Disclaimer: Hetalia y sus personajes le pertenecen a Himaruya Hidekaz, Romeo y Julieta es una obra del dramaturgo inglés William Shakespeare y la canción Dirty little secret es de la banda The all American rejects.

Advertencias: Finales felices (algo que no acostumbro a escribir del todo xD) y un poco de cursilería (mucha).

¡Hola!

Este pequeño shot fue escrito en un intercambio de regalos del 14 de Febrero y fue dedicado a una persona muy especial para mí, Alma, quien me ha dado el permiso de compartirlo.

Entre tantas cosas tristes que escribo, algo un poco más alegre cae bien ¿no lo creen?


Llevó las yemas de sus dedos a su labio inferior, delizándolas con suavidad sobre él mientras evocaba la misma imagen mental que lo había hecho levantarse a mitad de la noche. Una toalla no era suficiente para quitar el sudor que humedeció sus cabellos y la camisa de la ropa de dormir que traía puesta, así como sabía que tampoco un vaso de agua sería suficiente para acabar con el calor incesante que experimentaba ahora mismo.

—Mierda. —tomó la toalla que estaba sobre su cabeza y bufó, enterrando el rostro en ella— Santa mierda ¿por qué otra vez?

Y es que el pequeño y sucio secreto que tenía el flamante, estricto e intachable presidente del Concejo Estudiantil, ese que esperaba tener oculto del resto del campus, de sus amigos y de sus hermanos, siempre encontraba la forma de hacerse presente. Ese oscuro secreto que tenía nombre y apellido: Alfred Frederick Jones.

Ahora que lo piensa, tal vez una ducha con agua fría no le caería mal.

Nada mejor que comenzar un lunes con una noche en la que no pudo volver a conciliar el sueño, con las clases más pesadas de toda la semana, con el papeleo más abrumador de todo el semestre para el Concejo y con un festival por San Valentín a la vuelta de la esquina.

Aún se pregunta cómo sigue vivo.

—Evidente, perfectamente evidente. —la voz socarrona se hacía presente, instándolo a distraerse de la petición de asignación de presupuesto de parte del club de "Amantes de los gatos" que tenía en sus manos— ¿No es así, Lukas?

No hubo respuesta a la pregunta pero el aire ameno era suficiente para saber que sus dos amigos estaban de acuerdo en algo.

—No sé de lo que me hablas, Popescu. —Arthur respondió con su voz impasible, firmando sobre las letras punteadas expresando la negación ante el pedido.— Al menos, no aparte de lo incestuoso que has resultado ser, amigo mío. —dejó la pluma fuente a un lado junto al papel, apoyando los codos sobre su escritorio. Entrelazó sus dedos mientras una mirada burlona que apenas pasaba por inocente apuntaba directamente al más hablador de sus mejores amigos— Me pregunto si Boris ya debe haberlo notado…

Tuvo que reprimir una risa cuando escuchó el pequeño gritito de ofensa que el rumano dejó escapar.

—¡Primo en tercer grado! ¡Tercer grado, imbécil! —el sonido chirriante de la pata de la silla siendo arrastrada por la cerámica y la pisada con fuerza sobre el suelo fue el perfecto trasfondo para el reclamo— ¡No califica como incesto, maldito inglés té-filo y pervertido!

El tercero, quién no había tomado parte en la conversación, dejó sus propios papeles para mirar con fastidio al de ojos rojos.

A veces se pregunta cómo llegó a tener algo que ver con ese par.

—Esa palabra no existe, Vladimir… y crear una nueva no va a justificar tus tendencias homosexuales e incestuosas—sólo algo tan tabú podría ser tomado como una cuestión común y corriente en boca del nórdico.

Los lloriqueos del mencionado eran audibles, así como la risa del inglés había dejado de ser disimulada desde hace ya unos cuantos segundos.

—Y, Arthur —el noruego prosiguió—, no se puede tapar el sol con un dedo… pero eso ya debes saberlo ¿no?

El cuarto se quedó en un silencio sepulcral que, después de unos segundos, el rumano rompió con una fuerte risotada viendo sus conjeturas ser respaldadas por la persona menos entrometida en algo que alguna vez haya podido conocer: Lukas Bondevik.

El inglés suspiró, se acomodó en su asiento, evitó mirar al par que tenía de compañeros y volvió a sumirse en la pila de documentos que esperaban una respuesta. El día todavía tenía horas laborables y no estaba dispuesto a sacrificar las pocas en las que podía darse un pequeño descanso por un simple y banal desliz.

—Bueno, caballeros —tomó a su fiel amiga entre sus dedos, afirmándola con habilidad como sólo el oficio de firmar y escribir por tiempos prolongados puede darle a alguien—, el trabajo no espera.

Era mejor cambiar de conversación o, al menos, siempre le había funcionado hasta el momento.

Guardar su pequeño y sucio secreto era lo más factible y evitar que se convirtiera en otro arrepentimiento más a su lista infinita de errores se había convertido en su prioridad. Sabe a la perfección que sería el más grande de los que pudiera cometer hasta el día de su muerte, así que ¿por qué debería siquiera hablar de ello?

Después de todo ¿quién tiene que saberlo?

—Y ya que todas las chicas por alguna razón están de espectadoras… —el profesor se giró, guiñándoles el ojo a las señoritas que ocupaban los asientos del público antes de volver a dirigirse a la compañía de teatro— me temo que haremos esto a la vieja usanza y los papeles femeninos serán interpretados por ustedes.

Un grito eufórico de voces agudas estalló en el teatro mientras una indignación ronca y varonil se oyó de fondo.

Gracioso hecho que la voz del profesor haya sido inmersa en lo primero.

—Maldita rana pervertida y fetichista —masculló el inglés, obteniendo unos asentimientos como respuesta.

Los ojos azules del adulto en cuestión se dirigieron a su rostro apenas terminó de mencionarlo, teniendo el peor presentimiento posible en ese momento.

—¿Dijo algo, monsieur Kirkland? —la sonrisa burlesca en su rostro era obvia.

Pudo sentir los ojos del resto del elenco sobre él, cesando todo tipo de ruido a su alrededor.

—No, señor. Ningún comentario que añadir. —una falsa sonrisa que rozaba lo forzado se instaló en sus labios, bajando los párpados con fuerza apelando a todo el autocontrol posible para evitar explotar y decirle todas las verdades que pensaba cantar al franchute que fungía como erudito en el arte teatral.

Esa insoportable risa retumbó en el cuarto, convirtiéndose en el centro de todo por unos segundos.

Très bien! —el rubio se puso de pie, aplaudiendo en dirección al grupo de chicos que estaban parados bajo los telones— Honraremos la memoria del gran Shakespeare -Arthur odió con toda su alma escuchar el nombre de su dramaturgo favorito ser mancillado con una pronunciación tan espantosa- interpretando los papeles como se hacían en su tiempo… ¿y qué mejor que un compatriota suyo tenga el privilegio de enseñarnos cómo se hace? —los adolescentes se quedaron mudos y Arthur empezó a prepararse para lo peor. — Creo que no habrá objeciones con el hecho de que el señor Kirkland nos honre con ser la Julieta de esta puesta en escena ¿verdad?

Por un momento el suelo bajo los pies del británico desapareció producto del vértigo y la falta de irrigación sanguínea a su cerebro. Quiso creer que aquella materia optativa que tanto había denigrado e infravalorado no le estaba jugando en contra justo ahora.

No había forma de que fuera cierto.

—Y más que nuestro querido capitán de fútbol americano, poseedor del porte perfecto para el papel, se alce como el Romeo de nuestra compañía.

Y los telones cayeron para el presidente del Concejo Estudiantil, dejándolo en una profunda oscuridad.

—Así que se te cumplió el milagrito, cejón. —el acento rumano le obligó a abrir los ojos, sintiendo el dolor de cabeza de inmediato.

¿Qué se supone que había pasado?

Ah… tal vez fue una pesadilla ¿no?

—El diagnóstico oficial es que estás descompensado por el estrés al que has sido sometido durante las últimas semanas, eso gracias a lo bueno que es Vladimir para convencer a la gente—a pesar del suspiro seguido, pudo identificar la voz—. Eres ridículamente obvio, Kirkland. Está empezando a molestarme.

Arthur se sentó de un solo movimiento recordando el suceso previo al desvanecimiento, invadido de repente por un súbito mareo que le obligó a aferrarse a las sábanas para no caer otra vez… y quiso morir en ese mismo momento.

La imagen mental de una Julieta de cejas grandes y un Romeo con una risa maniática terminó por devolverle a la cama de golpe, obligándose a cerrar los ojos y fingir que dormía hasta que, eventualmente, el sueño se hizo presente y lo arrastró a un mundo en el que no estaba al borde de cometer uno de los peores incidentes de su vida.

«Te mantendré conmigo, mi pequeño y sucio secreto. No le diré a nadie, o serás solo otra cosa de la que arrepentirse… sólo otro arrepentimiento más.»

—¡Habló! Siento de nuevo su voz. —un tono más alto que hace que el romanticismo de pie a una burda comedia romántica. —¡Ángel de amores que en medio de la noche te me apareces, como emisario de los cielos a la asombrada vista de los mortales, que deslumbrados te observan cruzar con vuelo muy rápido las esferas, y mecerse en las alas de las nubes!

Las risotadas de fondo no hacían más que quitarle seriedad al asunto… así como el maldito vestido de corsé que usaba y la utilería mal empleada que trataba de emular un balcón.

Maldito sea Bonnefoy y toda su anfibia descendencia.

—¡Romeo, Romeo! ¿Por qué eres tú Romeo? ¿Por qué no renuncias al nombre de tus padres? Y si careces de valor para tanto, ámame, y no me tendré por Capuleto.

La mano sobre la boca de Vladimir no ayudaba en mantener la seriedad de sus líneas… y menos las muecas y el color que su rostro tenía, como si fuera a explotar. Lo que le dijo que todo realmente estaba mal era esa sonrisa llena de burla, malicia y todo sentimiento negativo que pudiese conocer plasmada en el noruego.

—¿Qué debo hacer, continúo escuchándola o hablo? —el americano se acercó al público enunciando la pregunta, ganándose unos silbidos en respuesta.

—¡Habla, maldita sea! —las chicas en coro, junto al profesor, lanzaron el grito al unísono.

La compañía entera empezó a reírse en sus puestos, dando en respuesta a un muy avergonzado Arthur y un cada vez más osado Alfred.

—Acaso no eres tú mi enemigo. Es el nombre de Montesco, que llevas. ¿Y qué quiere decir Montesco? No es pie ni mano ni brazo ni rostro ni fragmento de la naturaleza humana. ¿Por qué no tomas otro nombre? —la audiencia se había callado y Arthur, inmerso en sus líneas favoritas, se había dejado arrastrar por los sentimientos calados en cada verso. — La rosa no dejaría de ser rosa, tampoco dejaría de esparcir su aroma, aunque se llamara de otra manera. —el británico tomo aire y prosiguió, fijando sus ojos en el americano apostado bajo el balcón, observándolo con las mejillas ligeramente rojas, conservando el halo que la interpretación de una de sus obras favoritas podía darle. — Asimismo mi adorado Romeo, pese a que tuviera otro nombre, conservaría todas las buenas cualidades de su alma, que no las tiene por herencia. Deja tu nombre, Romeo, y a cambio de tu nombre que no es cosa esencial, toma toda mi alma.

Las chicas empezaron a silbar, gritar y aplaudir, los hombres, preocupados, a acercarse al estadounidense que había olvidado como hablar por unos segundos y Arthur, en un arranque de cordura al darse cuenta de lo que había hecho, bajó corriendo la escalera escondida tras el papel maché y pidió permiso excusándose con deberes que tenía que cumplir en su oficina, los mismos que se habían retrasado por los ensayos. Cosas que bien sabían Lukas y Vladimir no eran ciertas y, sin embargo, fundamentaron a favor del inglés.

Las piernas le temblaron mientras apuraba el paso, ignorando las voces de sus amigos llamándolo tras de él. Cerró los ojos y empezó a correr, alejándose de todo.

«¿Quién tiene que saberlo?»

El escenario y los asientos vacíos, el atardecer dándole un color naranja a la enorme sala donde se daría la representación el mismo catorce de febrero, como parte del festival. Los dos solos en el estrado, uno parado frente al otro, con el libreto entre sus manos y vestidos únicamente con sus uniformes.

—¿Esta parte no la habíamos ensayado ya? —bufó el inglés releyendo las líneas, frunciendo el entrecejo ante la descripción de la escena.

¿Por qué tenía que torturarlo así?

—¿No recuerdas la última vez que intentamos hacerla? —el americano mordió su labio inferior reprimiendo la risotada antes de usar un falsete con un claro acento francés.— ¡Romeo, Romeo! ¡Dale un beso con lengua, Romeo!

Arthur sintió que morir de vergüenza podía convertirse en una causa probable de muerte real.

—Ajá… ¿y?

—Y pensé que tal vez sería mejor ensayar algunas cosas… ya sabes, fuera de toda la gente. —se encogió de hombros. —Hermano, sé que todos son una bola de idiotas cuando se trata de fastidiar y tampoco es como que quede mucho tiempo para el gran día.

El británico de verdad sopesó la idea mientras veía a un Alfred realmente nervioso y lo asoció a la fecha de la presentación, caso raro en él si podía decirlo, pero le restó importancia. Él también tenía sus propias razones para estar hecho un manojo de nervios.

—Supongo que tienes razón… —concluyó después de unos largos segundos y un suspiro junto con los ya bastante acostumbrados arranques de alegría que caracterizaban a Alfred.

—Bien, entonces… —el americano aclaró su garganta y, entrando en el papel, tomó la mano de Arthur y empezó a recitar con devoción. — Si con mi mano he profanado tan celestial altar, perdóneme. Mi boca borrará la mancha, cual peregrino ruboroso, con un beso.

Arthur sintió la sangre inundando con fuerza sus mejillas viendo al chico que amaba en secreto agachado delante suyo, tomando su mano mientras sus ojos azules lo miraban directamente. Tragó un poco de saliva invocando la calma, levantando su libreto y leyendo las siguientes líneas.

—El peregrino ha equivocado la senda pese a que parece devoto. El palmero sólo ha de besar manos de santo.

Alfred se irguió, sin soltar la mano de Arthur.

—¿Y no tienen labios el santo lo mismo que el romero?

Arthur buscó refugio en el libreto apartando la mirada de inmediato pero el ligero apretón que el rubio había hecho en su mano le hizo devolver la mirada, titubeando.

—Los labios del peregrino son para rezar. —respondió en una voz que, a duras penas, podría llamar neutra.

—¡Oh, qué santa! —alzó la voz, acortando con un paso la pequeña distancia que existía entre los dos. — Truequen, pues, de oficio mis manos y mis labios. Rece el labio y concédame lo que le pido.

Dio instintivamente un paso hacia atrás recuperando el terreno perdido, paso que Alfred imitó y retomó una posición más cercana.

—El santo oye con serenidad las súplicas. —respondió ahora menos estable, sintiendo el estómago revuelto y un súbito mareo.

Sabe lo que viene. Mil veces ha leído la obra, tantas veces para admitir que es una de sus tragedias favoritas… y eso hace que el final inminente termine con él y sus ganas de permanecer allí.

Su cuerpo tiembla, sus piernas también.

—Pues óigame serena mientras mis labios rezan, y los vuestros me purifican.

El sonido sordo del par de pasos de las zapatillas del americano sobre el piso de madera cobraba fuerza en su cabeza, replicando constantemente mientras su cuerpo, sumergido en un profundo trance, se dejaba llevar por las manos que lo tomaban gentilmente en un abrazo y el suave y tímido roce que los labios del otro ejercían sobre su mejilla acabando con él y sellando por completo el sentimiento que desgarra y llena su pecho a la vez.

La intensidad del deseo y la profundidad del amor hacen eco en su pecho, abriéndose paso en su mente hasta que vuelve a hacerse nada cuando el rubio se aparta y él, aún sintiéndose perdido en el sueño, recuerda las líneas de memoria y las evoca, sintiéndose un completo perdedor.

—En mis labios queda la marca de vuestro pecado —y le importa poco usar el lenguaje antiguo con el que fue escrito, apelando a formalidades que se ha dejado de lado en el script modernizado que una adaptación de secundaria podría ofrecer.

Puede ver que Alfred responde renuentemente, con las mejillas rojas, y es cuando el corazón empieza a hacérsele añicos, sabiendo lo que estaba claro para él desde hace tiempo: estaba lejos de ser correspondido.

—¿Del pecado de mis labios? —y tal vez eso es lo que duele más porque la escena sigue y él está obligado a continuar. — Ellos se arrepentirán con otro beso.

Otro beso, menos tímido y más emotivo, uno que era capaz de borrar el dolor que había crecido en su interior.

Cerró los ojos dejándose envolver por la experiencia y el sueño de imaginar que el beso no es parte de una obra teatral o una imposición sobre ambos, sino algo propio de un lazo que pudiera unirlos genuinamente…

Ambos se separaron levemente, mirándose directamente a los ojos. El británico tenía las mejillas completamente rojas, al igual que el estadounidense, y sólo continuó con su interpretación, minimizando los latidos desbocados en su pecho y la inestabilidad que empezaba a hacerse presente en su corazón.

—Besais muy san-

—Tu madre te llama. —la voz que tomó las líneas del Ama rompió el infinito silencio haciendo que ambos crearan una distancia significativa entre ellos y voltearan hacia el castaño. —O, mejor dicho, el Concejo Estudiantil. —retomó la palabra, yendo hacia el estrado. — Lukas y yo necesitamos tu firma en los documentos antes de enviarlos. —les dedicó una mirada y una sonrisa inocente y, levantando las manos con las palmas hacia adelante, se dirigió a ellos. — No he visto absolutamente nada.

Y Arthur sabía que no era más que una vil mentira.

—Tengo que irme. —fue lo último que le dijo al de lentes antes de recorrer el camino hasta el extremo del escenario, bajando rápidamente por las escaleras para salir del auditorio sin dirigirle una palabra al rumano, quien inmediatamente lo siguió.

Giró levemente la cabeza cuando llego a la puerta, viendo de pie en el mismo lugar a Alfred y el corazón se le contrajo cuando partió sin decir más.

Agradeció infinitamente con el alma que Vladimir no hablase más del tema.

Siempre le había dicho que resultaba bastante expresivo con los gestos de su rostro y, tal vez, esa sea la razón por la que el más hablador de sus amigos eligiera el silencio como guía del camino hasta su oficina.

«La forma en la que me siento por dentro, los pensamientos que no puedo negar»

—Arthur —el rumano cerró la puerta de la oficina del Concejo tras de sí, acercándose al británico. — ¿Estás bien?

El tinte de burla o las típicas bromas que el castaño haría respecto al tema y a la escena que acababa de ver era algo que esperaba pero, extrañamente, no había ni señales de ellos. Tampoco había rastro de Lukas por ningún lado y entonces todo había estado bastante claro: Vladimir había sospechado y lo había seguido.

—Claro que lo estoy —respondió, yendo a su escritorio y tomando asiento. — ¿Por qué no habría de estarlo?

«Aquellos pensamientos del subconsciente que no pueden mentir… y todo lo que he intentado ocultar me está devorando, señalando directamente hacia lo que más quiero: él.»

Los ojos rojizos mirándole profundamente, analizándolo, observándolo con detalle.

¿Cómo podría siquiera decirlo?

Sería su pequeño y sucio secreto hasta el último de sus días en esa estúpida secundaria, hasta que su camino dejara de cruzarse con Alfred y él pudiera aspirar a nuevas metas y, quizás, a enamorarse de alguien que pudiera corresponderle algún día.

«Déjame saber que he hecho mal, cuando lo he sabido por tanto tiempo.»

El salón vacío, una voz chillona y otra un poco más mesurada. Dos libretos sobre el pupitre del profesor… un intercambio de palabras en una mezcla de acentos dispares, siguiendo el mismo guion.

—¿Tan pronto te vas? —dio un paso hacia adelante, estirando la mano hacia un lado, increpándole. — Aún tarda el día. —Los ojos suplicantes acompañados de una débil voz rogando. — Es el canto del ruiseñor, no de la alondra el que resuena. —tomó un poco de aire, dejando que su mano cayera. — Todas las noches se pone a cantar en aquel granero. Es el ruiseñor, amado mío.

—Es la alondra que anuncia el alba; no es el ruiseñor. —una sonrisa triste que Arthur no pudo ignorar. El sabor a despedida que Alfred le otorgaba a las líneas era difícil de explicar. — Mira, amada mía, cómo se van tiñendo las nubes de oriente con los colores de la aurora. —una mano en su pecho y la otra, alzando el índice apuntando al atardecer a través de la ventana del salón. —Ya se apagan las antorchas de la noche. Ya se adelantó el día con rápido paso sobre las húmedas cimas de los montes. —dio un paso hacia adelante, clavando sus ojos en el rostro del inglés. —Tengo que partir o, si no, aquí me espera la muerte.

Y puede que a Arthur también si Vladimir y Lukas se enteraran de la promesa que ha roto después de la pequeña charla que tuvieron luego del incidente en el auditorio.

¿Pero acaso importaba?

—No es la luz de la aurora, te lo aseguro. Es un meteoro que desprende de su lumbre el sol para guiarte en el camino de Mantua. —Y ahora es él quien da un paso adelante. — Quédate ¿por qué te vas tan pronto?

Y, por un momento, entendió completamente a Julieta aunque los tiempos sean distintos y no fuera una joven de catorce años… pero supone que el sentimiento es eterno y no conoce de tiempos.

—¡Que me prendan, que me maten! —Alfred levantó la voz, rodeando al británico por la cintura. — Mandándolo tú poco importa. —una mano que se desliza hasta la barbilla de Arthur, que acorta el espacio entre sus rostros a unos pocos centímetros. — Diré que aquella luz gris que allí veo no es la de la mañana, sino el pálido reflejo de la luna. —la misma que se desliza a sus mejillas en una suave caricia. — Diré que no es el canto de la alondra el que resuena. —la palma tomando su rostro con ternura, apoyando la frente en la suya. — Ven, muerte, pues Julieta lo quiere.

Y, por un momento, sintió celos de la pareja que el chico del que se había enamorado perdidamente y él interpretaban.

Aunque sólo fueran unos minutos, aunque sólo fuera un juego de roles y una mera actuación… podría vivir con eso.

Bastaba para convertirse en el tesoro que más apreciaría hasta el fin de sus días.

«Una y otra vez, sólo para perder mi tiempo contigo.»

Los ensayos a escondidas habían hecho estragos a su horario, dejándole poco tiempo para preparar el festival. Había dado mucho más trabajo del que hubiera deseado para sus amigos pero, al fin y al cabo, lo habían logrado con un resultado realmente asombroso.

Los puestos perfectamente organizados, distribuidos eficientemente mientras el itinerario iba acorde a los tiempos estipulados, dejándole únicamente la preocupación de la puesta en escena pero estar tras bambalinas no había hecho más que ponerlo nervioso y la ropa… maldito sea el jodido estilo que los encargados de disfraces había optado para el vestido.

Ridículo era poco para describir cómo se sentía en ese momento.

No faltó mucho para que el llamado se diera y todos corrieran a sus posiciones. Y él, siguiendo al grupo, fue al estrado sólo para ver al Romeo americano de pie, entrando a escena.

Dudó si podría hacer esto hasta el final.

«Es… la mejor forma de sobrevivir.» se repetía a sí mismo mientras la voz del americano retumbaba en la sala y la suya respondía de manera metódica, tratando de tener la mente ocupada. «Cuando la vida es así de frágil, ser lastimado deja de ser una opción.»

El golpe de un cuerpo cayendo al piso mientras él, recostado en una mesa de utilería forrada de papel color mármol, repasaba las líneas en su mente. Los pasos en su dirección le hicieron estremecerse, preparándose para lo siguiente.

—Julieta ¿por qué estás aún tan hermosa? —sintió el peso extra en el pequeño mueble improvisado. — ¿Será que el descarnado monstruo te ofrece sus amores y te requiere para su dama? —la yema de los dedos ajenos deslizándose por su mejilla sólo hacía que la pobre actuación de una fingida muerte peligrara. —Para impedirlo dormiré contigo en esta sombría gruta de la noche, en compañía de esos gusanos que son hoy tus únicas doncellas.

El cambio de peso, la mano en la que Romeo se apoyaba junto a su rostro y el cálido aliento cerca de sus labios hacían que el pulso se le descontrole.

—Éste será mi eterno reposo. Aquí descansará mi cuerpo libre de la fatídica ley de los astros. —sentir la frente contraria sobre la suya era mucho más que con lo que podía lidiar. —Recibe tú la última mirada de mis ojos, el último abrazo de mis brazos, el último beso de mis labios —su nariz contra la suya, rozándose, teniéndolo aún más cerca. —puertas de la vida, que vienen a sellar mi eterno contrato con la muerte. —Un suave beso en su frente que escapaba del libreto antes de sentir al otro alejarse y continuar sus líneas. — Ven, áspero y vencedor piloto; mi nave, harta de combatir con las olas, quiere quebrantarse con los peñascos. —el fino sonido de la copa siendo alzada, el trago y el final de los versos se hacía presente frente al sepulcral silencio del auditorio. — Brindemos por mi dama —casi pudo ver la sonrisa melancólica que Alfred debía tener en su rostro cuando, intuyó, se giró a verlo. — ¡Oh, cuan portentosos son los efectos de tu bálsamo, alquimista veraz! —lo volvió a sentir inclinándose sobre él. — Así, con este beso, muero…

Y es cuando el mundo de Arthur Kirkland se detuvo por segundos que creyó ser los últimos de su vida.

Un beso sobre sus labios, incluso cuando el guion no lo ameritaba y la escena no podía ser vista ni siquiera por la primera fila. Un beso casto, suave, tímido y corto que hizo que su corazón dejara de latir por un instanate y abriera los ojos sólo para ver a Alfred separándose lentamente y dejándose caer al piso al lado de la mesa, como si no hubiese pasado absolutamente nada.

El fraile y el criado entrando a escena mientras su cabeza aún no procesaba lo que acababa de ocurrir… ni siquiera cuando la mano del religioso le tomaba del brazo sacudiéndolo ligeramente, repitiendo la misma línea tres veces haciendo el movimiento con más fuerza para indicarle su turno en el diálogo.

—Padre… —se incorporó lentamente, con el rostro contraído en una mueca extrañada naturalmente. — ¿dónde está mi esposo? —buscó con la mirada al fraile, encontrándose con los ojos del lituano mirándole con genuina preocupación. — Ya recuerdo dónde debía estar yo y allí estoy. Pero ¿dónde está Romeo, padre mío?

Versos que recitaba siguiendo la línea, esperando una respuesta inmediata para continuar. No había más que hacer que obrar bajo un acto reflejo cuando su mente está todavía atrapada en la última cosa que "Romeo" había hecho.

—Oigo ruido. —respondió el castaño. —Deja tú pronto ese foco de infección, ese lecho de fingida muerte. La suprema voluntad de Dios ha venido a desbaratar mis planes. Sígueme. Tu esposo yace muerto a tu lado y Paris muerto también. Sígueme a un convento y nada más me digas porque la gente se acerca. Sígueme, Julieta, que no podemos detenernos aquí.

Ve a ambos hombres salir y él, con dificultad, baja de la mesa hasta agacharse a la altura del rubio.

—Yo me quedaré aquí ¡Esposo mío! Mas ¿qué veo? Una copa tiene en las manos. —quitó con cuidado el recipiente de los dedos que Alfred. — Con veneno ha apresurado su muerte. —levantó la copa y la llevó a sus labios, sin que una gota cayera. — ¡Cruel! No me dejó ni una gota que beber… pero besaré sus labios, que quizá contienen algún resabio del veneno.

La mano temblorosa dejó la copa a un lado mientras él se inclinaba hacia adelante, dudando.

—Él me matará y me salvará. —se inclinó levemente hacia el frente, acercando su rostro al de Alfred… y sabe que tiene la oportunidad en sus manos pero declina, conservando la distancia y engañando al público. — Aún siento el calor de sus labios…

¿Cómo podría hacerlo?

Tal vez Alfred no hubiese tenido otra alternativa para salvar la obra y tuvo que hacerlo pero él ¿qué excusa tendría?

Quedarse con el recuerdo era mejor que ganarse su odio por un acto egoísta.

—¿Dónde está? ¡Guíenme!

La voz resonó del otro lado del escenario, alertándolo del comienzo de la resolución de la obra.

—Siento pasos. Necesario es abreviar. —retrocedió mientras tomaba el puñal de utilería en el cinturón del americano. — ¡Dulce hierro, descansa en mi corazón mientras yo muero!

Un sutil movimiento antes de caer sobre las piernas de Alfred, evitando a toda costa verlo a la cara mientras los diálogos de los otros personajes continuaban, dándole un final a la representación.

El telón cayendo y la oscuridad llenando el escenario fue la señal perfecta para levantarse y encontrar el rostro severo de Alfred mirándolo, oyéndole mascullar un "al diablo con todo" mientras se ponía de pie y lo arrastraba del brazo hacia la parte de atrás del estrado.

—¿Qué demonios te pasa, idiota? —susurró con molesta evitando llamar la atención del resto, deteniéndose una vez estuvieron lejos al alcance de todos y la ovación del público rugía a sus espaldas.

—¿Acaso no ha sido obvio? —Alfred se giró, acercándose a él. — ¿De verdad, Arthur?

El británico frunció el ceño intentando entenderlo mientras el menor se acercaba peligrosamente a él aún con el gesto de molestia labrado en el rostro.

—¿Qué? —titubeó. — ¿De qué hablas?

El tirón le tomó completamente desprevenido, haciéndole caer sobre el pecho del otro.

Podía sentir su corazón agitado, latiendo tan rápido como el suyo.

—Y el idiota soy yo… —el susurro le hizo levantar la cabeza, encontrándose con los ojos azules mirándole con cariño y una sonrisa en los labios del otro. — Aunque he de admitir que la idea de Bonnefoy resultó ser bastante buena.

Una suave risa que lo confundió un poco más antes de que su cerebro uniera piezas y se quedara en blanco; los dedos sobre su barbilla, un gesto que habían ensayado tanto para la obra pero que, ahora, tomaba un significado más personal.

Una memoria que quedaría grabada para siempre en un beso que significó todo en ese preciso momento, acompañado de risas y pequeñas réplicas del gesto íntimo entre ambos, llenando por completo toda necesidad de palabras o explicaciones y abriendo la posibilidad de que las tragedias de amor en las que tanto creía y con las que se identificaba podían tener un final feliz.

Y quizás ahora, sólo era Alfred el único que necesita saberlo… su pequeño y sucio secreto.

—Me gustas… me gustas mucho.

Una confesión hecha al unísono antes de fundirse en un abrazo y nuevamente, en el contacto entre sus labios.

«Te mantendré conmigo, mi pequeño y sucio secreto.»

Un pensamiento compartido por ambos, un secreto guardado que podían revelar ahora con la razón de los latidos desbocados en su pecho…

«No le digas a nadie.»

Porque mientras afuera celebraban y ovacionaban el amor inmortal de dos muchachos, ellos podían hacer lo propio un poco más privado pero no menos diferente. Sólo entre ellos dos.

Después de todo ¿Quién tiene que saberlo?