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Jean sabía que Reiner ocultaba algo, pero no qué. Bertolt sí lo sabía. Y Annie también. Pero ellos no se lo dirían. Bertolt jamás traicionaría la confianza de Reiner. Y a Annie le daba miedo preguntarle nada. Suspiró.
– ¿Pasa algo, Jean? – preguntó Marco, que caminaba a su lado.
– Estoy harto de la prepotencia de Reiner. ¿Acaso se cree mejor que yo?
– Bueno... Es más alto que tú. Y más fuerte. Además saca mejores notas y tiene más amigos – Jean sintió una puñalada en el pecho con cada una de esas cuatro verdades. Marco sonrió y lo cogió del brazo –. Pero yo prefiero ser amigo tuyo, Jean.
Jean nunca sabía cómo tomarse lo que decía Marco. Sus palabras por una parte lo reconfortaban, pero por la otra lo hundían en la más cruel de las agonías. Marco le plantó un beso en la mejilla.
– ¿Alguna vez has probado los pasteles de la tienda que hay detrás de la escuela? – preguntó, cambiando de tema.
– ¿Hay una tienda detrás de la escuela?
– Es nueva. Los pasteles de zanahoria siempre me recuerdan a ti.
A Jean le repateaba las comparaciones y los chistes sobre caballos, pero no era capaz de enfadarse con Marco y sus grandes y brillantes ojos castaños. De repente, una mano bastante grande impactó contra una de sus nalgas, y una voz conocida resonó en el pasillo.
– ¡Vaya, si es Jean el Jamelgo! Y su jinete…
Marco se sonrojó y sonrió con timidez ante las palabras de Reiner. Jean boqueó como un pez sin saber qué contestar.
– Bueno, nos encantaría quedarnos aquí a charlar con los pardillos, pero Bertolt y yo tenemos la importante misión de ir a ver estudiar a Krista en la biblioteca mientras Ymir está castigada por gritarle al profesor.
Bertolt masculló que en realidad él debía irse a casa, pero lo seguía sin apartarse de sus talones mientras él se alejaba dando grandes zancadas. Jean los contempló irse lleno de indignación.
– ¡Nos ha llamado pardillos! – se quejó.
– Bueno – dijo Marco –, un poco sí lo somos – Jean se giró hacia él escandalizado –. Nos ha insultado en la cara y ni le hemos contestado – se encogió de hombros.
Jean suspiró con el orgullo herido.
– Llévame a esa tienda de pasteles.
– No puedo – sonrió a modo de disculpa –. Tengo que estudiar para el examen de esta tarde.
Se despidieron en las escaleras. Jean salió y rodeó la escuela, sin poder evitar fijarse en una figura grande y rubia que caminaba en esa misma dirección pero a bastantes metros de distancia. Entonces la figura se metió en un callejón lateral y Jean la perdió de vista. Siguió recto y llegó justo a la parte de atrás del instituto. Y sí, allí había una pastelería. Sonó una campanilla cuando abrió la puerta. Detrás del mostrador no había nadie, sólo un cartel en el que ponían los precios de los pasteles. No encontró los de zanahoria. Había pasteles de chocolate, crema, nata, fresa y… "pasteles Kirschtein". Se abrió una puerta al lado del cartel.
– Buenos días, ¿puedo ayudarle en algo? – dijo Reiner mientras se ataba un mandil blanco.
Jean lo miró boquiabierto. Reiner se quedó de piedra.
– ¿Por qué… esos pasteles llevan mi nombre?
– …Son de zanahoria… y… tienen forma de…
– ¿De caballo? – preguntó Jean, enfadado y estupefacto.
– No… – a Jean le pareció ver una gota de sudor frío resbalando por su frente. Reiner cogió algo de detrás del mostrador –. Son estos – dijo.
– Parecen un par de nalgas.
Reiner tragó saliva. Jean entendió. Y los problemas acabaron… hasta que Marco descubrió que Jean había cambiado de jinete.
