Rating: K+.

Disclaimer: Tadatoshi Fujimaki ha aportado a este fandom.

Dato: Crack Pair. {AU}


» Boys Don´t Cry


I.- Los chicos no lloran.

—Creo que es mejor que terminemos —las palabras, lejos de sonar crueles, fueron suaves como un brisa. Con un tono que se esforzaba en suavizar el significado, pero que aún así pretendía dejarlo lo más claro posible para no tener que entrar en una espiral de preguntas innecesarias. Fue contundente, más no cortante.

De hecho, Kiyoshi Teppei no pudo reprocharle nada a aquella chica cuando le miraba con aquellos ojos llenos de culpa.

Hacía casi dos años que había empezado a salir con Aida Riko, justo cuando se graduaban de su primer año en el instituto y decidían dar un pequeño paso más en aquella relación de amistad que llevaba consolidándose desde la primaria. Y a ojos de Teppei, habían sido dos buenos años.

Sin embargo, la decisión de Riko no le pillaba por sorpresa. Meses atrás, cuando habían tenido delante las encuestas sobre la universidad y asistían a las entrevistas de los orientadores, las conversaciones al respecto se habían vuelto tabú. Ninguno de los dos parecía querer preguntar cómo imaginaban su futuro o cuáles eran sus expectativas una vez dejaran atrás aquel nido que era el instituto, como si temieran que toda aquella felicidad adolescente y facilona simplemente se esfumase sólo por hablar de ello.

Finalmente, cuando uno había tenido el valor de enfrentar la realidad, Kiyoshi se odió por no haber sido él. Por suerte, pudo contener los sentimientos hacia sí mismo y centrarse en la situación que tenía delante.

—Lo sé —respondió, con una sonrisa entristecida—. Te vas a Tokio, ¿verdad?

Riko no contestó. Continuó caminando a su lado, con los ojos ahora fijos en el suelo que pisaba.

Ese día había sido ella quién le llamara para salir y poder hacer todo lo que ya no podrían, y en cierto modo sentía que le había engañado, que le había dado todos los caprichos del mundo en un solo día para después arrebatárselos aquel mismo atardecer, de camino a casa. Por unos segundos pensó en disculparse. En decirle que tenía todo el derecho del mundo a odiarla por no tener en cuenta su opinión, pero también quiso explicarle los motivos y lo mucho que le había costado tomar por fin la decisión de marcharse. Deseaba explicarse sin que nada de lo que le dijera sonase a excusas baratas y superficiales.

—Siempre quisiste ir a la universidad de Tokio —volvió a hablar Kiyoshi, interrumpiendo cualquier intención que tuviese para retomar ella la conversación—. Es un buen sitio para la primera de la clase.

—Teppei… —empezó ella, al detenerse para mirarle. Pero Kiyoshi volvió a tomar la palabra.

—Está bien —dio dos pasos más y también se detuvo. Inspiró, apretó los labios y para cuando se giró a devolverle la mirada ya tenía plasmada su mejor cara—. No tienes que explicármelo, Riko. Lo entiendo. Las buenas oportunidades como esa no suelen tener más opciones. De haberlo sabido antes hubiera sido el primero en decirte que fueras.

A Riko se le arrugó el mentón y le temblaron los labios, y el rubor producto del llanto que estaba conteniendo se le proyectó en la cara tan deprisa como las lágrimas que se le acumularon en los ojos.

—Lo siento —se deshizo pues en disculpas, con una voz fragmentada y baja—. Lo siento mucho, Teppei.

—Tonta —con una sonrisa calmada y cálida, Kiyoshi se acercó esos dos pasos que les separaban y le posó la mano en la cabeza, con cariño—. No hay nada por lo que disculparse. De haber sido al contrario tú también lo entenderías.

—¡En absoluto! —limpiándose las lágrimas con la mano, levantó la mirada haciendo un puchero que aún pretendía contener la llorera. Riko sabía que si hubiera sido al contrario habría sido más egoísta; aunque al final le hubiera dejado marchar.

Conocía demasiado a Teppei como para saber que quería darle la mejor despedida posible, y que no se estaba permitiendo ser egoísta. Y no sabía si agradecer el gesto o frustrarse por tener un novio tan malditamente considerado.

—¡Venga…! ¿¡En serio!? —Kiyoshi parpadeó varias veces, creyendo completamente aquella afirmación. Algo que hizo reír con suavidad a Riko, y que para él fue más que suficiente—. ¿Cuándo te marchas?

—A finales de semana. Aya-san me deja quedarme en su piso durante el período de selección y me ayudará a preparar el papeleo —Riko le miró, algo cohibida. Preguntándose si le había avisado con demasiado poco tiempo o si era mucho pedir que fuera a despedirla al aeropuerto.

Seguramente era mucho pedir. Y quizás una petición de lo más cruel. Estaba esforzándose por no llorar y ralentizar aquel proceso de despedida, pero las lágrimas seguían cayendo sin el permiso de nadie aunque se empecinase en apartarlas a base de ademanes furiosos.

—Espero que llames de vez en cuando —dijo Kiyoshi, y ella levantó entonces la mirada del bolso, de donde pretendía sacar un pañuelo—. Te echaré de menos, Riko.

Las lágrimas sí que cayeron entonces. Y sin poder ni querer aguantar el impulso, terminó lanzándose a sus brazos para llorarle en el pecho. Intentó convencerse de que estaba tomando la decisión correcta, pero la lógica le susurraba que nunca tendría modo de saberlo. Eran dos caminos completamente diferentes que no podía recorrer a la vez y cuya meta, fuera cual fuese al final, solo estaba en ese futuro al que debía acercarse sin arrepentimientos.

Frente a la casa de la chica se besaron por última vez. Kiyoshi conseguía hacerla enfadar una vez más tras una opinión sobre lo roja que tenía la cara y lo hinchados que tendría los ojos al día siguiente; seguido de un comentario sobre comportarse como una mujer adulta si quería ser popular en la universidad. Tardaron diez minutos en dejar de mirarse, y Kiyoshi otros tres en dejar de observar la puerta de la casa por la que había desaparecido. Después, retomaba el paso hacia casa de sus abuelos, cabizbajo.

Los principios del otoño empezaban a revestir Yamagata con lentitud, y el jolgorio que levantaba el enrojecimiento de las hojas mantenía a la ciudad ocupada. Cuando la estación entrase en auge, los atardeceres teñirían la ciudad del color del fuego, y los parques se llenarían de gente que celebraría sus propios festivales caseros como bienvenida. Cualquier excusa era buena para beber sake, decían. Así como lo era el evitar el coche y disfrutar de las vistas de camino a casa.

Por desgracia, Kiyoshi no tenía los ánimos para concienciarse sobre la belleza otoñal de finales de septiembre. Había preferido evitar el autobús y emprendía una lenta marcha de vuelta a Koshomachi sin apenas levantar cabeza. Todo lo que le había dicho a Riko no habían sido mentiras; lo entendía. Sabía que tenía la capacidad de entrar en una universidad tan increíble como lo era la Tôdai, y no sería él quien le impidiera tener un futuro tan brillante como lo era ella. Pero aunque le desease la mejor de las suertes y estuviera orgulloso, dolía. Porque perdía a alguien a quien había querido durante mucho; alguien que le había cuidado y con quien había compartido demasiadas cosas a lo largo de los años. La primera vez que ella le arrastró de compras, la vez que intentó enseñarla a jugar al baloncesto sin ninguna de sus teorías sobre el papel. La primera cita, la segunda. El primer beso y todos los que le siguieron, sofocando la vergüenza de un par de primerizos que pronto se acostumbraron el uno al otro como si hubieran nacido juntos.

Kiyoshi atajó por el parque de Kajomachi, una instalación deportiva con gimnasio y campo de béisbol que dejaba una parcela olvidada por la parte de atrás como una media cancha de baloncesto y un diminuto paseo provinciano. Cuando era niño, recordaba ir muchas veces allí con Izuki, y si no había culturistas haciendo flexiones era el mejor sitio para estar solo.

No tuvo tiempo de sentir nostalgia cuando perdió toda la entereza que había demostrado minutos atrás, antes de despedirse de Riko. Se inclinó hacia delante en el único banco que restaba de la parcela, y que parecía haber sido la pareja de otro que ya no estaba al estar muy desplazado hacia la izquierda con respecto al camino. Toqueteándose las sienes con dedos temblorosos, los hombros le vibraron al llorar. Y cuando el llanto por fin salió, fue consciente del tremendo nudo que había estado aguantando desde que Riko le había comunicado sus planes.

Aún así, su sollozo fue discreto. Interrumpido a veces por el gimoteo de su respiración al inhalar y del ruido de la nariz al sorber. Durante un minuto. Durante dos. Cinco. Mientras el sol seguía poniéndose y dando las últimas pinceladas de naranja a aquella parte del parque.

—Oye.

Entre aquel mar de lágrimas y mocos, le pareció escuchar algo más que el silencio que le rodeaba. Sorbió por la nariz y levantó despacio la mirada. Vio unas deportivas negras y pequeñas y unas piernas desnudas y delgadas.

—¿Qué te pasa? ¿Te duele algo?

Era un chiquillo. Kiyoshi calculó que de unos diez años, tal vez. Llevaba una camisa naranja de color vivo con las siglas NBA a un lado del pecho y un pantaloncillo corto que parecía quedarle un poco grande. Observaba a Kiyoshi con unos ojos ligeramente rasgados y azul oscuro, mientras sostenía una pelota de baloncesto bajo el brazo. Verle a contraluz le hacía parecer más moreno de lo que de por sí ya parecía ser y fue difícil ignorar que algunas hojas secas se le habían enmarañado en el pelo corto y desordenado.

La pregunta que le hacía fue tan inocente que le dejó descolocado unos segundos.

—No, no —esbozó una sonrisa ante la ocurrencia, mientras se secaba apresuradamente los ojos con las manos—. Estoy bien —miró a su alrededor, viendo la vieja fuente que recordaba de su niñez junto a unos matorrales sin podar, y que casi la ocultaban.

Se levantó, con firmes intenciones de lavarse la cara y dejar de hacer el ridículo frente a un niño. Por desgracia, siguió haciéndolo cuando al agacharse y meter la cabeza bajo el grifo, de este no salió más que ruido.

—La fuente no funciona —informó el niño, y levantó la botella metálica, sellada y azul que llevaba colgando del hombro por un asa de plástico muy larga—. Pero tengo agua, ¿quieres?

Kiyoshi se resignó.

—Sí. Gracias.

Volvió junto a él, y tras juntar las manos en un cuenco, dejó que el chiquillo vertiese parte del agua. Kiyoshi se enjuagó la cara y se peinó el pelo hacia atrás, lavándose después las manos con el agua que le ofreció el menor después sin darle opción a negarse.

Algo más fresco, respiró hondo y suspiró.

—¿Mejor? —escuchó la voz del niño, que enroscaba la tapa de la botella.

—Mejor —confirmó Kiyoshi. Tenía los ojos enrojecidos y un gesto melancólico a pesar de que se esforzaba por mantener una sonrisa afable y simpática—. No esperaba que hoy me consolase un niño.

—Yo tampoco esperaba ver a un viejo llorando en el parque. Mi padre dice que los chicos no lloran.

"Un… ¿viejo?"

Aquello le hizo gracia, y pudo reír con suavidad, levantando la mano para sacudirle al chiquillo las hojas del pelo.

—Hay veces en las que lo necesitamos. No siempre podemos permanecer tan fuertes como se espera.

—A las chicas no les gustan los llorones —soltó el crío, y el comentario no pudo ser menos apropiado. Sin embargo, ayudaba el hecho de pensar que no lo decía con ningún tipo de malicia, y que sólo era un niño que pretendía animarle a su peculiar e infantilmente sincera manera.

—A algunas puede que sí —lo miró, e hizo una mueca que parecía preceder a un regaño pasivo—. Y sólo tengo dieciocho.

—¡Buf, que carcamal! —no se supo si fue ironía, pero el chiquillo sonrió con burla y lanzó la botella sellada al banco. Después se agachó y recuperó la pelota—. ¿Sabes jugar, viejo?

—¿No deberías estar ya en casa?

—Si tienes miedo, me voy.

El descaro del crío era provocador. O, por lo menos, a Kiyoshi consiguió hacerlo levantar del banco y caminar hasta situarse bajo el aro. Era el desparpajo de alguien que se sentía muy seguro de lo que hacía, y considerando lo pequeño que era, resultó tan gracioso como admirable.

El chiquillo aceptó el reto, y lamiéndose los labios con entusiasmo, no tardó en lanzarse a jugar. Era veloz y ágil, y por lo que Kiyoshi pudo ver, con un juego de pies bastante aceptable. Tenía un talento especial, y se notaba en cada finta o lanzamiento que intentaba colarle, y que cambiaba drásticamente al verse acorralado. Sin embargo, no dejaba de ser un niño. Y prodigioso o no, tenía sus limitaciones. Kiyoshi consiguió parar varios de los tiros que pretendía lanzar desde un lado de la canasta, y una de las veces, cuando conseguía robársela tras haberse quedado corto en una zancada, se hacía con un punto al hacer un mate con una mano. Lejos de amedrentarse, el muchacho quiso volver a intentarlo.

Kiyoshi se desentendió de todo por un momento. La atención que le prestaba a la pelota resultaba terapéutica, relajante y divertida, tanto cuando defendía como cuando atacaba. Las habilidades de su joven oponente también le distraían, consiguiendo sumergirle en aquel juego como si hubiera vuelto a la primaria. Pasando por alto los juegos más esporádicos, hubo algunos que se alargaron lo indecible, entre provocaciones silenciosas e intentos de amagos que terminaban, o bien en fracaso, o bien deseando coger al crío en el aire para que no resultase tan escurridizo.

Para cuando terminaron el octavo juego, el único foco de la cancha ya se había encendido, y a lo lejos sonaba la campana que señalaba las ocho.

—¡Eres como un muro! —exclamó el chiquillo entonces, jadeando y tirado como una estrella de mar en el suelo.

Kiyoshi rió, haciendo girar la pelota sobre el dedo índice.

—Tú también me has hecho sudar —flexionó las rodillas y se asomó por encima de su cabeza—. Eres bueno.

—Es porque me gusta el baloncesto. Siento que no puedo parar de jugar —su sonrisa fue limpia, sincera y deslumbrante. Carente de preocupaciones del día a día como las rutinas, las relaciones o responsabilidades que implicaban sacrificios—. A ti también te gusta. Eso se nota.

Kiyoshi posó la pelota a un lado del niño y sonrió. Tenía la cara perlada de sudor.

—Es verdad. Y con un buen equipo, resulta el doble de divertido.

—Es lo que cuenta, ¿no? Divertirse —no pudo estar más de acuerdo con el crío. Pero apenas estaba asintiendo, lo escuchó soltar un grito y cogerle la muñeca. Miraba con los ojos desorbitados su reloj de pulsera—. ¿¡Ya es esta hora!? ¡Me van a matar!

Se levantó con prisa, cogió la pelota y corrió hacia el banco, donde se colgó de nuevo la botella metálica al hombro. Después se giró hacia Kiyoshi.

—¡Volvamos a jugar otro día! ¡Tienes que enseñarme a hacer los mates con una mano!

—¡Claro! —Teppei levantó una mano, despidiéndose. Lo vio desaparecer por el camino y se levantó, soltando un suspiro cándido y relajado.

De todos los finales posibles para aquel día, aquel era el que menos esperaba. No sabía de dónde había salido, pero el chiquillo había conseguido despejarle la mente y los sentidos, consiguiendo que el mal trago que le tocaría pasar los primeros días de ausencia de Riko fuera menos deprimente. También le hizo pensar: si volviera a ser un niño… ¿tomaría las mismas decisiones?

—¡Viejo! —escuchó su voz y se sobresaltó entre sus propias cavilaciones. Miró hacia el camino y lo vio asomado—. ¡Tu nombre!

—¿Mi nombre?

—¡Sí, el tuyo! Quiero saberlo, ¿cómo te llamas?

—Oh —puso un brazo en jarra—. Soy Kiyoshi Teppei. El "Ki" de "árbol". Y el "Kichi" de "gran fortuna." Kiyoshi. Teppei se escribe…

—Los kanjis me dan igual… —interrumpió, antes de señalarse con el pulgar—. Soy Aomine Daiki. ¡Recuérdalo bien! ¡La próxima vez ganaré!

Y como mismo había vuelto, se fue. Kiyoshi sólo pudo echarse a reír.