Mantenía sus ojos cerrados, relajados, calmados, como toda ella. Sofía estaba tranquila, sentía como el viento la sujetaba, le daba seguridad y a la vez acariciaba dulcemente su fina piel.
Sus labios estaban curvados, dándole a todo su rostro un aire de felicidad, de bienestar.
Sentada, con las rodillas dobladas y sujetándolas y abrazándolas con sus brazos. Su cabeza apoyada sobre ellas, dejando su revuelto y juguetón pelo caer libremente.
Podía oír como las pequeñas y calmadas olas se rompían y se desvanecían lentamente cuando llegaban a la orilla.
El sol no brillaba ni penetraba a la chica con sus preciosos rayos, pero el ambiente no era frío, al contrario, era bastante cálido por la hora que era. Siete u ocho debían ser. La noche cada vez se acercaba más a aquella playa pequeña, íntima y llena de sentimientos, de emociones.
Ella no se movía, seguía inmersa en todos sus pensamientos, era como si estuviera dentro del mar, flotando, rodeada de recuerdos, de sensaciones, y nadaba, y se sumergía aún más, sin intención de salir de su propio océano particular.
Él la observaba, observaba su sencillez y su majestuosidad. Sus ojos se nublaban de tanto mirarla. La miraba fijamente, nada más era importante, sólo ella. Tenerla delante suya, sentada, relajada, sonriendo plácidamente, le provocaba una sensación de equilibrio, de paz, de amor interior que nunca podría explicar, ni tampoco sabría explicar.
Se quedó de pie, no pensaba acercarse, no pensaba hacer nada, estaba tan bien que no quería romper esa magia. Pero ella, como atraída por su presencia alzó su cabeza y sus ahora abiertos y brillantes ojos se giraron y se posaron en los de el, en los de Yves.
Se quedaron mirándose, no se movieron, casi ni respiraron, se limitaron a explorar los ojos del otro, de aprenderse todos sus pequeños detalles, él empezaba a saberse todas las tonalidades de verde que tenía aquella chica en sus iluminados y penetrantes ojos.
Una mirada, fija, segura, llena. Era como si cada uno pudiera saltar dentro del otro y saber exactamente que sentía, que pensaba, que deseaba.
De golpe reaccionaron, y después de ese intenso y increíble cruce de miradas, de almas, decidieron cruzar también sus cuerpos. Y sin pensarlo, sólo con la mirada, se pusieron de acuerdo y los dos se levantaron al unísono y se lanzaron como si bailaran, como si flotaran, sobre el otro. Si esto hubiera sido un cuento ilustrado, las chispas alrededor de ellos serían tan enormes que no cabrían en el papel. Y justo en ese momento, después de permanecer tantos minutos callado, él le preguntó, sobre su piel, sobre su oreja, rozándole sutilmente con sus labios, excitándola aún más,
-¿tú crees en la magia?
