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Parte 1 de 3

Escucha

"Just frame the halves and call them brothers"


Antonio no sabe mucho de cómo debería estar conformada una familia. Muchas veces se ha acercado a su abuelo por la noche, porque querer saber cómo es aquello parece ser un tabú. Así que proclama en permisiva oscuridad el secreto. —¿Alguna vez conoceré a mamá?

Su abuelo le revuelve el enmarañado pelo castaño y le da una sonrisa. Ajusta la garganta pues siente que no podrá repetir las mismas palabras dos veces. —Mamá no volverá—. Casi lo grita, es difícil comunicarse entre ellos. Quizá el vecino los oiga, es probable que lo haga. Es más simple y más complejo de lo que parece a simple vista, el abuelo tiene la cara llena de manchas violetas, la piel escamada por el sol y el vozarrón de un general militar, pero por su avanzada edad no escucha mucho de ella. A veces le gusta rememorar el sonido de la voz de su esposa y las baladas que bailaron en tiempos lejanos, casi le parece oírlas de nuevo.

La historia de Antonio es diferente y con tintes más oscuros. Nunca tuvieron acceso a la medicina que necesitó con urgencia en las etapas más duras de sus constantes enfermedades, cuando apenas atrapaba algunas sílabas y la fiebre no lo dejaba dormir. Fue difícil no solo para él, sino para su mamá que pasaba noches enteras despierta, intentando calmar el dolor de su bebé hasta que éste mismo la sobrepasó y sin más desapareció sin dejar rastro tras de sí. A veces cantaba para hacerlo dormir, cuando todavía la tos y el llanto no la espantaban, y la voz de su mamá lo conducía a un sueño intranquilo e incómodo, lleno de ruidos. Escapó más que de Antonio, de su frágil salud, de la pobreza esencial que no les permitía un médico apropiado, de su soltería, de los pelos blancos de su cabeza y de las cinceladas ojeras púrpuras.

En el momento en que empezó a ponerse decididamente de pie, ella ya había volado lejos, y la pregunta siempre colgó de sus labios, "dónde", casi obviando el tono y quitándole la exclamación, el cuestionamiento, "dónde", y nunca logró entender todo lo que le decían. Y las enfermedades volvían a hacerse presente y su abuelo elevaba cada vez la voz, hasta que llegó el momento en que el abuelo supo que algo terriblemente mal. Antonio sonreía y apenas pronunciaba palabras cuando supo cómo estaría marcada su vida: "pérdida de un porcentaje importante de la audición", "sí", "gradualmente".

Nunca pudo oírla a ella, en primer lugar. Nunca la oirá.

Antonio siempre tuvo la sonrisa más grande de todas, a pesar de todo. Quizá nunca comprendió realmente el llanto de su abuelo en aquellos años, en los cuales, pacientemente repasaba cada palabra, cada sílaba. La vez que compraron un libro de tapas duras en una de las pocas librerías del pueblo.

—Esto es un libro, Tonio—. Su abuelo tenía la voz que más lo sosegaba y la única que reconocía.

—Nunca aprendí a leer muy bien, pero lo intentaremos juntos. Yo terminaré de aprender a leer y tú aprenderás a escuchar, lentamente.

—Pá—. Exclamaría el pequeño niño, con los ojos brillantes y las mejillas rosadas por la emoción. No entiende absolutamente nada, sin embargo con un apretón en el brazo en el fondo comprende que algo va a cambiar y que todo estaría bien, caminando de la mano callosa del mayor y abrazado al paquete multicolor con todo un mundo por descubrir aún.

"Mamá." Es la palabra más fácil del libro, ambos la repiten varias veces hasta que Antonio la oye perfectamente, en el tono en el que más logra aprehender (atrapar, comprender, decodificar). No hay problemas porque están los dos. Y sin embargo al aparecer aquella palabra en boca del pequeño, una regla implícita parece quebrarse, y ya muchas cosas han sido rotas hasta el cansancio: su salud, su audición, su familia. Sigue enumerando. El abuelo no llora seguido, pero se permite unas lágrimas allí, porque por supuesto es lo primero que aprendería a decir, con el fuego de los ojos y la soledad acariciandole desde los oídos.

Pasan varios años antes de que Antonio pueda decir algunos fonemas de forma correcta, "pero", "perro" la consonante vibrante simple y vibrante múltiple, para él suenan igual, la intensidad es difícil de controlar finalmente /r/, /rr/. Rolando, su abuelo. Rrrrrolando, arrastra el sonido por un segundo más de lo común. Rrrrraro, lo que le llaman a él los niños con los que va a clases, rrrrraro, rar(ito). Mientras más lo repiten, cada día, Antonio logra mejorar su pronunciación, así que muchas veces les da las gracias. -Ahora entiendo, ¡gracias!- su /r/ en "gracias" es por fín una vibrante simple. Lo miran perplejos por un momento, hacen una mueca y corren lejos de él -Quizá sea contagioso.- se susurran los unos a los otros. Es lo que lo ha salvado de más de una paliza. Desde los cinco ya ha sido etiquetado.

En la escuela apenas tienen un par de libros, un puñado de profesores y un viejo reproductor de video. No hay rastros de especialistas que puedan guiarle o de adultos competentes que detengan la sonrisa que florece cada vez que aprende un sonido nuevo a partir de los insultos que profieren los demás niños, sin mesura y gritando. Nada parece ser normal. Si bien Antonio logró adquirir el habla, mucho le falta para llegar a comprender la semántica, el significado esencial de "tonto". No le faltarían muchos años.

Para entonces preguntaría (/r/ vibrante simple, se repite mentalmente) "¿Alguna vez conoceré a mamá?" Mas ya sabe la respuesta —Mamá no volverá— Antonio susurra esta vez. No puede oírse a sí mismo. Su abuelo tampoco lo oye. Ambos se miran a los ojos por momentos, estableciendo comunicación con miradas. Han estado años juntos y solos, apartados del mundo, sin lograr oírse el uno al otro. Ambos aceptan no volver a hablar del tema. Antonio se siente viejo, como el reflejo de Rolando, a pesar de rasguñar los diez años. Antonio tiene nueve y fue abandonado por su mamá cuando su audición comenzó a degradarse. —No volverá.


A veces le chasquean los dedos, y aquel gesto no sería tan molesto si no se tratara de una forma más de degradarlo. —¿Pero eres tonto o qué?- El hombre lo agarra de una oreja, y nuevamente, no sería tan terrible sino fuera porque no le gusta que lo toquen, especialmente allí. Antonio piensa en morderle la mano y huir con el dedo de su jefe entre los dedos mientras pueda, sin embargo la imagen de su abuelo se le pasa por la cabeza, tan frágil y aun de pie, poniendo a hervir el agua para el té de la tarde, y sus —¿cómo te fue hoy? — o —¿quieres practicar? Se detiene y respira, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, expira.

—Oye, no tengo todo el día, niño, y ya me has dado suficientes problemas, ¿estás escuchando? —. No le va a arrancar los dedos, aunque se lo merezca. Mueve la cabeza afirmativamente. —Si sigues botando la fruta al suelo no te quiero de vuelta aquí mañana.

Antonio asiente otra vez.

—Y espero que para la próxima escuches lo que tus mayores te dicen, niño insolente. ¿O acaso te comieron la lengua los ratones y no responderás?—. Se ríe con las encías sangrantes y la cara gorda.

Antonio asiente, ya no se asoman las lágrimas cuando esperan que conteste. Ha aprendido a mantenerse callado cuando no se lo piden explícitamente y no muchas personas lo notan de todas formas, así que cuando los oye (si los oye), los ignora, pero este es su jefe, y el poco ingreso que entra a casa (además de las mermeladas de su abuelo, las que mayormente Antonio se come a escondidas). Recoge su canasto y empieza a recolectar los duraznos que se cayeron de éste sin que él se diera cuenta. —Lo siento—. Ajusta el tono de su voz para ser perceptible, tiene que funcionar, lo ha practicado hasta el cansancio.

—Más te vale estarlo, niño tonto, puedo dejarte sin este trabajo cuando se me dé la gana—. Espeta con burla el recolector encargado de vigilarlos (a él y a los otros esclavizados personajes del huerto). "Tonto" ya no tiene ningún impacto, de hecho una especie de extraña quietud lo embarga puesto que se ha dado a entender con la suficiente claridad, no quiere gritar y parecer incluso más...diferente, o susurrar y que sus palabras se pierdan con el ruido de las hojas chocando con el viento (porque sabe que algo como eso existe, lo leyó en un libro de poesía que ojeó rápidamente para no tener que comprarlo).

Suspira al ver que el hombre se da la vuelta y le deja solo. No hay muchas cosas que le gusten de ese lugar específicamente, pero si algo debe resaltar es el aroma de las frutas frescas siendo arrancadas tiernamente de los árboles. No es que los demás realmente hagan el trabajo de ponerlas suavemente en su cesto, más que nada están intentando colar algunos en sus pantalones o comerlas antes de que alguien lo note. Solo el acto de sacar un pedazo de comida, un trozo de vida es un acto mágico en sus ojos. Es más cómodo estar en la soledad de los árboles que entre el ruido de los humanos, murmurando cosas que no logra escuchar, haciendo cosas que no entiende, la cabeza le duele, su corazón palpita rápido, el sudor le resbala por los rizos cafés. El silencio lo es todo, pues nada más que palabras hirientes le llegan cada vez que se atreve a existir como es cerca de todos. Existir no es fácil. Existir es raro.

Toma su cesta y recoge los duraznos, todavía debe llenar otros diez para poder dejar su turno por el día.


—No, no, no, no...No

No puede pasar eso, especialmente eso. Lo reconoció demasiado rápido. Es la única persona que le ha dado una mano cuando la ha necesitado, en los días en los que tiene que faltar a la escuela por intentar hacer más dinero para afrontar otra semana.

—Aquí—. Le indica con el dedo él. Tiene los ojos oscuros, tan oscuros que sus pupilas se confunden con el iris, y sonríe con ellos, brillan como la noche estrellada (como Van Gogh los hubiera pintado). Es la tarea que les han mandando por el día, y por supuesto que Antonio no quiere hacerla, siempre ha sido risueño y logra hacer pasar por alto esas pequeñas faltas a la profesora, quien maravillada recibiría un dulce de durazno. Pero no, Daniel le entrega su cuaderno y no puede evitarlo. No, por favor, no, suplica.

A Antonio le gusta Daniel en formas en las que no suponía que podría pasar, mucho menos con un niño. La primera vez que notó que algo extraño pasaba, fue cuando se encontró repitiendo en voz alta varias veces su nombre, para pronunciarlo correctamente. —Muchas gracias, Daniel—, —No me gustan la matemática, Daniel—, —Ayer encontré una crisálida entre los arbustos—. (Crisálida: "Fase intermedia y larvaria en el desarrollo de los insectos lepidópteros." Lo ha leído en un viejo diccionario, la /r/ es una vibrante simple, / a/. Le gustan las crisálidas así que repite la palabra una y otra vez hasta que suena bien, resuena bien, tal como Dan, Dan, Daniel. Ya lo puede decir). Su nombre se le pasa por la cabeza una y otra vez, le tiemblan un poco las manos.

No logra articular palabra, mueve ligeramente la cabeza sin perder el contacto visual y toma entre sus manos el objeto que le alcanza. —Gracias— dice, y no, no, sus mejillas no se están ruborizando. Se pasa la mano por los desordenados rizos.

—De nada, de todas formas es solo lo que vimos hace unos días—

Daniel tiene una peculiar manera de elevar el tono de su voz sin perturbar necesariamente la situación en la que se encuentran, como lo hacen muchos otros al simplemente gritarle en la cara. Dan hace que la insignificancia de su voz cobre un nuevo sentido, por fin hay alguien que esté dispuesto a escuchar, pacientemente, los susurros a veces gramaticalmente incorrectos.

Antonio tiene once años, pero sabe muy bien que la comodidad que le entrega su compañero de clase es mucho más que un simple cosquilleo platónico.

—Si quieres puedo ayudarte en mi casa, mis papás están trabajando y la abuela duerme casi todo el día— explica, sonriendo levemente, como si compartiera una broma privada consigo mismo.

Traga saliva, aprieta fuerte el cuaderno contra su pecho. —Sí, si me gustaría, Dan—. Se atreve a decir su nombre, y aunque parezca un detalle casi insignificante, Antonio comprende la importancia de éste, su significado pragmático (pragmática: el modo en que el contexto influye en la interpretación del significado), Dan representa la esperanza y él quiere abandonarlo todo y cogerle la mano, aferrarse, nunca dejarlo ir. El deseo de abrir la crisálida y poder florecer al lado de alguien más le encanta, al igual que la piel oscura, los ojos equiparables a la noche.

(Podría seguir, escarbando en pequeños detalles que muchas veces los demás suelen olvidar. Por su enfermedad, Antonio ha aprendido a leer pequeñas señales, presentes en cada situación).

—¡Ah, qué bien! — responde Dan. —La verdad es que me agradas mucho y me gustaría conocerte mejor. Mi mamá dice que pareces un buen niño y que las mermeladas de tu abuelo son las mejores que ha probado.

No puede evitar que su rostro se sienta caliente, ¿esconderá su piel morena el rastro de carmín que parece subirle desde la garganta? -Oh, eso es porque el abuelo ha estado haciéndolas con la receta que le dejó mi abuelita Carmen. Yo todavía no sé el secreto.

—Pensé que podrías decírmelo—. Bromea Dan. —Pero eso no importa, ¿quieres que vayamos al río?

Antonio asiente nuevamente, la fatiga de hablar se hace presente después de un par de interacciones, regular sus acciones e intentar esconder desesperadamente la atracción que siente por el muchacho no es tarea fácil. Ambos comienzan a caminar en dirección a la casa de Daniel, "vayamos a dejar las cosas allí, solo nos molestaran". No duda en seguirle, y escuchar atentamente cada palabra que sale de su boca. Prueba ser un buen conversador, y en la misma medida, logra hacer un muy buen soliloquio, debido a las pocas interrupciones del mismo Antonio.

Caminan y olvida que tiene que llegar pronto, puesto que no dentro de mucho comenzará su turno de recolectar las moras, camina y olvida la negación inicial: no, no, no, no, definitivamente no tendría que hacer de sí mismo una persona aun más marginada. Oh, Dioses, cómo desea Antonio marginarse en mayor medida en ese momento, incluso sin saber muy bien cómo debería hacerlo, ¿tomarle la mano?, ¿leerle algún fragmento importante de algún libro?, ¿llevarle más mermeladas? No lo sabe, solo quiere arruinarse, romperlo todo.

No nota que muchos de sus compañeros todavía están cerca y miran curiosos la escena del denominado "tonto", el que siempre sonríe y nunca contesta, con Dan, el citadino que no llegó hace tanto tiempo a los confines del mundo en el que todos ellos habían crecido. Por lo tanto, en cuanto Antonio actúa por impulso, "crisálida (cambio) mariposa", le toma la mano, entrelaza sus dedos y lo contempla expectante, esperando una reacción, puesto que la pequeña voz que repetía "no, no, no", se ha esfumado en la amabilidad del otro.

Las carcajadas estallan tan altas e intensas, que Antonio las logra percibir casi al instante, retirando la mano rápidamente y por fin, tornándose completamente rojo. "Mariposa (retrocede) crisálida". Es pequeño y los hombros le tiemblan, la garganta le aprieta y lo único que espera es la reacción de Dan, quien luce choqueado y no logra formular ninguna respuesta. Están en mitad de la calle con demasiados espectadores: el sentido común de Antonio no se pudo haber escondido en peor momento.

Nunca le ha molestado el silencio, mas la falta de cualquier distracción lo desespera absolutamente, más que cualquier risa, cualquier dedo que lo apunte y lo llame "amanerado", "gay", "raro", "raro", "raro". Clava sus ojos verdes en los de Daniel, quien abre y cierra la boca varias veces, sin lograr poner en orden los pensamientos que parecen pasar por su cabeza a gran velocidad "¿por qué?" (Aunque Antonio nota, nota que aquella reacción es debido al público y no a él, lo delata la esperanza que le brilla en los ojos: él la ha visto en el espejo cada vez que Dan está cerca). No puede retroceder aún, no puede hacerlo, y a pesar de esconderse tras una sonrisa todos los días, esta vez decide dejar ese caparazón y volverse la mariposa que desea.

Alarga la mano y se la agarra con fuerza. —¿Vamos?

Todos saben que los niños no se toman de las manos, sus padres les han enseñado, todos deben ser machos como sus papás y crecer para tener sus propias familias, sus propios hijos, sin desviarse del camino. Antonio nunca ha tenido nada de eso, y la más pura inocencia se pinta en los primeros bocados del enamoramiento.

La expectación que se ha generado va desde gritos, hasta silbidos, sin obviar las risas y algunas canciones que se mofan. Oh, Dan luce más agobiado que nunca y a punto de echarse a llorar, le quita la mano. Mira a su alrededor, el barullo que se ha formado es más de lo que puede aguantar, y Dan lo ha intentado, ha intentado acercarse sigilosamente a Antonio, sin ser excluido del grupo (él no está listo para encargarse de eso, por lo que sigue en su crisálida). -No voy a ir a ninguna parte contigo, rarito.

Algunos lo celebran, le frotan la espalda, le dan pequeños golpes alentadores. Porque los golpes son aceptados entre hombres, pero bajo ninguna circunstancia se deben tomar de las manos porque eso no es de niños normales. No es que Antonio sea precisamente normal, a sus ojos escrutadores, solo añade un motivo más para ignorarle y llamarlo por nombres cada vez más cruentos. Antonio agacha la cabeza y se escabulle entre el vitoreo que Dan recibe. Lo último que ve al darse vuelta brevemente, es a Daniel, con una sonrisa forzada, buscando a su acompañante con la mirada.

Cuando se encuentran nuevamente, Antonio aprieta el paso, buscando desesperado un lugar donde esconderse a suprimir todo lo que pasó en menos de una hora. Puede soportar a la gente espetándole en la cara lo horrible que es, sin embargo no puede tolerar la vergüenza y la lástima que destila Daniel mientras posa sus ojos en él. El viento corre y le da en la cara, se encuentra en uno de los lugares más densos del bosque cercano y se sienta en una raíz. No entra mucha luz puesto que las copas de los árboles impiden su paso, la esperanza se ha perdido. Una mariposa aletea su camino entre las flores y las lágrimas fluyen tibias y silenciosas. Silencio es su palabra.

—Adiós— dice bajito, para no romper con la tranquilidad del bosque. La voz de la cordura vuelve, "no, no volverás a hacer eso". Lo recuerda, lo escribirá. Le gusta mucho más ver que escuchar de todas formas.


Cuando Antonio no está trabajando de madrugada hasta entrada la noche, se encuentra sonriendo con todos los dientes e incluso atreviéndose a silbar mientras el sol le da en la cara. A pesar de todo, prefiere sonreír, le ha servido como mecanismo de defensa, el aceptar los insultos y volverlos suyos. De-significarlos, re-significarlos y sonreír. El sol volverá a besarle la piel en silencio, es todo lo que necesita para ignorar el cosquilleo en su cabeza que le dice que aquello no está bien.

A veces extraña a su mamá (cree recordarla, pero eso puede ser solo parte de su mente intentando aferrarse desesperadamente a la aceptación que quizá pudo haber tenido cuando todavía era "normal"). A veces cree extrañar a Dan, cuando lo ve de la mano de una de las tantas niñas en su clase (una de las tantas niñas que le ha puesto nombres, o cuando no se siente muy creativa solo se apega al que más le representaría "raro". "Enfermo" le llamó una vez. Es el que más le impacta, puesto que es verdad, él está enfermo, su audición fue dañada desde temprana edad. No hay más nada poético o insultante en ello. Simplemente es). No obstante, extrañar a esas personas también es extrañar un lazo que nunca llegó a formarse y que solo existe en su mente. Así que decide extrañar a su abuelo durante el resto de su jornada hasta llegar a casa y esconderse en sus brazos, a veces a dormir en la misma cama. Sus ronquidos son tan altos y poderosos que Antonio los escucha perfectamente. Ese sonido es su hogar.

A ese hogar puede dedicarle una sonrisa sincera.


—Todavía en es un niño, ¿cómo podrá cuidarse solo?

—No, señora María, si el niño sabe cómo cuidarse, él fue el que cuidó a don Rolando cuando no pudo moverse más de la cama

—Mi niño me ha hablado del problema que tiene de audición, pobrecito.

—Sí, siempre hay que repetirle las cosas cuando se le habla porque a veces no escucha nada y siempre tiene esa cara de despreocupación. Es como si viviera en otro mundo.

—Eso lo hace peor, señora Marta, ¿quién lo va a cuidar ahora? su mamá se fue hace mucho tiempo y nadie sabe quién es su papá.

—Es terrible ver cómo dejan a estos niños solos, sin familia y enfermos. Nunca haría eso con mi niño, si es un pequeño angelito. Imagínese teniendo que trabajar y hacer las cosas de la casa, no podría.

—Pero no está llorando, fíjese

—No, no está llorando. Quizás no quería tanto a don Rolando, y eso que él lo adoraba. Es una pena que sea tan malagradecido.

—Sí, don Rolando era un amor de persona. La verdad es que si fue enterrado en una sepultura digna es porque era admirado en la comunidad, sino quizá dónde lo habría dejado Antonio, que con suerte sabe ir al baño solo...

Las señoras del pueblo cotorrean por lo bajo. Pasan de la lástima a la crítica en un vaivén, es la primera vez que Antonio agradece no poder escuchar sus susurros, terriblemente irrespetuosos, no solo para su abuelo, sino para la iglesia en la que se encuentran. Las mismas mujeres que se cubren el pelo para entrar a las misas de los domingos no pueden dejar de chismear sobre su futuro. No va a derramar una lágrima frente a esa gente: no, va a probarles a todos que están totalmente equivocados sobre él. Antonio es mala hierba (Mala hierba: cualquier especie vegetal que crece de forma silvestre en zonas indeseables, como cultivos y céspedes). Antonio ha crecido a pesar de todo y se encuentra con la cabeza en alto incluso ahora, reteniendo las lágrimas para cuando se encuentre a solas. La pose de militar la heredó de Rolando.

A pesar de no ser un creyente férreo, Antonio cierra los ojos y reza. A pesar de la infinita pena que carga a cuestas, no se deja llevar por sus emociones, no en ese momento. El abuelo había muerto con una sonrisa en el rostro, mientras él se deshacía en lágrimas porque se estaba yendo del mismo modo en que Antonio había llegado al mundo, con una serie de fiebres y resfríos que pronto pasarían a pulmonías y lo dejarían en ascuas hasta el momento en que empezó a crecer. El abuelo estaba muriendo como su único nieto.

—Tonio, tienes que dejarle flores a la abuela. ¿Sí? —. Rolando siempre le recordaba eso, pues era tradición dejarle lirios a su amada los días sábados, muy temprano. Era costumbre hablarle de la semana, y de cómo el abuelo había ayudado a unos niños citadinos que vacacionaban y que se perdieron en el bosque; o de cómo una vez sellados los frascos en los que Antonio repartía la mermelada de casa en casa, él se quedaría con uno y se lo comería en el camino a entregar el de los demás. Hablarían de todo un poco, de sus avances, de que Antonio se esfuerza en el colegio por aprender todo lo que puede, que ha logrado obtener algunos libros que lee y relee porque la lectura es como su reemplazo de la música. Oh, desea volver a hacerlo, pero no en esa soledad que se cierne inminente sobre él, no solo. No le apetece hablar de esas cosas con dos pedazos de piedras que no pueden oírle.

No va a llorar. Está solo en el mundo, pero no va a llorar.

—Ya vamos a cerrar, Antonio— le dice el padre con voz suave, pero firme. —Si necesitas que te lleve a casa no tengo problemas. Igualmente eres bienvenido a quedarte aquí cuando lo desees, siempre tendremos las puertas abiertas para ti—. El hombre canoso lo mira expectante, pero el niño no le muestra ningún signo de entendimiento. -—..Y sé que crees que puedes cuidarte solo, pero haremos todo lo posible por contactar a algún familiar, aunque sea lejano, para que te ayude.

—Está bien—. Dice, porque es lo que él espera oír. Sin embargo él sabe la verdad, nunca ha tenido otra familia que el hombre que ahora se encuentra bajo tierra, nunca más tendrá una. Lo único que le queda en el mundo es la casa que heredó y la promesa de una vida mejor, el último deseo de su abuelo. La resignación ya se ha instalado en su pequeño y cansado cuerpo, no puede hacer nada para mejorar la situación.

Sale de la iglesia ya de noche, hace frío. "Hay muchas personas para ser tan tarde", piensa, abriéndose paso por las calles abarrotadas de gente. Es cuando nota un desfile de carruajes y caballos y valijas y sirvientes. Parece una caravana sacada directamente del desierto, con colores cálidos y muchas luces y barriles llenos de oro (o eso imagina). Las luces que cuelgan de los trastos lo iluminan, lo encandilan, como aquella única vez que el circo fue al pueblo al fin del mundo.

—Son los Vargas, vienen de Italia.

—Oh, eso es tan bueno, Mercedes, mañana mismo me presentaré para ver si puedo conseguir trabajo.

—Yo también iré, escuché que traen consigo una empresa muy grande. De hecho compraron la parcela con la mansión.

—Dios Santo, ¿la de los Hernández?

—Esa misma, es increíble, debe costar más que todo lo que vale este pueblo.

—Claro. ¡Es una oportunidad que no puede perderse! Si logro quedar allá me llevaré todas las velas de todas formas, ¿quién lo notará?

Esa es la respuesta que busca. Antonio se queda parado viendo cómo termina el desfile con un único carruaje del que escucha una musiquilla muy leve, casi imperceptible

Che bella cosa e' na giornata 'e sole

n'aria serena dopo na tempesta!

Pe' ll'aria fresca pare già na festa

Che bella cosa e' na giornata 'e sole.

Antonio no sabe una sola palabra de italiano, pero por alguna razón que no entiende, le embarga una emoción inexplicable, porque lo ha perdido todo, absolutamente todo en la vida, pero la esperanza no deja de brillar en la música que casi no escucha. Y llora, llora, llora (no se escucha a pesar de los gritos, ¡no se escucha, por todos los cielos! ¡Nadie lo escucha y todos pasan!). Mañana irá se presentará en aquella casa, a veces las señoras de faldas largas y bocas incesantes son fuentes de información útil.

Por ahora llora, llora. Corre para caer de rodillas en la cama de su abuelo y acurrucarse en el aroma que queda hasta dormir cobijado por el abandono.


A veces el calor hace que Lovino quiera sacarse la ropa, y una vez desnudo arrancarse la piel y sentir el viento roer sus huesos. Si lo piensa un poco, es una imagen un poco más mórbida de lo que desea, sin embargo no podía explicar mejor las ansias de libertad que cosquillean desde dentro. Supone que esas ganas de huir las heredó de su madre.

Sacude la cabeza, le sube el volumen a la música. Se puede escuchar aun cuando tiene los audífonos puestos, no le importa: El italiano siempre se esconde tras ellos y dentro de la música. En cuanto una canción captase su atención, la escucharía en repetición por horas, sin dejarla ir. No dejaría que ninguna de sus preciadas canciones se le escapara de entre los dedos, y aunque las notas fueran encerradas por mil años en una torre con un dragón (o así lo imagina), él todavía la recordaría, y por supuesto, la cantaría. Cantaría hasta que el mundo la recuperase o hasta que lo encerraran a él. Nunca algo querido escaparía de él, nunca más. Cantaría hasta perder la voz. Lo habla todo, lo canta todo, se traga todo. Los labios forman sílabas, la boca los controla, la lengua los refleja, la garganta los produce.

En su propia torre sin dragón, Lovino se siente libre. Casi con el viento al aire, su mechón rebelde haciendo sombra, los ojos miel, como los de su padre. La calma relativa se mantiene hasta que la puerta se abre y le da un golpe al muro. La atmósfera de relajación es totalmente interrumpida por unos gritos muy familiares —Lovi, ¡no me estás escuchando!

Lovino abre los ojos, cierra la boca. Suspira. —Eso es porque estaba concentrado, maldición, Feliciano. ¿Qué te he dicho sobre llamar antes de entrar?

—¡Pero si no me contestaste! —. Al final del día es a Feliciano a quien toma de la mano y le susurra sobre su futuro, entre risas y juegos. La parte de Lovino estaba a cargo de Laura, su madre. Pero Laura, Laura de sus ojos, ya no está. Laura se le escapó. La parte de Feliciano está con su papá, y ahora que solo están los tres, es difícil hacerse cargo del hueco que dejó su mamá.

—Si no llamas no puedo contestar, Dio Santo—. Suena exasperado, sin embargo a veces las interrupciones de su hermano menor son positivas cuando cae en el espiral de la ausencia. No ha sido fácil desde hace meses. No se ha hablado del tema desde que ocurrió. —Tengo una muy buena audición. —Recalca en un tono más juguetón.

—¡Pero es importante!— Y Lovino no lo tomaría tan en serio si no fuera porque su hermano ni siquiera se había tomado el tiempo de sacarse el delantal con el que pinta y que algunas brochas todavía sobresalían de sus bolsillos. —Escuché una conversación.

—¿Y qué hemos hablado sobre escuchar conversaciones ajenas?— levanta una ceja.

—Sigue siendo importante— se apresura. Generalmente Feliciano se encuentra en estado de alerta desde el incidente, sin embargo en ese momento realmente parecía que una bomba iba a estallar y que solo su hermano mayor podría ayudarlo a cortar los cables. —Dejaremos el país, Lovi, ¡papá quiere que nos vayamos de Italia! Escuché algo de España, ¡no podemos irnos! No, no.- Gime desesperado, ¿acaso tienen que abandonarlo todo?

Por un momento todo parece totalmente lógico. Ellos llegan. Ellos acumulan riquezas. Ella se va. Ellos se van en busca de nuevos horizontes. Cíclico. Una vez allá vuelven a emigrar una vez las calamidades se ciernan sobre ellos. Irse. Volver. Cíclico. Lo único que difícilmente volverá a sus vidas será el recuerdo fresco de su madre recolectando las frutas de la época para los diferentes postres. Y el canto y las pinturas y los postres desaparecen en un eco, puesto que todo es lógico. El lamentar no ha servido para sanar las heridas de ninguno de los tres Vargas, sobretodo del mayor, lo lógico es dejarlo todo atrás.

Lo lógico es olvidar a Laura en en país, huir de su recuerdo en cada rincón del hogar. Asiente. —Claro.

—¿Qué haremos, fratello? ¿Qué haremos?— Feliciano no llora, Laura no está muerta, solo se ha ido para no volver. Nadie ha llorado, ni siquiera el más pequeño, Feli tiene diez años y no sabe cómo expresar lo que está pasando. Sus pinturas han pasado de una paleta pastel a colores graves y profundidades peligrosas. Siempre hay algo allí, más allá. Lovino lo siente en sus propias cuerdas vocales. Son niños perdidos en sus propios mundos.

—Estará bien. Todo estará bien. Tranquilo, todavía estamos aquí—. Le palmea la espalda a Feliciano, quien se aferra con fuerza a la camisa de su hermano.

A Laura la hubiera coronado con las flores silvestres del camino, hace tres meses. La hubiera llevado de la mano hacia la fuente y hubieran reposado del calor en ese mismo lugar, sintiendo el viento, sin necesidad de arrancarse la piel, exponer el alma. A Feliciano lo corona con una caricia un poco torpe, por la falta de contacto durante el último tiempo. Se dan un momento para llorar sin lágrimas, murmurando sobre diferentes posibilidades, y esperando por el veredicto de su padre, el que saben que llegará pronto.

Cuando Lovino quiere sentirse libre, canta. Y eso es lo que hace, cantar para Feli, para él, para despedirse (¿es verdad que se van? no le importa, igualmente tiene que decir adiós, no sabe a qué). Canta.

Che bella cosa e' na giornata 'e sole

n'aria serena dopo na tempesta!

Pe' ll'aria fresca pare già na festa

Che bella cosa e' na giornata 'e sole.

La puerta se abre. Aparecen dos ojos hinchados, un par de ojeras clavadas, una cabeza gris, un rizo testarudo, una sonrisa difuminada y un padre derrotado. —Niños, debemos hablar.

"Un aire sereno después de la tempestad, porque el aire fresco parece ya una fiesta." Piensa Lovino. Espera.


El pequeño no debe ser mucho más grande que sus propios hijos, y allí está, con la frente en alto y las mejillas rojas por el nerviosismo. —Me avisaron que llegarían y quiero ofrecerme para trabajar aquí—. La voz le tiembla un poco, sin embargo tiene el porte de hombre, la postura decidida. Hay una contradicción en ese pequeño ser, que no está jugando, está pidiendo un lugar de trabajo.

Los ojos verdes le destacan. Francesco quiere derretirse porque solo hay un par de ojos verdes que lo cautivó alguna vez. "No" se niega a recordarla puesto que han dejado el hogar en Italia rumbo a los vastos campos españoles, y se han instalado en una pequeña villa perdida en el tiempo para comenzar. Para olvidar y ser una familia nueva.

Oh, pero esos ojos lo ablandan de tal forma que si le preguntara, con una sonrisa, si puede adoptarlo, lo haría sin titubear. —¿Cuál es tu nombre?

—Antonio, señor. He vivido aquí toda mi vida, así que conozco bien los tiempos de siembra y cosecha, también sé reconocer cuándo las plantaciones están enfermas. Es lo que he hecho desde que tengo memoria—. Las similitudes son tan afines como dispares: Antonio titubea, pero contesta con cierta seguridad muy extraña. Laura nunca habló más de lo que realmente era necesario, puesto que la pulcritud de su gramática era impecable. Quizá por eso...

—¿Cuántos años tienes?

—Tengo doce.

No puede creer lo que está a punto de hacer. Se horroriza un momento. Ese niño está rememorando alegrías y los más tristes días. Pero es como si una mano lo guiara hacia una decisión, el pecho se siente cálido y existe una anormal tranquilidad en su voz. Como si aquello que tuviera que decir fuera simplemente lo que debe suceder —Lo que realmente necesitamos, Antonio, es alguien que ayude a criada. Si estás disponible para hacer eso podríamos ver qué hacer.

La sonrisa que se forma en el rostro del menor le colma de ternura. Jura no haber sentido tal compasión y cariño por ningún extraño, pero lo sabe incierto (posiblemente Laura, seguramente Laura. Laura, Laura). Los ojos se le vuelven agua y el sol se posa dentro de sí, pues ha pasado tanto frío a pesar de ser verano y todo le ha calado y dejado cicatrices, pero la sonrisa de ese extraño abre una ventana. Francesco ha adoptado un hijo. —Te mostraré la casa, sígueme—. No tiene que hacerlo, sin embargo el estar cerca de ese pequeño amanecer le llena de esperanza.


Verde. Lovino ha visto muchas veces el color verde: el césped, las hojas de los árboles (aunque él ciertamente prefiera el color de las hojas del ciruelo), la camisa de dormir de su hermano, algunos automóviles pasados de moda en el campo. Y sin embargo, nunca ha encontrado la misma combinación de los ojos de su mamá.

"Laura". —Laura— dice en voz alta, algunas veces, para no olvidar su nombre, otras veces con rabia. "Laura, la de los ojos verdes". Laura, aquella que se acercaba al oído de una de las tutoras de español de Lovino, Inés. Oye de nuevo las risas cómplices de cuando las espiaba por sobre su tarea del día, recuerda. Recuerda los matices de los ojos de Laura y sus pupilas dilatadas cuando su mano encontraba casualmente la de su tutora en cuanto susurraba —Lo siento, qué torpeza—. Desvía la mirada hacia su hijo, quien pretende estar concentrado y deja escapar una sonrisa silenciosa. Debajo de la mesa se toman de las manos y Lovino no ve maldad en sus actos, ve felicidad, le gusta el color que adquiere ella no solo en sus mejillas sino también en lo claro que resultan sus ojos luego del gesto. La colma, como cuando el viento sopla y el pasto se mece a compás.

Lovino quiere dejar de escribir incesantemente "El embarque ha naufragado", poco entiende lo que significa aquella oración y no quiere perderse el vislumbrar a su mamá sonreír, no lo hace a menudo. Nunca ha visto esa felicidad en los ojos verdes de Laura.

Cuando su papá llega a casa, Laura le besa las manos y luego posa sus labios brevemente en los de él, sin risas y sin los ojos colmados de algo dulce y tierno, parece más un saludo frío y conveniente. Lovino quiere correr lejos, desligarse del peso que su padre pone en sus hombros, pero va a darle un apretón de manos a su padre sin rechistar cuando le llaman.

Cuando Laura lo abraza Lovino se siente aliviado. —Lovi, mi Lovi— le susurra al oído. Le canta una canción mientras los tres se dirigen a cenar y el niño casi puede tocar la alegría, no obstante se encuentra sin poder ponerle un dedo encima cuando la misma luz de aquella tarde no llega a los ojos de su mamá. "¿Qué pasa? ¿Qué pasa?" quiere preguntar, mas le distrae el canturreo de su mamá, y no se atreve hablar, se aferra vehementemente a la pequeña chispa que parece avisar: "todo está bien". Y no frunce el ceño.

Verde. Lovino pestañea varias veces en dirección del niño de ojos verdes y piensa, y recuerda. La sangre le hierve un poco porque, oh, Dios, ¿quién le dio derecho a poseer los mismos tonos que los de su mamá? Por un momento considera arrancarlos de las cuencas y dejar el vacío fluir, tal como Laura lo hizo en cuanto huyó con Inés.

Luego piensa de nuevo.

Antonio se acerca y le dedica una mirada, luego una sonrisa. Su cuerpo parece pequeño y rendido a las circunstancias de su clase, pero aquella mirada parece fiera y en realidad es Lovino quien se empequeñece ante ella. No es Laura quien mira, sino alguien completamente distinto y terrorífico. Ninguno parpadea y ninguno se atreve a quitar la mirada de encima. —Hey— dice el italiano. —Hey— No hay reacción.

—Hey.

—Soy Antonio, estaré trabajando aquí desde hoy— dice el niño, mirando el piso, su forma de hablar es extraña, demasiado cuidada. Lovino intenta levantarse de la silla y arrojar sus partituras por la ventana e implorarle que vuelva a mirarlo, que no deje que la reminiscencia de Laura muera en el instante. Pero no lo hace puesto que Antonio parece avergonzado por alguna razón que no llega a comprender.

Carraspea y llama su atención. Lovino ajusta el tono de su voz. -Gusto en conocerte, Antonio.- Y verde, verde, al niño se le ilumina la mirada de tal forma que parece que va a llorar de emoción, pero en vez de eso agacha la cabeza, susurra "gracias" y sale corriendo del estudio de música de Lovino, como llevándose un secreto que el italiano no alcanza a aprehender.

"Lo escuché, lo escuché perfectamente. Lo escuché." La vida no empieza una vez alguien consigue arreglar tus problemas, y por supuesto Antonio lo sabe. Pero quizá, puede mantener la esperanza de una amistad.


Antonio todavía no conoce muy bien a la familia Vargas, hay algo que parece particularmente impenetrable en ellos. Conoce el lugar debido a que varias veces entró a la fuerza (aquella casa era uno de sus escondites favoritos), por lo que se le hace fácil acostumbrarse al espacio físico siendo llenado. Lo que aún le parece extraño es la forma en que el jefe lo mira, como si pasara de él y recordase a otra persona. (Y sus: —Antonio, no te sobre exijas—, —Toni, es tarde, tienes que ir a casa—, —¿Has estado comiendo bien?).

La otra peculiaridad que lo sobresalta, es que incluso cuando ha llorado toda la noche (su abuelo lo hubiera reprendido, pero él es el que no está allí, es su culpa), cuando el hijo mayor practica su canto, Antonio se queda escuchando y lo olvida todo. Su canto es mágico: por unos momentos le parece escuchar mucho mejor, como si de pronto su enfermedad hubiese desaparecido, o aun mejor, como si todo estuviera bien de la forma en que está.

El pequeño español se queda especialmente quieto esas horas, fuera del estudio, con los ojos cerrados y las piernas estiradas en un rincón. Le llega un rayo de sol en las pestañas y todo está en el lugar que corresponde.


Feliciano lo ha encontrado varias veces, con los ojos bien cerrados como durmiendo profundamente. La respiración calma, la piel oscura y un poco reseca. Antonio tiene muchas aristas que, como artista, Feli siente la curiosidad por explorar: en diferentes técnicas, en nuevos colores y perspectivas. Mas cuando le encuentra, escondido de la mirada de su hermano, no puede evitar sentir que está interrumpiendo un momento privado entre los dos.

No puede evitar sonreír, y poniendo un dedo en sus labios, sentarse a un lado del español, el que lo mira con sorpresa. Ambos se sientan y escuchan, cómplices. Ninguno se interrumpe, y Lovino canta como si no tuviera compañía, doliente, sangrante. Se cree solo, pero no lo está, nunca lo ha estado.

Laura, respiran los italianos cerca del extraño.

Tranquilidad, respirar. Ojos húmedos, lengua húmeda, labios resecos. Antonio solo existe.


Ha irrumpido en muchos lugares, de los cuales tiene un mapa pintado con los pocos lápices de colores que tiene. Como la mayor parte de su tiempo la ha pasado entre la escuela (donde los niños no hacían más que tirarle el pelo, empujarlo y ponerle sobrenombres), y entre el trabajo (en el que los gritos eran diarios, por las canastas a medio llenar, por demorarse, por sacar la fruta antes de tiempo), sin embargo esto es completamente diferente.

Por un lado, Antonio ha logrado entrar sin llaves a sinfines de lugares cerrados con candados y vallas, solo se necesita un poco de habilidad para saltar y evadir un par de fierros oxidados. Por otro lado, entrar en esos lugares, traspasarlos sin aviso, nunca se había sentido tan...extraño. Esos lugares imperturbables y sin tiempo seguían siendo los mismos una vez los dejaba atrás en busca de otro escondite, y sin embargo, una vez dentro de los empleados de la casa Vargas, parecía haber entrado en una vorágine de secretos. Habiendo entrado por el ojo del huracán, en ningún momento se percató del momento en que se acercaba a la línea fronteriza con el caos, solo tendría que dar un paso.

Un paso y todo se destruiría. Podría amarlos como una mascota, recibiendo afecto, pero sin lograr comunicarlo de vuelta. Dejarse poner el bozal, dar una vuelta, volver a casa al atardecer, pero no ser parte, no ser de ellos.

Entrar en esa entropía. Toc, toc. ¿Se da cuenta? Todos lo miran a los ojos y suspiran, como encontrándose con alguien más, y no hay rostro ni nombre para esa sensación, solo hay una especie de melancolía mientras él solo quiere sonreírles. "Oh, Lovino, sonríe, por favor. Por favor, canta una vez más." Hay veces en que quiere cortar con un cuchillo el silencio tan profundo de aquella familia. No hacer fluir la sangre, sino cercenar la carne y descubrir la verdad, porque aun cuando él mismo no logra escuchar, siente en los huesos lo que no se dice. Y solo piensa, que por favor cante, porque el canto de Lovino llena todo esos huecos.

Antonio se distrae en las distintas tareas que le asignan cada día, siendo de lo más variopintas. Ha ayudado a servir la cena hasta ha modelado para Feliciano. Especialmente ahora se inmiscuye en los trabajos de reparación el balcón que pidió el hermano menor.

—Es la perspectiva— dice, tartamudeando. Feliciano se esfuerza por hablar más alto a Antonio, remarcarle las sílabas, además "perspectiva" parece ser una palabra especialmente difícil para un niño de diez años, incluso para uno para el que la pintura es tan natural como respirar. -Me gusta cómo se ve desde aquí.

Asiente. Hay algo intrínsecamente tranquilo en la personalidad del menor, es contemplar las nubes pasar en un día despejado, es calmo. A pesar de que a veces Feli lo mira a los ojos como si viera alguien más, nunca le ha pedido que sea otro, que escuche mejor. Antonio no quiere cortar nada que no le sea pertinente, sobre todo con el pequeño

Le revuelve el pelo. —Tienes que mostrarme tu próxima pintura, ¿sí?

—¡Pero todavía no está terminada!— (Antonio presta atención, le mira los labios, adivina palabras).

—Para ti nunca está terminada.

Ambos se ríen. Si bien hay algo extraño en la forma en que lo miran, en la forma en que se relacionan cautelosamente frente a él, cree poder acostumbrarse a esos momentos en los que no importa mucho lo que él ignora, o si juega en el linde del desastre, pues vale la pena. Es lo único que ha importado desde que el abuelo murió.

Lovino mira desde lejos. Antonio es extraño, es completamente opuesto a Laura, mas tiene un aura similar, la que nace desde la más pura sencillez. Es un vaso de vida.


—¿Cómo has estado, Antonio? ¿Has estado comiendo bien?— Todos pelean por un poco de atención del párroco, sin embargo éste está concentrado en Antonio. Los laureles cuelgan de las manijas y las flores perfuman el ambiente.

—Sí, he estado bien, gracias—. El moreno se ruboriza un poco. Las personas le dirigen miradas de pena y de asco en igual medida. Lo extraño los incomoda, su voz demasiado elevada en la iglesia silenciosa parece irrespetuosa. Antonio se hace pequeño, se crispa como gato callejero. Pero ha prometido ayudar, después de todo el padre es la única persona que realmente le ha tendido la mano en ese mes, así con fuerza de voluntad, sigue ordenando las cintas que adornan las rústicas sillas. Cree que de esa manera podrá terminar tranquilo, pero el padre le sigue.

—¿Has recordado lavarte los dientes? ¿Y peinarte? Necesitas un corte de pelo pronto, Toño—-Le pasa la mano por las ondas de pelo castaño que crecen con fiereza. Hay algo de salvaje en la esencia del niño, el cabello salvaje, los ojos curiosos, las manos rústicas, aunque todo conjugado con una paciencia enorme. Antonio es un animal que se desliza fácilmente hacia ser querido si se le da la oportunidad (la que no se le ha dado demasiadas veces, y lo anhela tanto- Sueña).

Sigue ocupándose en otras actividades mientras el párroco le pisa los talones y se convierte en su sombra, una mucho más parlanchina de todas formas, hasta que ya no puede seguir alargando su presencia junto al niño y le deja lustrando la figura de la virgen en una de las tantas vitrinas que adornaban la iglesia.

Los inciensos son prendidos por los niños que ayudan generalmente al párroco y el edificio se inunda de un aroma a cenizas y canela. Antonio arruga la nariz, ¿sólo él notará cuán fuerte es realmente el olor? Mareos. Casi vómitos. Corre afuera. Recuerda por qué no se queda en sí a la ceremonia, nunca ha logrado soportar los olores que emanan los diferentes utensilios, el incienso, el vino dulce, el pan insípido, la gente reunidas y apretada en las bancas, carne contra carne que no pretende quedarse de pie. El golpe de viento que se precipita en su rostro le ayuda a calmar la ansiedad.

El aire siempre huele a flores a esa hora de la mañana los domingos.

Su cuerpo tiembla un momento. No puede escuchar cómo corre el viento, pero las caricias en el rostro le aseguran que está allí.

Cuando crezca, Antonio quiere lograr embotellar todos esos aromas agradables y sutiles, como el viento, el perfume del shampoo de Lovino que deja un rastro cuando camina, algunas de las pinturas y pinceles de Feliciano. El aroma a pan fresco en la mesa de sus patrones, la que él saborea en la cocina, antes de que llegue alguien a encargarle trabajar en las distintas cosas de las que se ocupa dentro de la casa.

Las campanas suenan nuevamente, el silencio se propaga entre los asistentes. Antonio presiente la voz del párroco con algunas palabras introductorias a la ceremonia, se antecede al ambiente y al orgullo con el que presenta al nuevo coro. Los niños ríen porque son niños. Una guitarra suena, suena (¿un eco? no escucha, aunque pegue su oreja a la muralla, no los escucha. Es su realidad). Las guitarras siempre suenan, interrumpiendo en intervalos la prédica. Todos cantan, siguiendo las voces infantiles y las letras que pasan por sus labios cada domingo, es lo común.

Sin embargo de pronto todo se detiene, las voces estridentes de los niños riendo y (¿cantando?) y se abre paso a alguien. Una voz, la única voz que puede escuchar claramente, esa voz, la voz. Las notas altas lo sobresaltan, mas la voz de Lovino (por supuesto que es él, ¿quién más podría cantar así?) es suave y dulce, como nunca cuando habla e insulta el aire. Se transforma en otra persona cuando canta de esa forma, baja un pedazo de cielo a posarse en sus oídos. Lo oye, sonríe. Se arrepiente de no quedarse adentro, donde la gente debe haber quedado sin aliento. El orgullo le sube hasta la cabeza y se sonroja, ¡podría explotar de felicidad! Lovino canta con público, ¿cómo pudo no enterarse de ello?

Antonio es más que solo huesos y piel en ese momento, es algo más, mientras le conduce un suave hilo de oro, en un idioma que no reconoce en lo más mínimo. No entiende ni una sola palabra, no obstante un escalofrío le sube por la espalda, y lo lleva en suave compás.

Tantum ergo Sacramentum

Veneremur cernui:

Et antiquum documentum

Novo cedat ritui:

Praestet fides supplementum

Sensuum defectui.

Lovino, que todavía no pasa por la pubertad, tiene una voz aguda que maneja con bastante facilidad, y Antonio quiere ponerse de rodillas e implorarle que no se detenga porque nunca más podrá escuchar algo así, que por favor no lo haga. Y si hay melancolía en la melodía, el niño la siente, y si hay alegra, también, parece sentirlo todo, y su pequeño cuerpo pretende hacer tantas cosas al mismo tiempo. Se tensa y se relaja en el mismo momento en que respira y bota el aire. Podría escucharlo en lo que le quedase de vida. Porque cuando Lovino canta, solo existe su voz y el olvido. No volverá a una casa vacía, no tendrá que lavar y planchar su propia ropa.

Por fin se relaja. Exhala.

Lovino se detiene, y todos suspiran por un momento antes de volver a prestar atención a la ceremonia. Se hablará del niño con la voz de ángel durante un buen tiempo en ese pequeño pueblo.


De pronto Antonio se encuentra en primera fila en la iglesia el día domingo, con un nuevo corte de pelo y aguantando los aromas que expelen. Los enumera, los hace suyo. La mandíbula le tiembla cuando el coro entra y la voz de Lovino se eleva contra los vidrios de cristal del tejado. Todo tiembla y él se mantiene más que quieto.

Inhala, exhala. Nunca se cansaría de lograr escuchar una voz tan hermosa.

El párroco le felicita porque, ¡al fin!, ha decidido encontrarse con el Señor y Jesús y la Virgen, la alegría le brota desde lo más profundo. Antonio asiste a misa las próximas semanas sin falta.


Lovino nota la ausencia de su padre cuando debe cantar al frente. Feliciano duerme hasta tarde los fines de semana. Siempre se topa con un par de ojos verdes que lo contemplan expectantes, como si fuera la primera vez que oyera siempre, y no lo admitirá, se siente halagado.

Ha pasado tantas veces que ya no pone a Laura en los ojos de Antonio mientras contempla su sonrisa ensancharse, o su boca abrirse con admiración. Antonio es increíblemente expresivo y fácil de leer (y quiere aceptar que el verde y el calor pueden pertenecer a otro cuerpo. Ya no quiere seguir recordando).


—¿Siempre cantas canciones religiosas?

—No, no siempre. Las aprendí porque m…— (mamá, Laura, ella) se detiene. —...me llevaban a la iglesia todos los domingos.

—Pero no he visto ni a Feli ni a tu padre ir, ¿no es extraño?

—Supongo que la tradición se perdió.- se encoge de hombros. Están fuera de la iglesia, Antonio lleva a su pequeño patrón a su casa, por petición de su padre, ya que él está pasando tiempo con Feliciano. Le pesa que muchas veces deje a su hijo mayor a solas, es algo que no entiende...

—Pero déjalo ya, idiota, camina más rápido.

O quizá un poco. El temperamento de Lovino no siempre es el mejor, muchas veces ha recibido un par de insultos, pero de alguna forma comprende que es más fácil alejar con su lengua afilada a las personas, que dejarlas entrar en su frágil corazón. Porque todavía no sabe cuál es el misterio que rodea a los Vargas, y sin embargo hasta él puede sentir una pérdida que no es suya, él también ha perdido durante su vida, también ha sido abandonado y también ha intentado apartar a todos con una sonrisa y la personalidad fácil, poco memorable. "Hay distintas maneras de construir paredes alrededor del dolor", piensa, "como la poesía". Antonio a veces usa un poco de su dinero para comprar libros nuevos y leérselos a su abuelo cuando visita su memorial.

Ambos caminan en silencio, mientras el sol repica en sus cabezas. Lovino tiene pantalones cortos que dejan ver sus rodillas rosadas de niño y sus piernas delgadas; en comparación, Antonio tiene las piernas morenas, florecidas de vello y ásperas de trabajo, a veces parece más adulto que niño, a pesar de no ser muy alto y todavía tener los rastros de las mejillas redondeadas. Solo tiene doce, y los cambios han sido confusos durante su corta vida, sin embargo está seguro de querer una cosa, que Lovino sonría aunque sea solo por un momento.

—¡Oye Lovino, tengo una idea!- Antonio se detiene de golpe, sobresaltando al menor. —No está ni tu papá ni tu hermano en casa, así que vayamos a dar un paseo.

—¿Y qué te hace pensar que yo quiero ir contigo quizá dónde, eh?

—¡Por favor! conozco lugares abandonados, pueden haber fantasmas y esas cosas, es genial.

—No sé si a ti te falta un tornillo o de verdad crees que puedes convencerme diciendo que habrán fantasmas— lo dice con un tono irónico, pero le hace reír. Parece tan ingenuo, con la sonrisa a flor de piel y la su voz extrañamente forzada como siempre. Es la primera vez que lo escucha decir tantas cosas en el mes en el que lleva trabajando en su casa, y hay algo que le pide que siga escuchándole.

—¡Pero Lovi!

Lovino patea una piedra. Hay cierto deje en la voz de ese idiota que le hace pensar que lo trata con cierto cariño y que abraza su nombre, acortándolo, y llenándole de significado. Hay algo en su voz que no ha escuchado en un tiempo, una caricia, el orgullo, algo. Está esa preocupación que no siente de parte de su papá, que se ha llevado a Feliciano en un paseo mientras deja a su hijo mayor atrás. Siente algo. —Iré si no vuelves a decirme así, ugh.- pone los ojos en blanco. Control.

—¡Claro!- La sonrisa le crece en el rostro y el impulso (de nuevo no, por favor) de tomarle la mano crece, le escuece la piel. Se detiene. Se prometió no hacer algo así de nuevo. Control. —Es por aquí.- indica una ruta del bosque.

El instinto le grita que se detenga porque algo va a cambiar, pero el italiano se arroja con los ojos cerrados y cayendo de espaldas. Se adentran en el bosque sin hablar demasiado, Lovino contempla con sorpresa cada pequeña hoja, cada matiz de color, el rastro del agua en la copa de los árboles, las hormigas caminando en hilera, la espalda de Antonio que se transparenta con las gotas de sudor que bajan por su cuello. Vuelve los ojos a las plantas. Raíces.

—¿Y se supone que vamos a algún lugar?- pregunta impaciente, desea dejar de seguir porque sus ojos vagan y no confía en sí mismo. —Porque hemos caminado mucho y no hay nada, solo estúpidos árboles y plantas.

—Si me preguntas por el propósito de la vida...pues, no lo sé— responde (—¡No es eso, idiota! — interrumpe). Antonio se ríe, siempre ríe al lado del pequeño Lovino. —Bueno, bueno, ya estamos aquí.

El moreno aparta el espeso follaje de un sauce que tapa un riachuelo apenas perceptible tras las hojas. Frente a ellos se encuentra una casa de colores apagados y la pintura descascarada, las enredaderas crecen en el tejado y las flores trepan por sus murallas roídas. Bajo ella se encuentran algunas tablas que dan al pequeño río que pasa por ese lugar, dándole un aspecto de armonía extraña. Los ojos de Lovino brillan bajo la hermosura de la casa abandonada.

—Mientras no te toquen los pies los fantasmas todo estará bien— dice Antonio intentando asustarlo, y el menor le cree, lo mira a los ojos y puede creerle cada palabra que diga.

—Me preocupan un poco más las ratas.

Caminan hacia la puerta, la que Antonio abre con maestría. Dentro hay un piano, y Lovino no lo piensa dos veces, acerca una silla bastante sucia y se sienta, mueve los dedos y comienza a tocar las desafinadas teclas. Hay algunas que no suenan siquiera, teniendo rotas las cuerdas. El español se sienta en el sueño, y daría lo que fuera por escuchar, escuchar propiamente lo que Lovino toca en el piano viejo y maltratado de esa casa olvidada por el pueblo. Daría una mano, daría sus ojos para escuchar.

—Eso fue Ingenue. —dice, al finalizar abruptamente en alguna nota intermedia. —Me gusta las canciones en italiano, pero también en otros idiomas, algunas en inglés. No tengo un género preferido, prefiero pensar más en la melodía que en una estructura.

—Tiene sentido, supongo, no conozco mucha música por….ya sabes

Se quedan en silencio porque saben. Ambos saben por qué Antonio no conoce tanta música como Lovino, ninguno nombró al elefante en la habitación. El español se pasa la mano por el pelo, nervioso. Espera, ¿qué espera?, quizá algún insulto que le alivie, "hey, tonto", increíblemente familiar. Se sorprende cuando su acompañante carraspea.

—Quizá podría mostrarte algunas cosas, si quieres, pero no esperes que te preste mi celular, que juro que es el único aparato tecnológico en este maldito pueblo.

No pasan por muchas habitaciones antes de sentarse tranquilamente con los pies descalzos y la juventud manando de los labios, mientras reposan posando los dedos en el riachuelo. Sentados en las viejas tablas, las arañas construyen redes a su alrededor. Lovino tararea una canción, Antonio lo escucha, y a pesar de que no hablan mucho, ambos se encuentran en completa quietud en cuanto la tarde les cae encima, recogen sus cosas y vuelven a casa, por fin.


Antonio no necesita mapas para guiar a Lovino a los distintos lugares que existen en ese lugar, y de a poco, el italiano comienza a pensar que quizá no es tan terriblemente aburrido aquel pueblo perdido en la humanidad. En realidad no han visto ningún fantasma en ninguna de sus visitas a casas abandonadas en medio de la nada, con muchas de las posesiones intactas, fotos, cartas. Lovino empieza a pensar que hay algo más allá que los ojos verdes, hay algo más, como si se saturara una herida palpitante.

—Esta canción es Coward, de una compositora franco-israelí.- le dice un día a Antonio, mientras se sientan en el patio trasero de una casa en la que no lograron entrar. El español le ata algunas flores silvestres en los cordones de las zapatillas mientras el italiano le golpea la mano con una rama para que pare. —¿Necesitas que le suba el volumen?—.El teléfono celular de Lovino suena lo suficientemente fuerte.

—No, está bien—. El italiano es cuidadoso con ese tema, aunque muchas veces lo insulte cuando se acerca demasiado o infle las mejillas o le de golpes sin ganas en el brazo. —¿qué significa?

—"Cobarde"

—¿Te gustan este tipo de canciones?

—Sí, supongo. Me gusta que en algún punto rompan.

El deseo de escuchar ha crecido con voracidad dentro de Antonio como nunca antes, porque a pesar de que le está mostrando su mundo a Lovino, éste no puede introducirlo a su propio mundo, y es más que frustrante. Necesita un cambio.

And now the voice inside my head

Is telling me to go ahead

You're not (coward! coward!)

Se quiebra, cree. Antonio necesita escuchar.

Lovino atiende a sus clases en casa, con su maestro de siempre durante la semana. Antonio asiste a la escuela durante las mañanas y sus tardes la pasa con los Vargas, limpiando, ayudando en la cocina, pintando, escuchando a Francesco ordenar sus cuentas. Los domingos después de la misa, es el tiempo en que el español y el italiano mayor se escapan y pasan el tiempo jugando en sus aventuras con fantasmas, con personas inexistentes en esos lugares. Ambos, construyendo historias a partir de lo que los demás han dejado atrás. Los domingos son su tiempo.

Supone que la motivación surge de soportar tantos años las burlas y el no poder hacer su vida normalmente. Pero él sabe la verdad, el dinero que ha comenzado a ahorrar es para poder ir al médico, operarse, y finalmente poder escuchar a Lovino. Le tomará varios años antes de completar su meta, pero todo estará en su lugar una vez pueda asistir a alguno de sus conciertos, en un traje caro, con guantes y la orquesta tras de él. Cada moneda que junta en su oxidado tarro servirá para mejorarse, así que no más dulces. Todo será mejor, sonríe, se levanta temprano. Todo será mejor.

Antes de dormir, cuenta las escasas monedas en su tarro oxidado y lo esconde tras una pila de ropa.


N/A: ¡Hola! Llevo literalmente años sin subir nada aquí, así que no sé muy bien qué decir. He estado trabajando durante meses en este fanfic, el que en un principio iba a ser un one shot y que en algún punto se convirtió en un monstruo que tuve que dividir en tres partes. ¡Espero que les guste! La continuación estará pronto.