La prostituta

"Siempre serás una puta, igual que tu madre". Toujou Nozomi recordaba esas palabras a menudo, dichas con desprecio por el fraude de persona que tenía como padre, siempre borracho, cuando apenas tenía seis años. Aquel era un mal recuerdo de tantos. Le había dicho aquello después de violarla por primera vez, de tantas. Después de ser consciente de lo que había ocurrido, la chica se pasó mucho tiempo en la ducha, frotando con fuerza todo su cuerpo, hasta volverse rojo y escocerle. Un triste intento de borrar lo que no podía borrarse. Desde aquel día en adelante la pelimorada se quiso a sí misma tan poco como a su propio padre.

No le sorprendió que su profesor de la escuela la llamase bajo el pretexto de hablar con ella, por no haber aprobado un examen, para en realidad abusar de ella también. Ella se quedó paralizada. Podía haber pedido ayuda, gritado, arañado, golpeado y luchado por su libertad. Podía haberlo previsto, pero las palabras que pronunciaron los labios de su padre, bañados en alcohol, se le habían marcado con fuego en la mente, silenciando así su mínima protesta.

Puta. Como su madre. Era una puta, una puta, una puta…

La atención hacia su cuerpo se disparó en la pubertad. Su pecho creció hasta adquirir proporciones grotescas, minando su estado moral, recordándole físicamente aquellas odiosas palabras. Los profesores, alumnos e incluso extraños también se habían dado cuenta y, cada vez que alguno le proponía pasar un buen rato, ella accedía. Su pureza se había ido y había conseguido cierta reputación, incluso antes de comenzar a forjársela. Era una mierda, no valía para nada, sólo para que se acostaran con ella. Sin embargo, no fue hasta la preparatoria cuando pensó en ganar dinero haciendo lo que hacía.

Sus amigas no sabían a que se dedicaba. Ya no le quedaba nada después de la muerte de sus padres, estaba completamente sola. Por un lado se alegraba de la situación, así nunca nadie sabría que intercambiaba sexo por dinero con los chicos de su escuela, entre clase y clase.

Hasta que llegó el día en que fue descubierta. La chica se descuidó hasta que, un día, el secreto se reveló. Sus amigas no volvieron a mirarla ni a hablar con ella. La expulsaron de la escuela, acusada por los mismos profesores con los que se había quedado después de clase para dar "clases extra", en un esfuerzo de tratar de ocultar lo que habían hecho. Y se marchó por propia voluntad, asegurándose de mostrarle bien el dedo corazón al director de esa escuela, antes de colocarse la mochila a la espalda y caminar, apretando con fuerza los puños.

Si había algo que había aprendido gracias a la prostitución era que no necesitaba graduarse en la preparatoria para conseguir dinero. Había muchísimos asquerosos por el mundo dispuestos a pagar por pasar un buen rato con una menor de edad. Ganaba tanto los fines de semana que podía permitirse salir y emborracharse tanto como quisiera, son dejar de pagar el alquiler de su pequeño y sucio apartamento. Era perfecto para ella: usado, abusado y con un horrible olor a tabaco.

Podía permitirse comprar ropa cara, joyas, comida y medicamentos sin receta, cuando los necesitaba. También podía hacerse análisis para detectar enfermedades de transmisión sexual, aunque no tenía problemas en ese aspecto gracias a las estrictas reglas que se auto imponía. Tenía veinte años, era guapa y saludable.

Aunque la vida no merecía la pena, al menos era llevadera.

...

Nozomi nunca había creído en la mierda que decía la gente acerca de que el sexo es mejor cuando estabas enamorado. Ella sólo se ponía de espaldas o de frente, abría sus piernas y fingía uno o dos orgasmos. Sabía perfectamente cuando tenía que aumentar los gemidos y jadeos, cómo mirar a su cliente para que tardara apenas unos segundos en llegar al límite, cómo moverse y arquearse a la perfección.

Esa noche no era distinta. Miraba el cristal de la ventana, apenas consciente de la situación, mientras trataba de recordar el nombre del chico con el que estaba. Era un soldado que acababa de volver de la guerra. Había arriesgado su vida por la libertad, mientras ella se paseaba por una calle ligera de ropa, robándole los clientes a las demás solo para molestarlas; lo menos que podía hacer era recordar su nombre. ¿Cómo cojones había podido olvidarlo? Bueno, sólo tendría problema si, igual que ya le había ocurrido antes, el chico tuviese la desfachatez de ordenarle que gritase su nombre, entre los gemidos y demás ruidos ridículos que estaba haciendo, a cuatro patas. La chica forzó una sonrisa, tratando de recuperar la compostura. Insertar gemido aquí. Decirle "sí, cariño, sigue así". Chillar un poco. Aplastar su ego… entre otras cosas. No iba a aguantar mucho más. Ya había pasado media hora. Malditos soldados y su resistencia. Tenía otros clientes que ver esa noche.

Cuando terminaron la joven recogió su ropa y empezó a ponérsela, mientras el soldado encendía un cigarrillo y la miraba hambriento. ¿No había tenido suficiente?

- Eres muy joven. – observó él, limpiándose el sudor de la nuca. - ¿Por qué haces esto? Deberías estar estudiando.

Nozomi se conformó con encogerse de hombros, mientras se pasaba el top por el cuello y cubría con él su voluminoso pecho, antes de recogerse el pelo en dos coletas.

- Casi todas las son para poder salir de esta mierda. – continuó él, dejando escapar una bocanada de humo. - ¿Es que ni siquiera tienes sueños?

Ella decidió contentarlo con una respuesta.

- No… La verdad es que no. – sus ojos se humedecieron por el humo del cigarrillo. Un vicio muy caro, hecho para consumirse en cenizas. Después de pintarse los labios estaba lista para marcharse. Nada más ponerse los zapatos, la chica se dirigió a la puerta y lanzó una aburrida mirada al soldado. – Sólo hago lo que tengo que hacer.

Él chascó la lengua y levantó el cigarrillo hacia ella.

- Lo que tú digas.

Nozomi suspiró mientras salía al pasillo, cruzándose con dos niños que jugaban en la recepción del hotel. En la calle el tiempo era húmedo y pegajoso, muy propio de los últimos y sofocantes días de verano. Podía sentir el calor que desprendía el suelo, después de haber estado todo el día absorbiendo la luz del sol. Entonces, decidió que era una de esas noches. No solía fumar mucho pero, de vez en cuando, el ansia de nicotina le golpeaba la cabeza y, cuando eso ocurría, tenía que calmarla, antes de perder la paciencia. Normalmente, en esas noches en las que necesitaba tabaco, bebía mucho, demasiado, pero no antes de satisfacer a sus clientes. Tal vez a algunos les divirtiese, pero a casi ninguno le gustaba que les vomitara encima.

La excursión de aquella noche la había llevado hasta el distrito de Otonokizaka. Al entrar en el estanco llegó a la conclusión de que allí había muchísimos bares decentes. La joven cogió el paquete de tabaco más barato que había y un mechero de plástico, de color azul claro, su favorito, antes de adentrarse de nuevo en la noche. Cogió un cigarrillo, se lo llevó a los labios y guardó el resto del paquete en el bolso. "Sólo uno", pensó, mientras lo encendía al fin, después de haberlo intentado muchas veces. "Sólo uno, después a trabajar, después a beber. Perfecto".

Tomó una gran bocanada, sintiendo el humo invadirle los pulmones, envenenándola poco a poco, llevándola a la muerte que tanto deseaba.

La noche estaba llena de grupos de personas esperando para entrar en las discotecas y turistas bebiendo en la calle. Nozomi exhaló, dejando que el humo saliera de su boca, formando una corriente. Nunca pensaba demasiado en la gente que la rodeaba. Siempre parecían estar divirtiéndose. Aquella cuidad no era más que otra parada en la ruta de sus vidas. Siempre se sentía perdida entre tanta gente. Un coche en un atasco, un barco perdido en medio del océano… Sólo era una entre billones, alguien que no importaba, alguien que no merecía la felicidad que reflejaban los ojos de los demás.

Sus pensamientos se truncaron al aplastar el cigarrillo con el pie, después de que se deslizara de entre sus dedos. Necesitaba acabar cuando antes para poder emborracharse y acabar hecha un baño de lágrimas en su apartamento. No podía permitirse tener pensamientos tan débiles.

Los siguientes dos clientes fueron bastante normales. Uno de ellos era habitual y siempre se pasaba por la ciudad por cuestiones de trabajo. Le gustaba decirle que verla era la mejor parte del día, a pesar de estar casado y tener hijos. Maldito cabrón, pensaba Nozomi, aunque sabía perfectamente que ella era la encarnación de la lujuria y la seducción, una zorra lasciva que lo daba todo pero no ganaba nada haciéndolo. Los hombres se volvían locos con esas cosas.

Con esos tres clientes había ganado cerca de cien mil yenes. Sus servicios no eran precisamente baratos en aquellas épocas. Después de todo, la gente como ella estaba muy solicitada los últimos días de verano, antes de que todo el mundo volviese al trabajo o a la escuela, cambiando la diversión por la responsabilidad. Una vez que hubo terminado su ronda, la chica se dirigió a un bar que abría durante toda la noche. Era el tipo de sitio en el que se había imaginado un montón de yakuzas, tomando café. Nada más abrir la puerta, el olor de la comida grasienta invadió sus fosas nasales, logrando que su estómago rugiera. Sin embargo, ya había aprendido que comer antes de beber sólo conseguiría que la resaca fuera mucho peor, así que ignoró los platos de los menús y fue directamente a por la cerveza.

Dos bebidas después sus pensamientos se silenciaron. Dos más y habrían desaparecido. Al llegar a la quinta, las luces de neón del sitio empezaron a hacer que le doliera la cabeza y, por algún motivo, acabó contando las muescas que había en la barra de madera.

- Mierda… - murmuró, mientras trataba de coger el dinero justo para pagar las bebidas.

- Señorita, ¿quiere que le pida un taxi? – preguntó alguien, aunque la chica no sabía exactamente de dónde venía esa voz. Todos los rostros, tanto de hombres como de mujeres, estaban borrosos.

- No. Estoy… Estoy bien. – respondió Nozomi, sacando el dinero y depositándolo en la barra. – Quédese con el cambio.

Al momento, salió del bar sin mirar atrás, mientras su estómago se revolvía por el ambiente húmedo y opresor. Olía como si estuviese a punto de llover, y eso le molestaba. Todo apestaba. Sus cortísimos pantalones le apretaban muchísimo y le hubiera encantado quitárselos, de no haber tanta gente alrededor.

Mierda, ¿qué camino tenía que coger? Siempre se confundía en ese distrito y el alcohol que había ingerido no mejoraba la situación. Su mano se apoyó en el borde de un contenedor de basura y, al darse cuenta de lo que estaba tocando, su estómago se comprimió y retorció. Consiguió avanzar dos pasos más, hasta que se inclinó y vomitó violentamente. Sus órganos no se encontraban bien y ella empezó a sudar. Al comprobar que había vomitado en la tapa del contenedor, murmuró algo incomprensible. Qué asco… Tuvo que volver a hacerlo. Al menos esa vez se había manchado la ropa por su propia estupidez y no por la de alguna de sus clientes.

Tratando de recomponerse, Nozomi murmuró mientras el mundo a su alrededor comenzaba a dar vueltas. Decidió seguir caminando, pero la sensación de malestar empeoró. Sabía que era esa sensación. Sus ojos se fijaron en el final de la calle. Había transeúntes, coches que circulaban, ayuda a muy pocos metros. Pero no lo consiguió. Sus piernas cedieron, su tobillo se torció por culpa de sus tacones de diez centímetros, sus piernas chocaron contra el asqueroso asfalto al desplomarse y, de alguna forma, su monstruoso pecho amortiguó su caída.

Tenía que darse la vuelta. No iba a ahogarse en su propio vómito. Vaya imagen, ¿no? Seguro que saldría preciosa en el periódico, en una página cualquiera, entre la receta de una tarta de queso y un artículo sobre algún centro social. Prostituta hallada muerta en la calle. Siempre había tenido la sensación de que su vida terminaría así, pero no podía permitirse que ocurriera esa noche.

- Mierda… - murmuró, mientras los letreros que veía con sus verdes ojos se volvían borrosos. Entonces empezó a llorar. Quería disculparse, hacer las cosas mejor, pero sabía que aquello era pasajero. Después de todo, sólo lo sentía cuando estaba borracha.

Nozomi entró y salió de la consciencia durante toda la noche. En algún punto de la misma sintió gotas de lluvia sobre su piel, deseando que el agua limpiara el vómito y su propio cuerpo. Entonces, en otro momento, pensó que estaba volando y que realmente había muerto. Todo se volvió oscuridad.

Al recuperar la lucidez, el silencio la invadió. No había lluvia, aunque tampoco se encontraba en la calle. Algo caliente la tapaba y ella lo agarró, inhalando el aroma de la ropa limpia, un olor que asociaba a la comodidad. ¿Cómo demonios había ido a parar a un sitio tan confortable? Eso era un lujo para la gente como ella. Aun así lo dejó pasar, pensando que contestaría todas las preguntas por la mañana, cuando no se sintiera tan mal.

Pocas horas después de caer en la inconsciencia, la pelimorada recuperó los sentidos. Se incorporó, abriendo bien los ojos, acto que lamentó inmediatamente.

Nozomi emitió un suave quejido. La cabeza estaba a punto de estallarle, como si su cerebro no dejara de repetir música tecno. Su larga melena morada cayó sobre sus hombros, impidiendo que la desafortunada luz solar llegara a ella, mientras se frotaba los ojos. Al abrirlos de nuevo comprobó que estaba vestida con algo de color blanco y de botones. Era un poco pequeña como para ser suya. Fijándose bien en su cuerpo, comprobó que estaba vestida con una camisa holgada. Su top, pantalones y tacones habían desaparecido.

Preguntándose donde estaría, Nozomi observó el lugar. Era un apartamento tranquilo y limpio, pareciéndose a las casas que anunciaban las revistas del hogar. Los muebles eran sencillos y modestos. Las paredes eran de color blanco y el suelo estaba cubierto por una alfombra, sin dibujos. Ella estaba sobre una especie de sofá-cama y sus piernas estaban entrelazadas con sábanas de color blanco. En frente de ella había una consola conectada a la televisión y un reproductor de DVD. A su izquierda había una mesa con seis sillas, justo delante de la ventana, y a su lado había algo fuera de lugar: un precioso piano negro.

Después de verlo todo Nozomi dedujo que sus esfuerzos por comprobar cada objeto habían sido inútiles. No sabía dónde estaba ni tenía idea de cómo había llegado hasta allí. Lo último que recordaba era estar medio desmayada en la calle. ¿Cómo había llegado allí? ¿Qué era ese lugar? ¿Y qué, presa de la ebriedad, había hecho con quien quiera que fuera el dueño de esa casa?

Continuará…