Disclaimer: Yuri! on Ice y sus personajes no me pertenecen.
Advertencias: underage, +18, M/M.
Este fanfic participa en el evento #RussianWeekend 2017 dedicado a la pareja Nikiforov x Plisetsky organizado en el grupo de Facebook "Solo fans Victor x Yurio Victurio", para quienes va todo mi cariño incondicional por tan buenos momentos compartidos.
Pet-Play
Parte I
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Para Jesse, por todo lo que siento por ti.
Con la timidez de que debí haberte obsequiado algo más puro y más noble,
pero con la certeza de que lo primero que escribiese sobre esta pareja debía ser para ti.
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"Nothing can cure the soul but the senses, just as nothing can cure the senses but the soul."
― Oscar Wilde
Despacio —y casi con la misma apatía y aborrecimiento que él traía consigo— el cielo comenzaba a nublarse, dejando a la ciudad huérfana de San Petersburgo sumida en la sospecha de una borrasca que recordaba al mismo tono de azul acero oscuro en que sus ojos —únicamente en ocasiones muy, muy especiales— se tornaban cuando anhelaba algo con un furor demente; opacando a la intensidad de su turquesa natural, pero no a su belleza, pues tanto en sus facetas —a veces más, a veces menos hipócritas— de ángel y de demonio él era siempre igual de encantador, y era también muy consciente de ello.
Viktor Nikiforov se detuvo a mirar las nubes arremolinándose en el cielo unos instantes, después continuó su camino de regreso a casa, apenas prestando la mínima atención necesaria a su alrededor. Lo cierto era que su ciudad natal, misma que en antaño lo había conmovido y lo había inspirado una y otra vez, cada día le parecía más simple, más aburrida. Y esto contribuía también a la construcción lenta, pero imparable de una aversión generalizada hacia la disciplina que lo había formado y le había dado una vida propia en más de un sentido posible: el patinaje artístico.
Sin decir nada, rodó los ojos, porque él bien sabía —pese a todo lo que los medios y su propio gremio se empeñasen en decir— que el gusto se le estaba comenzando a acabar, y que cuando eso pasase no habría retorno, se marcharía y le valdría una mierda a quién dejase atrás.
Viktor era el héroe de Rusia, el campeón del patinaje y el modelo a seguir de muchos. Sin embargo, la mayoría del tiempo a ese mismo Viktor le valía un carajo lo que ocurriese con su país, su deporte y sus admiradores; era cierto, estaba cansado.
Con un bufido entró, al fin, al complejo de apartamentos en el que vivía cómodamente e inmediatamente pidió el elevador para dirigirse hacia el pent-house. Miró la hora en la pantalla de su iPhone, 18:45, y con fastidio pensó en qué nuevo regalo lo estaría esperando al entrar a su apartamento, tratando vagamente de adivinarlo sin ningún éxito ni interés real alguno.
—Qué estupideces… —susurró compadeciéndose superficialmente. Pues desde hace un par de meses, ante su creciente desinterés por su deporte, la Federación rusa de patinaje artístico en una alianza idiota con su entrenador Yakov Feltsman se había empeñado en llenarlo día tras día de obsequios opulentos —que iban desde lo cursi a lo sofisticado— cuya intención no era otra sino llenarlo de lujos para convencerlo de que su lugar no era otro sino ser su rey preciado del patinaje artístico.
Arte, joyas, viajes, tecnología y autos, pero nada que en verdad captase su interés. Pobres, al menos se estaban gastando una millonada en él —que con total sinceridad bien la valía—, pero sin importar lo mucho que se esforzasen no dejaba de ser una acción desesperada e inútil, pues Viktor cada día se convencía más de que lo mejor sería retirarse del patinaje.
Cerró los ojos con fuerza en un momento efímero para después negar con la cabeza y buscar las llaves de su apartamento en su bandolera deportiva. Y ahí, frente a la puerta de un hogar que jamás se sintió como tal, Viktor Nikiforov —el Viktor Nikiforov— se permitió tener un pequeño momento angustioso de debilidad; cuestionándose así mismo por qué —sin importar lo que hiciese o dejase de hacer— no podía tener la constancia de pertenencia, por qué no podía simplemente encontrar su jodido lugar al cual pertenecer, por qué tenía que terminar siempre hartándose de todo y mandando a todo y a todos a la mierda… ¿Ah, acaso era soledad aquello que corroía su alma día a día? Sí, seguramente tendría que serlo; pero eso no era sino el resultado de las decisiones que había tomado a lo largo de su vida. Porque al final del día, las cosas no pasaban por una razón, las personas "malas" no recibían su merecido, y no existía tal cosa como aquella ley idiota de que a cada quien se le regresa lo que cosecha. Por supuesto que no.
Lo único que quedaba, lo único que él tenía, era el resultado de su libre albedrío, de una gracia concedida sin merecerla, y de la responsabilidad sobre sus acciones. Podría tomar aquello, o aceptar quedarse sin nada en este mundo —ya de por sí lo suficientemente cruel — y devastarse a sí mismo.
Era un cabrón mezquino, y bien que lo sabía. Iba a abandonar a la nación y a las personas que le habían dado lo más parecido a un hogar en su vida… y no le importaba. Aunque lo cierto era que tampoco podría hacer otra cosa. Porque una vez que terminase de fastidiarse por completo del patinaje, incluso si lo intentaba, ya no iba a poder seguir brillando.
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Después de un rato, entró finalmente a su pent-house; y aunque por un momento le pareció un poco raro, no le dio la mayor importancia al hecho de que su perro, Makkachin, no saliese a recibirlo a la entrada como de costumbre.
Queriendo despejar su mente de tanto drama agotador, de tanto fingimiento cotidiano, decidió que lo mejor sería tomar una buena ducha, quizá incluso sumergirse en el jacuzzi un par de horas —no anhelar… no extrañar… sólo sentir, descansar…—, con esto en mente se se dirigió a paso firme hacia baño principal.
—¡Makkachin! —llamó a su perro con voz cantarina, queriendo saludarlo antes de asearse, mas nuevamente no hubo rastros del animal, cosa que extrañó al patinador.
Despacio, buscó por su apartamento, mas en ese instante todos sus anhelos, sus orgullos y sus imperantes deseos de perfección se vieron al fin realizados —sin que él fuese consciente de ello, sin que él incluso fuese participe de ello— en el momento en que su mirada se encontró sublimemente con una caja dorada que reposaba en el centro de su sala de estar. A un lado de la misma, el caniche movía la cola alegremente, manteniéndose fielmente a un lado como si de un Cerbero protector se tratase, y Viktor no pudo sino comprenderlo, porque ¿cómo no inclinarse ante aquella belleza? él, que también era un poseedor de la perfección, sabía también reconocerla en otro ser.
En ese momento sus razonamientos y sus deseos se quebraron instantáneamente, confundidos ante la revelación de que todo aquello que en el pasado habían presenciado era ilusorio y efímero comparado con aquello que ahora se les presentaba. Pero inmediatamente, la respiración, y el deseo volvieron a Viktor, esta vez aceleradamente. Como si su cuerpo mismo celebrase el haberse encontrado por fin ante la vida eterna. Un poco apresurado, el hombre ruso avanzó con paso tembloroso hacía el que sería el encuentro más excitante de su vida: porque ahí, en medio de su apartamento, se encontraba un niño dentro de una caja de regalo.
Viktor se mordió el labio levemente y sin siquiera darse cuenta de cuándo ni cómo ya estaba totalmente emocionado. Sigiloso, se acercó y pudo ver que el menor dormía acurrucadito; a su lado, Makkachin miraba al infante para después mirarlo a él con curiosidad, Viktor no hizo sino hacerle señas para que no ladrase y después lo mandó a que se retirase a la terraza, renuente, el perro aceptó después de un rato, complacido únicamente por los mimos de su amo.
Mirando al niño con detenimiento y pudo ver su figura adormilada, su cuerpecito cubierto por una batita blanca con capucha, y unos cabellitos rubios que se asomaban sobre su cabecita adornando una pielecita muy blanca y suave, casi como de bebé.
No pudo evitar soltar un gemido incomodo al darse cuenta de lo que estaba pasando: las facciones de ese niño lo delataban en su totalidad, era indudablemente de ascendencia rusa… y viéndolo ahí… como estaba… sólo podía significar una cosa:
—Joder… —susurró con entusiasmo e incredulidad.
La Federación rusa le estaba regalando un niño. Un bebito ruso —seleccionado de entre los más hermosos de su pueblo— que como ofrenda había sido presentado a Viktor con la total humildad de una nación dispuesta a dar todo por su héroe redentor.
Ante esto, el patinador no pudo sino sonreír, satisfecho por primera vez en mucho tiempo. Esta vez sí que se habían pasado en su intento por complacerlo, habían cruzado límites sociales y morales… y, sin embargo, no iba a ser él quien los detuviese. El niño le había sido presentado cual cordero, bañado en oro y entregado con devoción; y él, definitivamente iba a tomarlo. Con solo tener su regalo frente a sí, Viktor comenzó a endurecerse.
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Ansioso, el hombre mayor no pudo contenerse más y comenzó a desenvolver su obsequio, sacando diversos papeles y listones dorados, plateados y blancos que engalanaban el presente.
Después de un rato, pudo al fin tener frente a sí el cuerpo de su bebito cubierto por la batita y echo un ovillo dentro de la caja.
Viktor, sin siquiera pensárselo dos veces, lo cargó entre sus brazos y lo depositó con suavidad sobre el sofá. Casi inmediatamente el niño comenzó a desperezarse, y un poco asustado se aferró a lo primero que tuvo enfrente, es decir, a Viktor, quien deseoso lo recibió entre sus brazos. En ese momento, el patinador no pudo sino sentir que al fin —después de tanto— encontraba la calidez que había estado buscando al sentir sobre su pecho el cuerpo pequeño y tembloroso de su niño.
Alejándolo un poco para observando, el ruso mayor se encontró con unos preciosos ojos verdes, llorosos y adormilados, que no eran sino la esencia misma de la criatura que vendría a cambiar su vida para siempre. Conforme fueron acostumbrándose a la luz, esos ojitos se enfocaron —primero levemente y después con curiosidad— en los suyos propios, esmeralda y turquesa creando un perfecto juego estético.
A un lado de él, y sujetándolo con una mano en el hombro y la otra sobre la diminuta cintura, Nikiforov fue testigo de cómo después de parpadear perezosamente, el niño se llevó ambas manos hacia su rostro para tallarse los ojos… pero grande fue su sorpresa al darse cuenta que en donde debían estar las manitas había más bien un par de guantes, que a manera de garras felinas cubrían las extremidades del menor. El hombre lo miró sorprendido, e inmediatamente bajó la capucha para revelar también un par de orejas de gato, peludas y con textura atigrada que contrastaban con sus cabellos rubios; con algo de suavidad, el hombre las jaló levemente, comprobando que estaban bien sujetas a la cabeza del niño —con alguna especie de pegamento o grapas— y ganándose únicamente una mirada de confusión de éste, quien únicamente ladeo su cabeza para mirar a Viktor con sus grandes ojos verdes, gesto que no hizo sino conmover y excitar al mayor.
¿Qué rayos estaba pasando?
Absolutamente intrigado, Viktor se recargó a sus anchas sobre el sofá de cuero; y abrió las piernas —en un intento efímero de hacer que su erección dejase de rozarse incómodamente bajo sus pantalones deportivos ajustados.
—V-ven aquí… —le dijo bajo y con la voz ronca, como tanteando el terreno, señalando entre sus piernas con una palmadita ante la mirada inocente del nene que no lo detuvo. Después de todo, si ese pequeño era un regalo de la Federación, entonces Yakob lo habría instruido indudablemente sobre cómo satisfacerlo, y él no era nadie para negarse a dicha oportunidad; además estaba ya sobreexcitado por detenerse a examinar a su nueva posesión.
El menor ladeó la cabeza con confusión ante las palabras de Viktor, pero cuando el hombre señaló entre sus piernas, éste de inmediato fue a acomodarse sobre su regazo, siendo sostenido por el mayor y acomodado a horcajadas encima de su pene erecto.
Nikiforov no pudo sino gemir guturalmente y darle una bien merecida mirada aprobatoria a su bebito, misma que fue correspondida por un bellísimo sonrojo en la piel de porcelana del menor.
—Ven aquí, bebé… —susurró Viktor, y el niño se removió entre sus brazos, inmediatamente el adulto lo reacomodó para que la punta de su erección quedase justo sobre su trasero cubierto únicamente por la batita blanca, de no ser por los pantalones deportivos de Viktor quizá ya estaría metiéndosela por sobre la misma tela
—Es hora de que te examine, de que admire al prodigio que me han mandado, ¿lo entiendes, verdad? debes saber, hermoso, que la Federación rusa me complace únicamente con lo más exquisito… debes ser un gran tesoro del país para que te hayan ofrendado a mí, ¿no es así, bebé?
El menor se removió, tratando de apegarse más al pecho del mayor y endureciendo así más a Viktor por el roce íntimo— Así, bebé… así… estás orgullosísimo de estar conmigo… lo estas, ¿verdad?... sí que lo estás, claro que lo estás.
Decía mientras pasaba sus manos por la espalda y cintura del bebito, más este no sólo no respondía, sino que lo miraba con confusión.
Fue entonces cuando, boba y tardíamente, cayó en cuenta de que su regalo llevaba atada a la boca una mordaza de bola, eso sí, era muy discreta, ocultándose casi en la cavidad el menor y sujetada a su rostro por unas ligas a juego con su piel blanca.
Viktor río complacido ante el empeño que habían puesto para agradarlo y, sin decir nada, comenzó a acariciar el cabello y las orejitas de gato del menor quien frotaba su cabecita contra sus manos tratando de acurrucarse más contra Viktor.
—Voy a revisarte todo, pequeño bebito. —susurró el mayor con la mirada oscura por el deseo. Y con algo de renuencia por tener que romper el contacto, depositó al menor sobre el sofá, quien callado y sumiso como se había presentado desde un inicio ante Nikiforov esperó inocente por su destino.
Con su tacto maduro y soberbio, Viktor comenzó a retirar la batita blanca, dejándole únicamente las garritas y las orejas que aunque quisiese no le podría retirar, para revelar así al ángel caído por el cual viviría gustosa y eternamente en pecado mortal. Mordió levemente su labio y tan sólo con esa imagen divina sintió algo de pre-semen deslizándose deliciosamente por la enorme erección totalmente visible bajo sus pantalones.
¿Era ese su regalo de los dioses? Viktor tenía frente a él a un niño de unos diez años, con la cabellera rubia adornada por las orejitas de tigrito, la piel blanca e inmaculada —lista para ser marcada— y el cuerpo delgado y rico —listo para ser tomado.
Esos ojitos esmeralda, esa boquita amordazada y ese rostro blasfemamente angelical se posaron sonrojados sobre la notoria erección del patinador; y Viktor no pudo evitar gemir ronca y audiblemente en el momento en que su bebito se dio la vuelta para mostrarle una cola de gato que por medio de un plug se sujetaba en su trasero, contrastando ricamente con su pequeño miembro infantil apenas semi-erecto. Despacio, Viktor acarició los pezoncitos rosados y duros que ante la temperatura y ante su propia cercanía tenía el menor, y al mismo tiempo sujetó levemente la colita con rayas de tigre, moviendo así también el plug en su interior y provocándole al menor un chillidito de sorpresa. Era demasiado, el bebito era jodidamente tentador, y ante esto —la imagen más erótica de su vida— Viktor no pudo sobrellevar más su dolorosa erección y sin ser tocado terminó por correrse vergonzosamente dentro de sus pantalones en medio de gemidos sonoros y con la mirada azulina perdiéndose lentamente en el cuerpo desnudo del menor.
Su eyaculación fue larga y deliciosa, e incluso después los espasmos le duraron unos segundos más. Dejando a Viktor totalmente sudoroso, húmedo y ansioso. Joder, había sido el orgasmo más rico en mucho tiempo. Tratando de calmar su respiración agitada tras su pequeña muerte, el ruso sonrió complacido, sintiendo que las ganas le volvían tan solo de pensar que si se había corrido así sólo con admirar a su gatito, ¿qué sería después, cuando lo tomase y lo desvirgase con fuerza? casi sintió su miembro volviéndole a palpitar ante tal anhelo.
—Ven aquí, ven aquí, gatito —habló con la voz algo rasposa después de que se hubo recuperado de su orgasmo, decidiendo limpiarse más tarde al no poder dejar de lado a su precioso bebito por más tiempo.
Ante las señas del mayor sobre su regazo, el niño de inmediato se subió en Viktor, sentándose desnudito sobre el mayor que lo recibió gustoso, acomodándolo nuevamente sobre su miembro.
—Es hora de quitarte esto —le dijo con la voz dulzona mientras comenzaba a desatar la mordaza y sacaba de la pequeña boquita una pelotita blanca llena de saliva. El niño simplemente comenzó a hacer pequeños sonidos parecidos a maulliditos y gimoteos, y el mayor se limitó a masajearle la mandíbula y sus mejillas con suaves roces de sus pulgares.
—Ven aquí, mi bebé. —sin siquiera pensárselo dos veces y sabiendo que ya estaba duro de nuevo, Viktor acercó al niño, quien inocente no temió nada hasta que fue demasiado tarde y tenía ya la boca del hombre mayor sobre la suya virgen e infantil.
El beso de Viktor fue húmedo y demandante, no se anduvo con primeros pasos, después de todo ¿acaso no era ese un regalo listo para su disfrute? el patinador recorrió con su lengua la cavidad del menor, probando la dulce saliva, y el rubio simplemente se dejó hacer, totalmente inexperto, pero dando pequeños gemiditos ante el nuevo y placentero contacto. Despacio, tomándose todo el tiempo del mundo para conocer a su gatito.
—Así, así…
Suave, húmedo y anhelante.
—Así, gatito, así… saca tu lengua. —Viktor instruyó al menor, sintiéndose jodidamente gozoso y sabiendo, con total honestidad, que esta vez la Federación rusa sí que se había lucido, lo habían complacido con el mejor regalo posible. Quizá, si se le antojaba, les agradecería con sus actos en el futuro, pero por ahora, lo único que le importaba era seguir disfrutando por mucho más de ese pequeño gatito que había llegado a su casa.
Lentamente fue acariciando el cuerpo desnudo del menor que comenzaba a removerse y a suspirar bajo su merced, y en medio de esto fue que el mayor pudo admirar como la imagen de perfección y erotismo absoluto del cuerpo desnudo de su pequeño minino era coronada con elegancia por un pequeño collarcito de oro adornado con zafiros que el bebito llevaba en el cuello, Viktor pudo leer que en la parte delantera tenía grabado el que debía ser su nombre:
YURI
por detrás en una tipografía más pequeña venía grabado
Propiedad de Nikiforov.
—Yuri, eh… —y el bebito, se separó con un sonido húmedo de sus labios, dándole una mirada ansiosa al entender que estaba diciendo su nombre. Viktor únicamente acarició sus cabellos rubios y su rostro, tratando de darle confort; ante esto el menor hizo un sonido parecido a un ronroneo.
—Bienvenido a casa, Yuri.
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