«Padre te quiere matar...»

Piqué con alegría frente a la puerta de los aposentos de tío Iroh, y estuve dando saltitos en el sitio esperando impaciente a que me abrieran. Un impasible sirviente, alto y delgado, me hizo pasar haciendo una lenta reverencia. Con una inexpresividad soporífera fue deslizándose a través de las dependencias de mi tío, susurrando con voz queda, por aquí, mi señor, tenga cuidado, mi señor, no piséis ahí, mi señor. Imperturbable, anunció mi presencia a mi tío, que estaba de espaldas contemplando una enorme insignia de la Nación que colgaba orgullosamente presidiendo la habitación. Luego, en silencio, desapareció sin levantar el más mínimo soplo de brisa.

Nada más ver a tío Iroh fui corriendo hacia él, le salté a la espalda y juntos empezamos a trastabillar por todo el salón, tirando todo a nuestro a paso, mientras tío Iroh reía sin cesar.

- ¡Para, pequeño espadachín, a mis criados no les va hacer ninguna gracia esto!

Me cogió por la cintura al vuelo (yo pesaba poco), y después de darme un beso en la frente, me depositó con una floritura en mi sillón favorito, tan mullido que parecía que parecía que quisiera comerte, porque te ibas hundiendo lentamente entre sus cojines.

- Mira qué desastre has armado, joven príncipe... -dijo tío Iroh mirándome con falsa severidad. Yo le eché la lengua, pataleando desde el sillón-. Veo que has venido a despedir a tu pobre tío antes de que vaya a la guerra, ¿no? No tenías porqué, esta noche tendremos un fabuloso banquete de despedida.

- Tío, me da igual el banquete -repuse con frustración. Madre también había dicho lo mismo-. Ni siquiera podré hablar contigo... -aparté la vista, refunfuñado.

- ¡Es broma, Zuko! -tío Iroh se arrodilló ágilmente hasta quedar a mi altura-. Estoy muy pero que muy contento de que hayas venido a verme.

No pude evitar sonreír de felicidad sintiéndome repentinamente más seguro. No estaba demasiado acostumbrado a que alguien se pusiera «muy pero que muy contento» al verme, y ese agradable cambio no dejaba de sorprenderme.

- ¿Y Lu Ten? -pregunté, mirando a mi alrededor esperando que apareciera-. ¿Está nervioso?

- Todos estamos nervioso, Zuko -dijo mi tío mientras se sentaba pesadamente en otro sofá, a mi lado, y se llevaba una taza de té a sus labios-. ¿Ves el pendón? -señaló con una cabezada el gran tapiz de la llamarada que había estado contemplando minutos antes-. Me he propuesto que cuelgue de la Sublime Puerta del Palacio Real de Ba Sing Se antes de que acabe el otoño.

- Una empresa arriesgada -comenté no sin cierta aprensión. La idea de la guerra me ponía nervioso, así que no solía prestarle demasiada atención.

- Órdenes del Señor del Fuego -el semblante de tío Iroh se endureció-. Y sus designios son los designios de Agni, por supuesto.

- Por supuesto -coincidí distraídamente-. En realidad, y ahora que sacas el tema del Señor del Fuego, quería preguntarte una cosa.

Me encantaba que tío Iroh resolviera mis dudas, de cualquier tipo. A mis ojos, tío Iroh era el intrépido general que defendía el estandarte de nuestra Nación en las inhóspitas y salvajes tierras del continente, el que extendía el dominio de Agni por todo el mundo. Además él era bueno, compasivo y paciente conmigo. No me gritaba cuando hacía algo malo, con esos gritos que me hacían sentir como si estuvieran cayendo bombas a mi alrededor. Sólo se quedaba en silencio y me observaba con su ceño de decepción. Con él no hacía falta que controlara cada uno de mis actos, ni que pensara meticulosamente en qué hacer y en qué no, preocupado por contrariarle y que me castigara. Me dejaba ser yo mismo, me alababa y aprobaba lo que hacía. No hacía falta que estuviera tenso ni en constante alerta, porque a él no le temía. Evidentemente, yo aún no comprendía ninguno de todos aquellos sentimientos, sólo sabía que, con él, me invadía una tranquilidad y un sosiego descomunales, que nunca sentía estando en nuestras propias dependencias.

- Claro, Zuko, pregunta. Aunque poca cosa podrá hacer un simple soldado como yo...

Solté una carcajada. A tío Iroh le encantaba fingir que era un don nadie, aunque no con falsa modestia, sino con humildad y una verdadera intención de reírse de sí mismo.

- Tío, ¿cuántos Señores del Fuego ha habido en toda la historia de la Nación? -pregunté atropelladamente.

- Oh, demasiados en mi opinión -dijo el tío Iroh, haciendo un ademán de desdén-. Tuve que memorizarme la lista entera de Señores del Fuego cuando estaba en la Universidad. Ya te tocará a ti, y entonces...

- ¿Y todos han sido maestros del fuego? -le interrumpí.

En el rostro de tío Iroh apareció un fantasma de suspicacia.

- Sí, claro... -respondió con cautela.

- ¿Y todos los príncipes que tenían también lo eran? ¿Y eran los más poderosos de su tiempo?

- Bueno, así es como eran considerados, al menos.

Nos quedamos un rato en silencio. Yo bajé la cabeza y empecé juguetear con mis dedos. Tenía demasiado miedo de preguntarle lo que realmente quería saber, pero para eso había venido, ¿no?

- Zuko... ¿por qué me preguntas eso? -dijo mi tío, despacio-. ¿Hay algo que te preocupa?

Alcé la cabeza inmediatamente, maldiciéndome a mí mismo por no saber ocultar mejor el contenido de mi mente. Madre siempre decía, entre risas, que mi rostro estaba tan intrínsecamente conectado a mi mente que era incapaz de impedir que éste reprodujera lo que aquélla pensaba. ¡Maldita cara, la mía! pensé con frustración. Y ahí tenía los inquisitivos ojos de tío Iroh, de ese ámbar tan brillante y tan parecidos a los de Padre... y tan diferentes también.

- Sólo me parece raro que «todos» los miembros de «todas» las generaciones de una familia hayan poseído el Dominio -me encogí de hombros, fingiendo despreocupación-. ¿A ti no te parece raro? ¿No es demasiada casualidad?

- Bueno, eso siempre se ha interpretado como la demostración que la nuestra es la familia ungida por Agni, la escogida para gobernar Su tierra en Su nombre. Sabes lo que entonan los Sabios del Fuego en sus cánticos, ¿verdad? El Señor del Fuego es...

- Los ojos y la espada del Señor -terminé a regañadientes. Sabía perfectamente lo que decían los Sabios del Fuego, pero sus insulsas explicaciones no acababan de satisfacerme-. Lo sé. Aún así, sigue siendo muy raro. Mira por ejemplo la historia del Señor del Fuego Azan y sus diez hijos, nueve de ellos estériles...

Tío Iroh contuvo una carcajada.

- Es una historia graciosa -dijo volviendo a beber un poco de té. Yo cerré la boca, frustrado porque mi tío me hubiera interrumpido en la exposición de mi tesis, tan minuciosamente compuesta durante toda una semana-. Los diez fueron desfilando por el trono a través de los años, y al no tener descendientes, el trono iba recayendo en el siguiente hermano. Al final, el décimo hermano llegó a ser Señor del Fuego cuando ya tenía bisnietos.

- Sí -dije, presuroso por devolver la conversación hacia su cauce original-. Y los diez fueron maestros de fuego. Y los cinco hijos del décimo hijo, el Señor del Fuego Yzm, también lo fueron, así como sus dieciséis nietos y sus treinta y un bisnietos. ¡Estadísticamente es imposible, tío! -exclamé, muy orgulloso de haber pronunciado correctamente la palabra «estadísticamente», que había aprendido dos días antes.

- ¿Cómo sabes todo eso? -preguntó mi tío, cada vez más sorprendido.

- He estado informándome -dije muy circunspecto-. Una mujer puede parir como máximo hasta cuatro maestros, eso como mucho. El caso más alto registrado es el de una mujer que vivió hace doscientos años, en la provincia de Hunnan del Reino de la Tierra, que tuvo seis hijos maestros. Y, aún así, ¡los casos donde hay más de dos maestros en una misma generación de hijos son muy raros! Eso quitando a los extintos Nómadas de Aire, que todos eran maestros, lo cual también me parece muy raro. Y... -dejé de hablar durante un instante para respirar. Me acababa de dar cuenta que había estado hablando con un resuello de voz. Tío Iroh me observaba sin decir nada, cada vez más impresionado-. Apartando los casos de extraordinaria fertilidad de los Señores del Fuego Azan, Yzm, y otras excepciones, ¡los Señores del Fuego nunca suelen tener más de dos o tres hijos, teniendo en cuenta que la tasa coyuntural de fertilidad de la Nación está en ocho hijos por mujer! ¿No es extraño?

- Zuko, ¿adónde quieres llegar? -tío Iroh sonaba con auténtica curiosidad-. ¿Y de dónde has sacado todos esos datos?

- He estado informándome -repetí, reacio a revelar el origen de mi fuente (me había colado en el Comisionado de Demografía, en el ala sur, sin permiso del Archivero Imperial)-. El caso es que... ¿no te parece probable que en nuestra familia haya nacido alguna vez un no-maestro?

Tío Iroh estuvo el silencio unos segundos.

- Sí que me parece probable -reconoció tío Iroh, lanzándome una larga mirada-. Pero no ha ocurrido. Si no, lo sabríamos.

- Tú has dicho que el hecho de ser una familia formada exclusivamente de maestros es lo que los Señores del Fuego utilizan para acallar a sus opositores -continué, sin escuchar lo que había dicho tío Iroh, cada vez más enfrascado en decir de una vez el motivo de tanto tormento, lo que no me había dejado dormir en días-. Bien... Tú... ¿Crees que...? -empecé a balbucear sin sentido, sintiendo como todo el coraje tan concienzudamente acumulado durante semanas me abandonaba sin remedio, haciendo que me deshinchase cual globo. Noté que la garganta me temblaba y que voz salía débil y vacilante. Tío Iroh, que había notado mi indecisión, me animó con la cabeza a que prosiguiera, pero parecía que a cada segundo se preocupaba más. Yo respiré hondo y dije-: ¿Nunca has pensado que tal vez «sí» que tuvieron hijos no-maestros, y que al nacer los mataban para mantenerse el poder? -terminé con un hilo de voz.

Tío Iroh reaccionó como si le hubiera confesado que mi afición era tirarme por los tejados de Palacio. Empalideció súbitamente, y saltó de su asiento como si entre los cojines hubiera escondida una granada. Yo noté como se me exprimía el corazón de angustia, pensando que había metido la pata hasta el fondo, como siempre. Me di cuenta que me había vuelto a delatar, pues uno de los objetivos de aquella tarde era que tío Iroh no se diera cuenta de lo mucho que me turbaba la escalofriante conclusión a la que había llegado.

- Es algo que he estado pensando últimamente -dije con una exagerada ligereza, esforzándome en que aquello pareciera una intrascendente reflexión hecha por un niño curioso en una aburrida tarde-. Daría una explicación a los nueve hijos estériles del Señor del Fuego Azan, porque no tiene sentido que, de repente, el décimo sea una explosión de fertilidad. ¿Y si no hubieran sido estériles, sino que simplemente hubieran tenido hijos no-maestros? No es que me importe demasiado pero...

- Zuko, escúchame con atención -tío Iroh no me gritó, pero parecía más serio de lo habitual-. No puedes ir por ahí cuestionando el derecho divino de la monarquía ígnea -me di cuenta, extrañado, de que no parecía muy cómodo pronunciando esas palabras. Yo me encogí de hombros, me mordí el labio y aparté la mirada tristemente. No era el trono del Señor del Fuego lo que me preocupaba-. Además, estamos hablando de nuestros antepasados. ¿Realmente crees que tus tatarabuelos y tatarabuelas eran personas tan crueles, y hacían algo tan horrible?

Yo negué con la cabeza, deprimido.

- Lo siento. Sé que he cometido una falta de respeto a nuestros antepasados -dije con voz monótona-. No volverá a ocurrir.

Tío Iroh se acercó a mí y me revolvió cariñosamente el cabello.

- No pasa nada, Zuko. Es normal que tengas curiosidad sobre nuestra familia -dijo con voz cálida-. Pero, ¿quién puede ser tan malvado como para... matar a un bebé! ¡Por Agni, si hasta cuesta expresarlo en voz alta!

- Sí, ¿quién? -dije lastimeramente mientras me levantaba del cómodo sillón, dándome cuenta que aquella conversación no había servido para aplacar mi inquietud.

Mi tío se levantó también y me dirigió una amplia sonrisa.

- Nos veremos en el banquete, ¿no? -terció tío Iroh mientras me acompañaba al vestíbulo de sus dependencias-. Lu Ten y yo nunca te perdonaríamos que no asistieses a nuestra fiesta de despedida.

- Claro que iré, tío Iroh -contesté con cierto desaliento, un poco molesto por la obviedad de la pregunta.

Me sentía desilusionado, decepcionado, un poco traicionado, tal vez. Tío Iroh siempre había sido el sabio de barba gris poseedor de todos los secretos de este mundo y de los demás. Él y Madre eran los únicos capaces de comprenderme, de resolver mis dudas, de mostrarme cómo funcionaban las cosas. Pero aquel día, sus respuestas me parecieron del todo insuficientes. No me sentía capaz de decirle lo que realmente tenía incrustado en la mente desde la semana pasada.

De repente, tío Iroh se paró, se puso delante de mí, y puso ambas manos sobre mis hombros. Habló mirándome directamente a los ojos.

- Zuko, tu sabes que en Palacio estás seguro, ¿verdad? Que nada malo te puede tocar, que nadie te puede hacer daño. Que todos velamos por ti -tío Iroh calló, mirándome dubitativo.

- Tío Iroh, si yo no hubiera nacido con el Dominio del fuego, ¿Padre me habría matado? -dije con sorprendente tranquilidad.

- No, Zuko, no lo habría hecho -el tono de voz de tío Iroh irradiaba una seguridad absoluta-. Y si hubiera pensado en hacerlo, se lo habríamos impedido, te lo aseguro. Nosotros te queremos, Zuko. Recuérdalo.

Asentí con dificultad ante esas profundas palabras. Si tío Iroh me lo decía, es que era verdad. Padre no me habría matado. ¿Lo haría si descubriese que en realidad no era un maestro del fuego?

- Mira, Zuko -la voz tío Iroh interrumpió el hilo de mis pensamientos-. Si estás interesado en la transmisión del Dominio, hay un libro muy bien documentado que tal vez te pueda resultar útil.

Mis ojos se iluminaron.

- ¿Ah sí? -dije sintiéndome repentinamente interesado-. ¿Cuál?

- Lo escribió un tal profesor Kokishin, de la Universidad Pontificia de Ciudad Ígnea, hace al menos trescientos años. Se titula Genealogía del Dominio y desapareció hace mucho tiempo.

- ¿Cómo puedo encontrarlo? -pregunté sin vacilar.

Tío Iroh sonrió ante mi insistencia.

- Creo que la Universidad Pontificia será un buen lugar para empezar, ¿no? Allí tendrán registros de los estudios de todos sus profesores. Y siendo un miembro de la familia real, seguro que podrás concertar una entrevista con el rector sin problemas.

- ¡Eso es genial! -exclamé emocionado, olvidando por un momento mis siniestras preocupaciones. La búsqueda de aquel libro perdido se me antojaba tan peligrosa y aventurera como las expediciones militares de mi tío. Eso me hizo recordar algo-. Oh. Tú no podrás acompañarme -me di cuenta, sintiendo que el mundo se me echaba encima.

- No, tendrá que ayudarte otra persona, o hacerlo tú solo - la perspectiva de enfrentarme solo a los funcionarios imperiales me aterraba-. Pero podrás enviarme halcones con los progresos de tus pesquisas. Lu Ten y yo esperaremos con impaciencia desde el frente para tener noticia de tu búsqueda.

- ¡Muchas gracias, tío! -me puse de puntillas y le di un beso en la mejilla. Algo que, en público, me era completamente prohibido. Me alejé corriendo por el pasillo mientras tío Iroh se despedía de mí con una mano, sonriente. En cuanto giré la esquina, vi de refilón como dejaba ir el aliento lentamente, se pasaba las manos por el cabello y la puerta se cerraba majestuosamente a su paso.

De un modo u otro, visitar a tío Iroh siempre me animaba. Incluso entonces, él me había hecho olvidar, al menos momentáneamente, las terribles y duras palabras que Padre había pronunciado durante la cena, la semana anterior.

Seguí corriendo hacia nuestro vestidor (no fue hasta que Padre fue coronado que Azula y yo dejamos de compartir el armario ropero) olvidando, o al menos afrontando de forma más positiva, la desalentadora perspectiva de tres horas de engorroso banquete, con interminables ceremonias, música soporífera, y muchos nobles bailando lánguidamente, y yo sin poder moverme de la silla. Además, en los banquetes siempre me ponían al lado de Padre.

«... en cambio, tú tuviste suerte de nacer.»