Tres copas
Había pensado que tal vez una copa no afectaría, que una segunda no era merecedora de culpa y que la tercera era necesaria para brindar por su amistad con Martín. No se habían visto en… ¿qué? ¿Cinco años? Al menos no desde que terminaron la secundaria y el argentino se volvió a su país para estudiar (porque francamente, ¿pagar esas mensualidades universitarias cuando podía ir gratis?).
–Estás igualito que como te dejé -fue lo primero que dijo el rubio al verse frente al bar, sonriendo de oreja a oreja.
Miguel, portando una expresión no muy distinta, se rio y lo apachurró con ganas. Le reprochó que él, en cambio, había vuelto a crecer. ¿Qué no había superado ya la pubertad? "No me digas que sigues siendo el mismo adolescente calentón que cuando salimos de quinto de media". Martín frunció e ceño, ligeramente ofendido, pero volvió a sonreír cuando entraron a sentarse.
No, realmente tres copas no eran nada malo. Lo malo fueron todas las que siguieron después.
–Seguís siendo igual de pollo –se mofó Martín, desperdigando risitas entre dientes mientras arrastraba a su amigo fuera del taxi.
Miguel apenas balbuceó inentendiblemente, colgado como peso muerto del hombro de su amigo. Se rio cuando oyó a Martín reírse y esperó pacientemente mientras este le revisaba todos los bolsillos en busca de sus llaves. No se movió cuando le palmeó el trasero en una muestra de afecto algo ambigua y suspiró, cerrando los ojos. Los brazos de Martín volvieron a rodearon y entre pasos torpes y malabares dignos de un salvavidas, su amigo lo llevó al ascensor.
–¿Cuál piso –preguntó esperando que abriera los ojos, o como mínimo, respondiera–, Miguel?
Se inclinó hacia el peruano, viendo que apenas reaccionaba. Decidió soplarle en la cara y los labios de Miguel se separaron apenas, escapando otro balbuceo incomprendido. Sus párpados se alzaron perezosamente y el peruano se le quedó viendo. Martín se mordió el labio.
–¿Qué piso? -volvió a preguntar en un hilo de voz.
-La 302.
Tercer piso entonces. Con un suspiro, Martín se separó de él y presionó el botón. Se apoyó en el espejo y cerró los ojos por unos segundos, tratando de ignorar aquella sensación burbujeante como lava de un volcán a punto de explotar que amenazaba por subir por su garganta. Abrió un ojo, viendo que el peruano había vuelto a cerrar los suyos. ¿Se había quedado dormido ahora sí? Al menos sabía qué puerta abrir… Del ascensor a ella no será mucho más de lo que ya había hecho, era un edificio estrecho y posiblemente la puerta estaba junto al mismo ascensor. Pasó un brazo de su amigo por sus hombros y lo sacó de aquel cubículo metálico.
Efectivamente la puerta estaba muy cerca. Apoyó a Miguel en la pared y comenzó a pelearse con el candado. Miguel lo observaba adormilado y con una pequeña sonrisa chueca, como la de un muñeco viejo, que alguna vez había sido tierno pero que ahora se caía a pedazos. Martín no pudo evitar pensar que, igual, tenía algo lindo.
–Tanto que sonreís… realmente te emociona que viniera a verte, ¿no?
–No tienes idea –murmuró Miguel y suspiró.
Martín se detuvo en seco, sintiendo un cosquilleo sobre la lengua. Un impulso pateó su pecho y fue como si un resorte lo empujara hacia el peruano. Quiso decir algo, acercarse más, quiso ya simplemente agarrarlo de la camiseta y estamparle un beso. Lo único, sin embargo, que se movió, fue la puerta. Martín se irguió de golpe y la miró atontado. Lo que menos se esperó fue que detrás de la puerta se asomara un muy malhumorado Manuel.
