Disclaimer: Todo lo que leáis a continuación está basado en los libros de J.K Rowling. Lo que no reconozcáis, sale de mi maldita imaginación preñada de ideas confusas.
Cuatro años después de la batalla de Hogwarts
Presente
El tren que me llevaba hasta Gallowey desde el condado perdido de Orkney era tan antiguo como las montañas que lo rodeaban. Tirando de los ocho vagones de madera que componían el ferrocarril, una locomotora a vapor expulsaba un humo blancuzco hacia el cielo encapotado, mientras el ruido de la caldera y el traqueteo incesante de las ruedas contra las vías iban adormeciendo a los pocos pasajeros que viajaban en él.
El paisaje, sin embargo, apenas había cambiado desde la última vez que estuve allí. Bosques de árboles llenos de vegetación abundante salpicaban aquella parte del mapa, cercados sin remisión por montañas como gigantes que parecían vigilar con detenimiento aquella serpiente de metal, arrastrándose por un laberíntico entramado de vías. Todo, allí afuera, parecía en calma. Pero era lo que tenía vivir en un país en guerra, que nada parecía lo que era realmente. Y mientras cerraba los ojos y me dejaba adormilar por aquel vaivén incierto de la locomotora, cansada como nunca en la vida y esperando con ansias llegar a la ciudad, el tren empezó a aminorar su marcha hasta que frenó en seco en medio de ninguna parte. Aquella era la primera parada que hacíamos desde que habíamos salido de Inverness y en secreto, había deseado que el tren no se detuviese en ninguna estación. Pero para mi temor y mi desconcierto, la puerta corredera del vagón se abrió de repente y comenzaron a subir uno por uno, armando una total algarabía de risas, charlas y alguna muestra de excitación ocasional una docena de viajeros, muy jóvenes, cargando mochilas y enseres personales.
No tuve ni siquiera tiempo de hacerme la dormida.
—¿Puedo sentarme aquí?
Miré al desconocido con detenimiento, intentando imprimir en una mirada de odio todo el desprecio del que era capaz. Sin embargo, aquello no pareció surtir efecto, porque dos segundos después, el chico seguía ahí, de pie, sonriendo, como si tuviese de qué.
—Claro, cómo no...—claudiqué finalmente, con un suspiro de cansancio. Quizá aquella muestra de exasperación le diera una pista sobre que no tenía intención de entablar una conversación con nadie, y me dediqué a ignorarle observando a los nuevos pasajeros que habían abordado mi vagón como si fuesen miembros de una feria ambulante.
Ataviados todos con la misma túnica color marrón, aquellos chicos reían y charlaban y guardaban sus exiguas pertenencias en las casillas de los portaequipajes mientras iban peleándose sobre quién se sentaba con quién. Y si hubiesen sido otras las circunstancias, y si hubiese ocurrido todo en otro tiempo, yo hubiera pensado que solo eran un grupo de estudiantes que habían quedado juntos un fin de semana para ir de excursión. Pero estar en aquel mismo tren y tener esa misma túnica a juego los había delatado. Y eso mismo debió pensar aquel chico desconocido, el mismo que no había dejado de observarme ni un segundo desde que se sentó a mi lado.
—¿Gallowey? —me interrogó finalmente, como me temía.
Yo no tuve más remedio que asentir, alternando mi mirada entre aquella sonrisa cautivadora y el paisaje que comenzaba a moverse a través del cristal, ahora que el tren había vuelto a reemprender su marcha.
No quería hablar con él, y creía haberlo dejado claro desde un principio. Me había sentado en el aquel vagón por la simple razón de que estaba medio vacío. Sin embargo, si no hubiese tenido más remedio, si me hubiese visto obligada a la fuerza a comenzar un diálogo con alguien de aquel vagón o de todo el maldito tren, jamás hubiese sido con alguien como él. Ni con nadie de los chicos y chicas que seguían riendo y charlando como si estuviesen ajenos al destino que los esperaba al otro lado de las montañas. No quería en absoluto que me contase lo que ya sabía, ni lo que no sabía pero intuía, porque no hacia mucho tiempo, solo cuatro años, yo había estado en su mismo lugar.
—Porque eres de la Primera Sección, ¿verdad? —volvió a insistir el chico, empecinado en hacerme hablar. Desvié la mirada y e intenté ignorarle de nuevo pero no estaba dispuesto a darse por vencido—. Tienes la túnica verde. Eres enfermera —aseguró, decidido—. En "Cuatro hojas" hace tiempo que dejaron de formar a las enfermeras pero sigue habiendo fotografías. Porque lo eres, ¿no?
Lo fui. En otro momento. En otra vida.
—Lo sé por el pequeño fénix que tienes dibujado aquí —señaló, pero sin llegar tocar el dibujo bordado de mi túnica—. Fuiste de las primeras en entrar en combat…
—No llegué a pelear —me apresuré a interrumpir, consciente de pronto de que ya era demasiado tarde—. Solo...solo era una simple enfermera. Yo no...Ni siquiera estuve allí.
El chico era guapo, pero también joven. Demasiado. Tenía un pequeño flequillo rubio mal cortado que le caía sobre la frente y su tez, salpicada de pecas difusas, sobresalían dos enormes ojos verdes de pestañas larguísimas.
—Me llamo Evan. Evan Drew —se presentó por fin, alargando una mano de dedos finísimos—. Decimosexto batallón de jóvenes aurores. Brigada novena. Las Secciones, como tú las conoces, dejaron de estar habilitadas hace mucho.
—Emma Ericson —mentí, aceptando su mano.
No lo sabía, pero suponía que en las nuevas escuelas de aurores que se habían ido formando a los largo de la costa de Escocia—los lugares en donde la guerra, sin una razón aparente, no había sido tan virulenta— no solo enseñaban a manejar la varita y a defenderse de los hechizos enemigos. Parecía que también enseñaban Historia. Mi propia historia. Y me pregunté de pronto si también se habrían escritos libros sobre lo que pasó, y sin en algunos de ellos saldría, sin querer, mi verdadero nombre.
—Hace un año que nos estamos entrenando para recuperar Gallowey, ¿sabes? —comentó de pronto, intentando sonar casual pero con un tono de orgullo en la voz—. Yo soy de los más veteranos. Supongo que tú irás allí para lo mismo, ¿no? ¿Qué edad tienes?
—Veintiséis —volví a mentir, mirando de nuevo hacia el paisaje exterior.
—Yo tengo quince, pero todos me dicen que no los aparento. Y soy muy bueno en hechizos defensivos. El mejor. — Pero Evan de pronto ladeó la cabeza de forma disimulada y en tono confidente me susurró al oído:—Hay chicos aquí que ni siquiera han terminado su adiestramiento, chicos mayores que yo. Ni seis meses. Así que supongo que debo sentirme agradecido, ¿no? —Y antes de que yo pudiese digerir aquella verdad Evan volvió a su sitio y elevó la voz:—Recuperaremos Gallowey, lo sé. Es un punto clave en nuestra contraofensiva y hay que recuperarlo. Será una dura batalla pero lo conseguiremos. Y si no, siempre estarás tú para curarnos —Y sonrió. Aquella sonrisa de nuevo, cargada de ignorancia, de necedad, de juventud. Sin embargo, su mirada de repente se volvió suspicaz—. ¿Estás segura de que tienes veintiséis? Pareces más joven.
Pero yo ya había dejado de escucharle. Aquellas palabras, "lo conseguiremos", "ganaremos", eran palabras aprendidas de memoria, repetidas hasta la saciedad como un mantra. Escuchándolo hablar de aquella manera parecía que tenían el derecho inalienable a ganar, como si luchar por una causa justa ya les hubiese dado una ventaja considerable.
Yo había creído eso en otro tiempo. Hacía cuatro años. Lo había escuchado de sus labios, lo transmitían sus gestos, sus ojos tan verdes como los de Evan, la manera que tenía de hablar y de animar a las personas que lo escuchaban y creían en sus palabras. Hacía cuatro años yo estaba incluso más convencida que Evan y ahora me debatía entre contarle o no la verdad.
—Si, tengo veintiséis—le sonreí finalmente, intentando aguantar las lágrimas—. Y sí, esta vez ganaremos.
Recuerdos de Hogwarts
—Eh, Ginny...
—¿Si?
Cuando Harry dijo su nombre ni siquiera se agachó para mirarla. Sus ojos, perdidos más allá de la sombra que les ofrecía la arboleda, parecían lejanos y huidizos, y los mantenía fijos en algún lugar entre los invernaderos y el jardín.
Ginny, con la cabeza apoyada sobre su regazo y las piernas estiradas sobre la hierba, esperó. Lo había escuchado decir su nombre como si lo acariciara.
—Ginny...—repitió de nuevo.
—Dime, Harry —repitió ella también.
Y cuando el chico por fin respondió aún no la había mirado.
—Si tú no fueras tú y yo no fuera yo...
Pero Ginny se rió y no le dejó continuar.
—¿Y quién serías, si no?—le preguntó, casual, intentando esconder una punzada de desconcierto—. Espero que no estés pensando en nada raro. Más de lo habitual, quiero decir.
—No, no es eso —contestó el chico, encogiéndose de hombros y elevando la voz—. Quiero decir, que si pudieses ser cualquier persona menos tú, si pudieras, ¿qué te hubiese gustado ser?
Ginny se apoyó sobre un codo e intentó buscarle los ojos, lejanos y huidizos, perdidos por el jardín.
—No sé de que me hablas —le confesó por fin, más asustada que en toda su vida—. ¿Te refieres a una profesión o algo así?
Harry volvió a encogerse de hombros, ladeando la cabeza.
—Sí, supongo que si. Algo así.
Ginny no dijo nada pero volvió a apoyarse en él, estirando las piernas, mirando hacia adelante. Ginny no dijo nada porque intentaba hacerle ver que estaba pensando en algo cuando en realidad quería ocultarle el miedo que sentía crecer en su interior, recorriéndola como un escalofrío. De pronto sabía de lo que está hablando, sin ninguna duda, sin embargo, no creía tener el valor suficiente para decirlo en voz alta. Pero no iba a tener más remedio que hacerlo porque sabía que Harry esperaba una respuesta aunque no la mirase.
—Si te refieres al hecho de que hubiese pasado si yo no fuese Ginny Weasley ni tu Harry Potter. Si no tuvieses que ir a una guerra y...
—Si no tuviese que sobrevivir, si pudiese limitarme simplemente a vivir, eso es. Si tú y yo...
—Medimagia —contestó de inmediato, tragando el miedo.
—¿Cómo? —lo escuchó exclamar.
—Medimagia —Ginny suspiró y se dio la vuelta boca arriba para mirarle. Y por fin Harry clavó sus ojos en los suyos—. Yo seré medimaga y tu serás, no sé...Un gran ejecutivo del Ministerio. Viviremos en una casa con jardín y tendremos varios hijos, dos niñas, por ejemplo. O mejor, compraremos un piso en la ciudad y nos gastaremos tu fortuna en fiestas glamurosas y champán.
Harry se rió un momento y ella lo dejó reír, riéndose con él. Y cuando la risa se acabó Ginny lo miró decidida.
—Podemos hacer lo que tu quieras, ser lo que tu prefieras. Pero nunca dejaremos de ser tú y yo. Nunca.
Él la miró. Como se mira a una promesa echa con los dedos, el deseo de un cumpleaños perdido en la distancia.
—Nunca dejaremos de ser Ginny y Harry...—repitió contra su boca para acoger un beso cargado de promesas.
Sí, estaba decidido.
Pero lo que ellos no sabían es que las decisiones que se toman cuando estás a punto de vivir una guerra nunca son para siempre.
Presente
Voldemort no murió en Hogwarts aquel día, solo fue un espejismo que duró más bien poco: dos días después de aquello, se le había visto junto a sus mortífagos en algún sitio al noroeste de Edimburgo. Lo que siguió a partir de ahí seguía sucediendo cuatro años después: la guerra seguía en pie, más cruenta si cabe. Al principio, aún teníamos las esperanzas intactas y un buen equipo táctico comandado desde la oficina principal de aurores. Ellos fueron los que crearon las Secciones y los que nos dividieron según nuestra formación. Los meses que siguieron a la Batalla de Hogwarts fueron de puro reabastecimiento de hombres y de proyectar grandes estrategias que nos llevarían, de una vez, a la victoria definitiva. Pero nada salió según lo planeado. La primera contienda sucedió cerca de Londres, en campo abierto. Y yo estaba allí. Evan no se había equivocado. Y después de aquello, me hice enfermera.
—¡Próxima parada, Gallowey! —gritó el revisor desde algún lugar de los ocho vagones.
Al final, el chico había terminado dejándome en paz. Cuando por fin notó que no estaba por la labor de seguir charlando, se disculpó y fue a montar barullo junto a sus alegres compañeros, dejándome a solas por fin con aquellos atormentados recuerdos que me acompañaban allí donde fuera como si fuesen fantasmas. Pero no quise seguir pensando; estábamos a punto de llegar. Llevaba cinco malditas horas metida en aquella caja de metal bamboleante y solo deseé por un momento poder estirar las piernas y ver algo de civilización. Cómo llegaría al Campamento después era un misterio, pero no me preocupaba. Siempre acababa llegando de una manera u otra, ya fuese por un traslador o por la amabilidad de algún auror de servicio. Las Apariciones hacían años que habían dejado de estar habilitadas.
—¡Mirad! ¡Ya estamos aquí! —exclamó de repente una chica con la túnica marrón, a dos asientos de distancia.
Efectivamente, el tren había empezado a aminorar su marcha para entrar en una estación pequeña, al aire libre, flanqueada por un edificio en ruinas que en otro tiempo había estado construido con grandes pilares de piedra gris.
El tiempo tampoco parecía acompañar. Unos nubarrones negros emergían tras las montañas y la estación, bajo aquella luz de un atardecer lluvioso, no invitaba a bajar precisamente. No había tenido ocasión de admirar el pueblo ya que todo el camino hasta allí había estado cubierto de aquellos mismo árboles tupidos, pero no creía que me fuese a encontrar nada nuevo que no hubiese visto ya. Visto un pueblo vistos todos, y yo había viajado durante largo tiempo. Tanto, que no recordaba la última vez que me había sentido en casa.
Sin embargo, yo sabía que viajaba persiguiendo un sueño.
Después de la Batalla de Londres, la batalla que Evan me había recordado y la cual habíamos perdido, nada volvió a ser lo que era. Ni siquiera nosotros mismos. Hubo tantas bajas que pudimos reagruparnos perfectamente en dos edificios cerca de Covent Garden donde el Ministerio había habilitado un asilo para refugiados. Y fue allí donde supe que la guerra no había hecho nada más que empezar. Sin embargo, no fue lo único que aprendí. Yo no valía para ser auror. Era buena con las maldiciones y me movía bien por el campo de batalla, y la experiencia y la habilidad que me faltaban lo suplía con una dote extra de valentía. Pero gente mejor cualificada y con más pericia había muerto aquel día; yo, simplemente, había jugado con la ventaja de haber tenido mejor suerte que los demás.
Por eso ni siquiera me extrañó cuando un auror en jefe me llevó a una sala aparte y me comunicó que había sido trasladada a la Sección de Enfermería y Cuidados, entregándome aquel uniforme verde que aún hoy día me acompañaba a pesar de que había dejado de ejercer hacía mucho. Yo ya sabía que aquella deferencia que tuvo conmigo—llevarme a una sala aparte, su extremada amabilidad—no había ocurrido de forma fortuita. La orden había llegado directamente desde arriba. Desde muy arriba. Directamente desde él.
Y yo me marché de allí en un traslador, sintiéndome romper por dentro, sin poder despedirme de nadie, hacia aquel nuevo destino que me habían impuesto sin preguntar. Me marché de allí pensando que ni siquiera había tenido el valor de decírmelo a la cara ni de mirarme a los ojo. Y dos semanas después, empezaron a llegar las cartas.
Eran notas breves, escritas con prisas, donde apenas decía nada, pero yo las leía con avidez entre los pasillos que formaban las camas de aquellos hospitales improvisados en sitios estratégicos. Las llenaba de lágrimas que hacían correr la tinta sobre el papel, de la sangre de los heridos, mientras iba imaginándome lo que allí solo podía intuir en las heridas y en las historias que susurraban los enfermos en la oscuridad.
Hice bien mi trabajo, todo lo mejor que podía, y aprendí muchísimo sobre la magia curativa que practicaban unos medimagos cada vez más jovencísimos. Pero vivía con el miedo continuo de que al llegar el día, alguna de aquellas camas estuviesen ocupadas de pronto por algún familiar o por algún amigo. Pero sobre todo por él. Y aprendí a vivir con el miedo. Y con sus cartas.
Hasta que un día dejaron de llegar.
Recuerdos
Querida Ginny:
ni siquiera sé si recibirás esta carta. A penas tengo tiempo de pensar en algo que no sea estrategias, planes de combate o incursiones en campo enemigo. No me lo reproches. Sé que nadie entenderá mejor que tú la razón por la que luchamos aunque la distancia nos pese cada día más.
Pero cuando te sientas sola y triste, o cuando creas que ya no puedas aguantar más, piensa que tenemos bajo nuestras manos el destino de la comunidad mágica tal y como la conocimos. Piensa que esta guerra es tan terrible como necesaria, que estamos luchando por el bien común, por la libertad de los magos y brujas de toda Inglaterra. Cada paso que des significa un paso más hacia la victoria, Ginny. Tu labor es tan necesaria como la mía. Siendo enfermera también contribuyes a la causa, no lo olvides.
Sé que te hubiese gustado estar aquí. Sé que hubiese gustado estar combatiendo a mi lado y no estar colocando vendajes ni utilizando pociones, pero creeme que la decisión que tomé aquella vez fue la más acertada de todas las que he tomado hasta ahora. Sobre todo si eso significaba salvarte la vida.
Un día me dijiste que querías ser medimaga, ¿lo recuerdas? Fue en el jardín de Hogwarts, en tu quinto año, justo antes de que acabasen las clases. El año que Albus murió. Es por eso que estoy seguro de que nuestros heridos están en buenas manos y que lo estarás haciendo lo mejor posible.
Intenta no pensar mucho en mí. Céntrate en tu trabajo. Cuando todo esto acabe, tendremos tiempo para todo lo que esta maldita guerra nos quitó. Te lo prometo.
H.
Presente
A veces, aquellas cartas eran mera propaganda antimortífagos, más parecidas a mítines políticos que a verdaderas cartas de amor. Su contenido se resumía en lo de siempre: sé fuerte, lucha por la causa, no desfallezcas. Apenas hablaba de nosotros dos, de nuestro pasado, de las que cosas que vivimos. Las cartas eran lo poco que me quedaba de él aparte de la exigua información que iba recavando de los pacientes o de las personas que iban llegando a las instalaciones de la Sección de Enfermería y Cuidados, la que se encargaba del batallón que estuviese en contienda en ese momento y que no era otra cosa que una tienda de campaña hechizada a modo de hospital.
Hacía un año y medio que había recibido la última, una de las pocas en las que había hecho alusión a un recuerdo del pasado. Ni siquiera recordaba porqué le había dicho que quería ser medimaga; en aquellos tiempos hablábamos mucho sobre que haríamos una vez que ganáramos la guerra y hacíamos planes inverosímiles, acuciados por el miedo al futuro, sin más confianza que la que nos dictaba el corazón.
Durante aquellos seis meses que esperé en vano la llegada del cartero me mantenía atareada entre la sangre y las vísceras de los heridos. Al principio, no me preocupé. Tenía tanto trabajo que cada noche acababa agotada y estaba segura de que si Harry no me había escrito aún, era por falta de tiempo y nada más. Porque si le hubiese pasado algo, cualquier cosa, siendo quién era, todos nos hubiésemos enterado, incluso las personas que vivían aún alejadas de la guerra. Sin embargo, un día, hacía un año, una visita lo cambió todo…
Y es que aquella mañana de mediados de Noviembre llegó un enviado del Ministerio con la escoba rota y la mirada opaca, y nada más entrar por la abertura de la tienda que hacía de entrada se dirigió a mi con prontitud.
—¿Quién manda ahora? —preguntó deprisa.
—No lo saben ni ellos —contesté, vencida, cuando lo vi parado bajo el umbral.
Solo era un muchacho. Lo observé mientras entraba raudo dejando tras de sí una estela de entierro y soledad, esquivando camas hasta la hilera dieciséis, sin querer bajar la mirada hacia las caras moribundas que se asomaban entre las sábanas.
El enviado tenía mugre por todos los días que había pasado de campamento en campamento. Era delgado, de facciones toscas, y miraba al mundo que la rodeaba—el mundo entre muertos, a donde yo había ido a parar para no morir—con unos ojos negros y tristes.
Se llamaba Dan. No tenía ni diecisiete años cuando sin querer se convirtió en el chico de los recados de una guerra sin que nadie se lo pidiera, y se dirigió a un medimago que intentaba en vano revertir un maleficio del estómago de un herido.
El medimago August Flenn había sido en otro tiempo uno de los más importantes del hospital San Mungo, pero allí, sin embargo, solo era uno más.
—¿Desde cuando estáis aquí? —escuché como el muchacho volvía a preguntar con la misma urgencia desatada, como si tuviera mucha prisa en contar lo que le traía hasta allí.
—Desde que la guerra se desplazó a esta zona, más o menos —contestó Flenn, y se llevó una mano a la calva incipiente llena de sudor.
August Flenn había sido el que me había enseñado a no cerrar los ojos, a suturar una herida con magia, a no callar lo que sentía, a escuchar los latidos del corazón de un paciente que no hablaba, pero de eso hacía más de un año y ahora sin embargo no podía reconocer al viejo que tenía enfrente.
El poco pelo que le había quedado después de un matrimonio sin hijos que no triunfó se le había tornado blanco bajo las sienes, y tenía una sonrisa chueca de dientes enormes y separados por donde se le escapaba el aire y la frustración. Había sido importante en otro tiempo, sí, nunca lo discutí. Sin embargo, todos habían sido otra cosa en otro tiempo. Incluso yo.
Vi como August limpió la varita de llena de sangre y vísceras mientras se acercaba al chico con el peso de otra muerte más sobre los hombros.
—Llegamos aquí con el destacamento 33 —empezó a explicar—, pero el Innombrable se retiró a las montañas y nos quedamos solos.
Dan se había acercado hacia la abertura de la tienda que hacia las veces de ventana y señaló.
—¿Las montañas?
Y el hombre negó con la cabeza, subiéndose las gafas con un dedo tembloroso.
—Día si y día no nos llegaban una veintena de personas heridas. Estamos rodeados, ¿no lo sabe usted? Rodeados —Lo llamó de usted porque bajo toda esa mugre, el chico se había convertido en hombre aunque no lo quisiera—. La guerra ya está en todas partes.
Y por fin comprendí, cuando miré en aquellos ojos tristes la mirada vacía, llena de miedo, de Dan, que el mensajero traía un único mensaje.
—Dicen que estamos perdiendo. Nadie sabe donde está Harry Potter. Dicen que no vamos a ganar esta guerra.
Y lo dijo como si aquello le estuviera oprimiendo el alma y los huesos, como si no tuviera fuerzas para nada más que quedarse allí, de pie, frente a la ventana, mirando la montaña prisionera de unas nubes negras de presagio.
...
Había acabado de llegar a Gallowey y ya me había encontrado con el primer obstáculo.
Nada más salir de la estación, me dirigí rauda hacia el primer hostal que encontré. Normalmente, los generales y oficiales solían hospedarse fuera de los Campamentos si el pueblo estaba en buen estado y no había ningún peligro inminente de ataque. Quería, con suerte, encontrar algún auror de mayor rango que hubiese estado conmigo en la Primera Sección o le hubiese ayudado en mis tiempos de enfermera, que es lo que hacía siempre para tener vía libre hasta el Campamento. Sin embargo, nada más llegar, me di cuenta de que todo el pueblo estaba en Alerta Permanente, un código que se había empezado a utilizar en honor a Alastor Moody y que podía significar muchas cosas si no sabías la actual gradación; entre ellas, que algo gordo había pasado o estaba a punto de pasar. Así que me encontré el hostal cerrado a cal y canto. Pero no me preocupé. Era raro que a aquellas alturas de la guerra todos los pueblos mágicos no estuviesen en estado de Alerta Permanente así que me dirigí al primer lugar que siempre estaba abierto las veinticuatro horas del día pasase lo que pasase: las tabernas. Sin embargo, no eran sitios recomendables para que, una chica como yo, por mucho vestido de enfermera que llevase, fuese allí a hacer preguntas y a husmear. Ya nadie se fiaba de nadie. Mortífagos y compinches habían desbaratado planes con meses de antelación solo con una mísera poción multijugos y no les había hecho falta infiltrarse en ningún Campamento ni en ninguna reunión de alto rango. El alcohol, en esos lugares, corría barato, y hacía que simples aurores de campo cansados de batallar se fuesen pronto de la lengua. Además, en las tabernas no existían controles de ningún tipo. Si era capaz de entrar e inmiscuirte pronto en el ambiente sin llamar mucho la atención, tenías la estancia asegurada y todo lo que quisieras hacer allí.
La taberna de Bandy era como todas por las que había pasado durante aquellos últimos años. Sucia, pequeña y llena de aquellos tipos extraños que solo una guerra de cuatro años podía hacer emerger. Una docena de bandejas flotaban de un sitio a otro llena de bebidas de colores nauseabundos, esquivando aurores ebrios que jugaban a los dardos con sus propias varitas, y de chicas de dudosa reputación que habían cortado sus túnicas para enseñar algo más que sus piernas. Una música estridente sonaba desde un rincón, a través de las teclas de un organillo medio descompuesto que tocaba solo.
Yo me había quedado en la puerta, observando el interior con detenimiento. Dudaba que nadie fuese a percatar en mí en medio de una disputa de cartas mágicas, y eso me daba tiempo a pensar en lo que haría a continuación. Si conseguía llegar a la barra de madera al final del local sin que nadie reparase en mi presencia, podría hablar con el dueño y preguntarle directamente sobre el Campamento y como llegar hasta a él. Y si no obtenía un resultado satisfactorio, no tendría mas remedio que pasar al siguiente plan.
Mi baja estatura y mi habilidad para moverme en silencio eran mi mejor ventaja, pero nada más traspasar el umbral, destaqué como una sirena cantando en un campo de batalla. Al segundo, dos aurores de campo, borrachos, y agarrados por los hombros, me interceptó el paso.
—¡Mira lo que tenemos por aquí! —masculló el de la túnica azul, levantando la copa. Era alto y fuerte, de tez morena y ojos vidriosos—. ¿Te has perdido, bonita?
Su amigo lo empujó al perder el equilibrio y quedó frente a mí.
—¿Quieres un whisky de fuego? —me preguntó también, moviendo mucho una boca más grande que una bludger.
La barra estaba a unos metros de mí y yo tenía prisa.
—Dudo mucho que eso que te ha dado el tabernero se parezca en algo a un whisky de fuego, así que no. Gracias.
Intenté esquivarlos, pero fueron más rápidos que yo.
—¡Pero no tengas tanta prisa, pelirroja! —se bamboleó el primero, luciendo una sonrisa canina. Luego señaló a su amigo con la mano en la que tenía la copa—. Mi amigo Gil está muy enfermo. Necesita de tus cuidados, ¿sabes? Y tú eres enfermera...—insinuó.
—No creas todo lo que ves...—mascullé, intentando moverme hacia la izquierda, pero una mesa redonda ocupada por aquella violenta partida de cartas mágicas me impidió el paso. Y empecé a perder la paciencia—. ¿Me vais a dejar pasar de una vez o qué? —me envalentoné, metiendo una mano en el bolsillo de mi túnica, desafiante.
Aquel gesto, involuntario, que había hecho casi por inercia, no pasó desapercibido para los dos aurores borrachos que me miraron echándose a reír.
—Y si no te dejamos en paz, ¿qué?—contestó burlón el chico que no era Gil—. ¿Nos vendarás las manos? ¿Nos aplicarás una poción pimentónica? —rieron escandalosamente, mirándome luego con algo parecido a la lástima—. No seas idiota. Te recuerdo que la RMF solo te permite usar hechizos curativos y poco más. No podrías hacernos daño aunque quisieras…
Y tenía razón.
Recuerdos
La Restricción de Magia por Formación fue un edicto promulgado un año después de la Batalla de Londres. Se suponía que iba a ser temporal, y todos lo aceptamos en mayor o menor medida que creyendo que así estábamos haciendo lo correcto y todo lo necesario para poner fin a aquella maldita guerra que no paraba de alargarse. Las órdenes que dieron para activar la restricción fueron claras: todas y cada una de las personas mayores de quince años debían acercarse hasta la delegación del Ministerio más cercano a su ciudad, inscribirse en una lista, y un responsable conjuraba un hechizo según tus capacidades. La primera razón para hacer aquella abominación, como la llamaron los pocos periódicos que aún estaban en activo, era saber quién estaba a favor de los Mortífagos o en contra. Si limitabas tu magia al Ministerio, significaba que estabas con él. La segunda, la que muy pocos sabían, entre ellos, yo, es que aquella guerra estaba consumiendo toda la magia que éramos capaces de hacer. Sonaba casi como si el mundo fuese un gran pozo petrolífero lleno de energía mágica, donde tantos aurores como mortífagos hubiesen estado metiendo una gran cuchara en él, pero era algo más complejo que eso. Y cuando la noticia, al cabo de un tiempo, estalló, ya era demasiado tarde. La RMF no sirvió de nada, o de muy poco. Personas que estaban a favor del Ministerio se negaron en rotundo a que su magia fuese restringida y usada para otros fines, aunque fueran bélicos y para bien, y todos los que accedimos al edicto vimos nuestra capacidad de hacer magia cortada de raíz. Yo fui una de las primeras, un conejillo de indias. Me habilitaron solo para hacer conjuros curativos, todo lo que tuviese que ver con mi profesión. No es que no pudieses conjurar un embrujo de levitación o encender una luz, simplemente no podías hacer magia ofensiva, solo defensiva. Una idea absurda, que parecía sacada de la mente de mortífago más que de un auror. Sin embargo, todos los habíamos estado bajo el yugo de Dolores Umbrigde lo recordamos: el Ministerio no había dejado de ser lo que era incluso en mitad de la guerra.
Y mientras todo esto ocurría, yo no podía dejar de pensar porqué la persona que más quería en el mundo, la personas más buena, honrada y amable que había conocido jamás, había sido capaz de permitir aquello…
Presente
Tenía dos opciones: o les seguía la corriente y me dejaba meter mano en alguna de aquellas mesas abarrotadas de aurores de campo borrachos, o me largaba allí corriendo para no volver. Siempre podía enterarme por otras vías, y andar hasta el campamento aunque estuviese a kilómetros de distancia. No sería la primera vez. Si había ido hasta la taberna era por simple comodidad, aunque sonase descabellado. Y eso estaba a punto de hacer, cuando una figura alta, ataviada con una túnica negra, me rebasó como una exhalación desde la puerta y se puso de espaldas a mí, colocándose como un obstáculo entre los aurores de campo y yo.
—Mirad a quién tenemos por aquí...—exclamó la figura—. Mis mejores amigos Towsend y Garber, ¡que alegría veros!
Nunca faltaban héroes en las guerras prestos a rescatar a damas y resguardar su virginidad. Y ahí estaba el mío. Así que me crucé de brazos y esperé divertida para ver como se desarrollaba la escena. Ni siquiera me fijé en mi paladín personal; estaba más pendiente de la expresión de desagrado y furia de los aurores, que lo miraban con ese rencor personal que se tiene a los enemigos de siempre.
—¿Qué coño quieres, Bray? —le amonestó Gil Garber, entre dientes—. ¿No ves que estamos ocupados?
Que no se llevaban bien saltaba a primera vista. Sin embargo, no me pasó desapercibido que, aparte de la rabia y el odio que destilaban aquellos hombres por vaharadas, había algo más potente y animal dibujado en sus semblantes: miedo.
Garber y Towsend tenían miedo de aquel hombre, y no eran capaces de disimularlo bien.
—Ya veo, ya...—contestó casual la figura a la que habían llamado Bray—. Una lástima. Pensé que podríamos echarnos unas copas y jugar a algo, ya sabéis, pasar tiempo juntos, contarnos la vida...pero no quiero interrumpiros. Por favor, seguid. Espero que tengáis una tarde estupenda.
Y dicho esto, el hombre los rebasó por la izquierda y ni siquiera miró hacia atrás.
De pronto no supe qué hacer. Me encontraba de nuevo en las mismas, con aquellos dos estúpidos aurores de campo borrachos intentando acostarse conmigo; la aparición de Bray había sido tan útil como intentar atrapar una blugder con los dientes. ¿No me había visto o no había querido meterse en problemas?
Había contado con ser rescatada y custodiada, por lo menos, hasta la barra. Quién sabía si ese hombre disponía también de algún transporte para llegar al campamento. Total, para nada. Pero cuando volví a dirigir mi atención sobre los hombres, dispuesta a echar a correr de nuevo, una mano pesada cayó sobre mi hombro.
Ni siquiera me dio tiempo a dar un respingo. Cuando miré hacia arriba, hacia la persona que se había cercado a mi lado tan sigilosa como una pantera, todo mi mundo se desmoronó.
—Por cierto, estaba pensando...—comentó casual el hombre que se llamaba Bray, vuelto desde las sombras de la taberna. Aquel hombre que, en realidad, no era Bray—. Sí, creo que me voy a quedar aquí. Y ustedes os vais a largar de la taberna echando leches antes de que saque la varita y os abra otro agujero en el culo. O donde mejor me parezca, aún lo estoy debatiendo conmigo mismo. Soy un indeciso, qué le vamos a hacer.
Porque el hombre al que llamaban Bray no era Bray. Al menos, yo no lo había conocido jamás por ese nombre. Y debía de ser él...
Solo Draco Malfoy sería capaz de amenazar con tanta elegancia.
N/A: Llevo años escribiendo este fic, ¡años! Lo que ocurre es que siempre escribía sobre la guerra, aunque historias diferentes. Historias que, al tener un denominador común, han acabado formando parte de una historia más grande. Esta. Así que espero que le déis mucho cariño porque me ha costado horrores hilvanarlo todo, pero os aseguro que todo tiene sentido xD Ala, contadme lo que os parece en un review. Y no os olvidéis de visitar el foro de facebook: Drinny/Dranny: ¡el mejor amor prohibido!
