Mis razones son eso: mías —dice con seriedad, irguiéndose por completo, adoptando una actitud desafiante—. Y si eso no te es suficiente, lo siento por ti. Estoy harto de esta conversación, Bonnefoy. Déjame tranquilo. No entiendo por qué insistes tanto, ¿qué diablos te importa a ti?
Sus brazos caen a ambos lados de su cuerpo y da un paso, alejándose del otro para retomar su camino. Francis lo detiene tomándolo por la muñeca izquierda con más fuerza de la que es necesaria. Arthur se detiene en seco, cerrando el puño que tenía libre porque ¿quién demonios se cree este sujeto?
—Dímelo, Arthur. Tengo derecho a saber.
Es suficiente.
Arthur se suelta de un tirón y voltea a verlo con tanta furia que Francis no puede más que dar un paso hacia atrás, y aunque recupera la compostura en un parpadeo, para Arthur es evidente que hay algo de miedo en él. Si Kirkland no estuviera tan ocupado intentando controlarse para no asesinarlo en ese momento, quizá hasta sentiría algo similar al júbilo.
—¿Que tienes derecho, dices? —pregunta fríamente—. ¿Y qué te hace pensar que tienes derecho a saber? ¿Eh? A ti, que nada tienes que ver conmigo. ¿Crees que porque en algún momento estuvimos a punto de tocar juntos tienes cualquier tipo de derecho sobre mí y mis secretos? Eres el colmo de la presunción, Bonnefoy.
—No es presunción.
—Si no es presunción, de todas maneras lo tuyo es un caso extremo de acoso, así que da igual. ¿Quieres saber por qué ya no toco? —Francis siente que su cuerpo se tensa—. Es en realidad muy sencillo, Francis. —Y algo en la manera como Arthur dice su nombre le provoca escalofríos—. Dejé de tocar porque tocar el violonchelo no significa nada para mí y eso es razón más que suficiente para dejar de hacerlo. No vuelvas a preguntarme y en lo posible, no vuelvas a dirigirme la palabra. Tienes suerte de que no te haya molido a golpes, porque créeme, soy bastante capaz de hacerlo.
Al caminar por el pasillo, está casi seguro de que Francis irá tras él; sin embargo, para su sorpresa, no se mueve de su lugar.
Al día siguiente no intercambian palabra alguna.
En casa, el chelo permanece en su estuche, en el lugar de siempre, de donde Arthur sólo lo saca para limpiarlo y prevenir que las cuerdas se estropeen. A veces toma el arco y lo pasa por ellas, sacando algún sonido, y si lo escucha desafinar, repite cada nota hasta que los sonidos son perfectos una vez más. Hay días en los que sus dedos cosquillean por querer tomarlo y acomodarlo entre sus piernas, pero tan pronto como coloca los dedos la mano izquierda en el diapasón y posiciona el arco para comenzar con alguna de las melodías que todavía recuerda a la perfección, se queda totalmente en blanco. Y eso es lo peor.
Cuando Francis logró —al fin— sacarlo de sus casillas y obtuvo la respuesta que tanto había buscado, Arthur no mintió: es cierto que para él, tocar ya no significa nada. Y no significa nada porque ya no siente nada al tocar. No siente dicha ni alegría como lo hiciera en los primeros años de instrucción musical, no siente la música fluir con soltura, envolverle y recorrer su cuerpo de pies a cabeza, produciéndole escalofríos. No siente el golpeteo de su pecho cuando suena el primer acorde y le siguen los graves melancólicos de alguna composición. Nada. Y Arthur no es tan estúpido como para intentar tocar sin emoción alguna. ¿Para qué? ¿Para sonar vacío? ¿Qué clase de músico sería entonces?
Arthur no es capaz de mentirle al mundo al subir a un escenario y tocar algo que no siente. Y tampoco mentirá intentando enseñarle a otros lo que él ya no es capaz de sentir. Por eso dejó los conciertos y por eso es que se limita a dar clases teóricas. Y aunque aún es doloroso pensar en lo que fue y en lo que pudo ser, el dolor antes latente se ha convertido más bien en una molestia crónica con la que se ha resignado a vivir, y que no olvida pero sí es capaz de ignorar la mayor parte del tiempo.
Si la decisión fue correcta o no es algo a lo que Arthur ha dejado de darle vueltas con el paso de los años, después de todo él es de la clase de personas que sabe vivir con sus decisiones, cuando se trata de aciertos, sí, pero también cuando se trata de errores. Así que Arthur no piensa demasiado en ello. Y si ahora, cuando ve su violonchelo y recuerda la mirada dura que le dirigió Francis al preguntar la última vez por qué ya no toca el violonchelo, prefiere no pensar en que si su instrumento fuera humano esa sería, quizá, la mirada que le daría todos los días cuando pasa a su lado y sólo lo toca con la punta de los dedos ofreciendo una silenciosa disculpa. Una disculpa que probablemente no tiene verdadero perdón.
Nunca he estado en Londres, no conozco su Academia de Música, así que no tomen como cierto ningún dato. El siguiente capítulo lo subiré la próxima semana, si no se atraviesa nada en el camino. De antemano, muchas gracias por leer y comentar.
