— ¿Te acuerdas de…?
Desconecté. No quería oírlo. En cierto modo mi cerebro se negaba a hacerlo. Cada vez que su boca pronunciaba esas tres palabras todo venía a mi mente. Quizá no se refería a lo que ocurrió aquella noche de invierno pero mi corazón recordaría aquel momento como el peor de mi existencia. Y cada vez que lo pienso las tripas se me hacen un nudo y las lágrimas luchan por salir. Tú no tienes la culpa insistían, pero ellos no lo sabían, no sabían la verdad.
Si no recuerdo mal era viernes. Sí, estoy segura. Volvía de un duro entrenamiento después de tres horas y una refrescante ducha. El pelo recogido en una coleta bien alta a pesar del frío que hacía en la calle. Había nevado el día anterior y las calles estaban completamente blancas, había pasado mucho tiempo desde la última vez que había neviscado. Quizá el cambio climático era el responsable. Con las manos resguardadas del gélido viento en los bolsillos del abrigo y la bolsa de deporte colgando de mi hombro derecho empecé a andar hacia la primera boca de metro que había en el camino. Era increíble como la nieve y el hielo podían causar tantos problemas a una ciudad. Por la calzada a penas circulaban los coches pero los trenes iban a rebosar. Con dificultad entré en uno de los vagones, ni siquiera hizo falta sujetarme a una de las barras, entachonada como estaba no me podía caer de ninguna de las maneras. Bajé después de la segunda parada. Al bajar volví a sentir el aire en mis pulmones. Si hubiera permanecido allí dentro unos minutos más habría acabado desmayada por falta de oxígeno. El revisor me saludó con un gesto de la mano poco antes de que abandonara el túnel por las escaleras. Era amigo de mi padre aunque desconocía de qué se conocían, y aún sigo haciéndolo. Subí corriendo las escaleras, llegando al exterior jadeando, intentando llenar de nuevo mis pulmones que aire fresco. Estaba agotada. Lo único que deseaba era llegar a casa y comer alguna cosa para recuperar las fuerzas y la energía gastadas. Me detuve un instante y calculando el tiempo que aún me faltaba para llegar a casa tomé una gran bocanada de aire y comencé a andar. Diez minutos después me encontraba en el portal de mi casa. La vecina del tercero se encontraba frente a la puerta, revolviendo en su antiguo bolso lo que sospeché que eran las llaves. Era una mujer bastante mayor aunque no os sabría decir cuál era su edad. Vivía allí desde la muerte de su marido y la pobre estaba sola. Creo que sus hijos nunca la fueron a visitar, ni siquiera el día que falleció.
— Buenas tardes señora Anders — la saludé al llegar a su lado.
— ¿Perdone? — me respondió apartando la vista del interior de su enorme bolso.
— Digo que buenas tardes. ¿Quiere que abra yo la puerta? — repliqué alzando algo más la voz para que pudiera escucharme con claridad.
— Oh, sí, sí, por favor hija mía. Es que tengo demasiadas cosas aquí dentro y no encuentro las llaves.
Saqué el llavero de uno de los bolsillos de la mochila y abrí la puerta dejando que pasara ella delante de mí. Me dio las gracias por segunda vez y luego se enzarzó en una pelea con otra de las vecinas en el rellano. Subí con el ascensor hasta el último piso y al salir me encontré a mi hermano en el pasillo. Me miraba sonriente desde la puerta del piso, con los brazos cruzados apoyado en la pared.
— Vaya, sí que te alegras de verme.
— Bah, no te tires flores. Es sólo que estoy feliz.
— Y esa felicidad se debe a una chica. Seguro —supuse entrando en casa seguida por él.
Cerró la puerta y se me adelantó con paso rápido hacia la cocina.
Tiré la bolsa encima del sofá junto a mi abrigo y le seguí. Mi padre estaba sentado en la mesa situada en el medio de la habitación mirando un gran fajo de papeles.
— Hola papá — le saludé al mismo tiempo que abría la nevera para sacar la garrafa de agua.
— Hola, ¿cómo ha ido hoy en el entrenamiento? — me respondió sin separar la vista de uno de los folios.
— Como siempre —hice una pausa para beber—, el entrenador cada vez nos machaca más. Un día de estos vendré a casa arrastrándome por el suelo.
— Exagerada —fanfarroneó mi hermano—. Si entrenaras conmigo sabrías lo que es de verdad un entrenamiento.
Le saqué la lengua e ignoré lo que acababa de decir. Curiosa por saber qué eran todos aquellos papeles que tenían tan ocupado a mi padre me dispuse a preguntar.
— Trabajo. Cada vez me tengo que hacer cargo de más gente. Lo último ha sido la baja de uno de los representantes de la agencia —dijo algo agobiado— y lo peor no es eso, es que creo que voy a estar fuera de casa unos días.
— ¿¡Qué? — respondimos al unísono.
— Lo siento. Pero os tendréis que ir a casa de vuestra madre hasta que yo regrese.
— ¿Con mamá? —mi hermano se cruzó de brazos—, de ninguna manera. No aguanto al asqueroso con quien está casada. Es más, soy mayor de edad, creo que no hay ningún problema en que me quede aquí.
— Estoy de acuerdo con él —repliqué, dejando el vaso vacío en la pila —, no creo que nos pase nada durante… ¿un par de semanas?
— Dudo que sean sólo dos semanas las que esté fuera. Quizá sea un mes o unos cuantos más —dejó los papeles amontonados en un lado de la mesa, se quitó las gafas con gesto cansado y nos miró—de verdad, lo siento. Pero no podéis quedaros solos.
— Genial —repuso mi hermano—, me voy a hacer la maleta—dijo molesto—porque seguro que te vas mañana, ¿no?
Esperé y deseé en mi fuero más interno que dijera que aún faltaban días para irse, pero no sirvió de nada. Al día siguiente nos encontrábamos los dos, cada uno con una maleta en la mano frente la casa de nuestra madre. Su marido salió a recibirnos y se ofreció a llevarnos el equipaje. Mi madre vivía en una silenciosa urbanización en las afueras de la ciudad de Carlsbad, en el condado de San Diego en California. Su casa era perfecta, sus vecinos encantadores y su nuevo marido maravilloso (bueno, eso era lo que ella creía).
Cruzamos el cuidado jardín hasta llegar a la entrada de la casa. Jeff, nos acompañó hasta nuestra habitación, el cuarto de invitados. Odiaba ir a allí. Toda la casa entera parecía de museo. No se podía correr, gritar ni tocar nada. Y para más inri bajo aquél techo no existía nada llamado ordenador, y por supuesto, aún menos Internet. Visitar a mi madre, más que una alegría, suponía ser la mayor putada que a uno le podían hacer. Y mientras estábamos allí… ¿qué hacia mi padre? Disfrutar. Disfrutar de la vida. Un par de meses viviendo en Los Ángeles, la ciudad del glamur, la fama y el lujo.
De todos modos no podíamos hacer nada para remediar lo irremediable. Seríamos prisioneros de aquella horrible cárcel durante bastante tiempo.
— Bueno, bueno, bueno… —pronunció Jeff con sagacidad— ¿y hasta cuándo se supone que vais a estar viviendo aquí, en mi casa?
Me dio la impresión de que había terminado la frase con un grito. Disimulaba su rabia hacia nosotros con una falsa sonrisa.
— El tiempo que haga falta —contestó mi madre—, son mis hijos y pueden estar aquí todo lo que quieran. Aunque… bueno, en cuánto al dinero… si os quedáis por mucho tiempo no voy a poder atender a todos vuestros gastos y había…
— Tranquila mamá, mañana iremos a buscar trabajo —interrumpió mi hermano—, ¿no es eso lo que queréis? ¿Jeff? —preguntó irritado.
