Una serie de drabbles navideños, todos ocurridos en la misma ciudad. Hoy les traigo el primero :D Alega pidió un FrUK ligero, UA, con un final feliz, y un EspaBel. Sicilia Lawliet, un AusSui. Mimakaru, un Germancest. Si no les gusta alguna de estas parejas... ¡no se vayan tan pronto! Cada drabble está dedicado a una, por lo que no deben temer por "contaminaciones". Si alguien más está interesado en meter algo, que lo diga con confianza :) aunque la historia ya está decidida, algo se puede hacer, ¿no? Y si no... pues en el pedir no hay engaño *se encoge de hombros*
Hetalia Axis Power y todos sus personajes -los carpinteros, el mendigo, los coristas y todos quienes celebren la Navidad-pertenecen a Hidekaz Himaruya.
Escribo sin fin de lucro.
Nada hay mejor que yo pueda ofrecer
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El mendigo llevaba en esa esquina desde hace meses, Arthur siempre le veía al regresar a casa del trabajo y, si se encontraba de buen humor, le echaba unas monedas. En otras ocasiones, pasaba a su lado diciendo la palabra "vago" lo suficientemente alto para que el mendigo le oyese, sin embargo, la intención era mayor que los hechos. Arthur sabía que el mendigo en sí no era un total vago. Le había visto, dibujando con lápices carbón en un block de dibujo, cantando viejas tonadas románticas y repartiendo flores y dulces. Los adultos le entregaba algunas monedas que, a ojos de Arthur, podían considerarse medianamente honradas. Los niños le entregaban monedas de chocolate creyendo engañarle. Arthur nunca vio que el mendigo reclamase ante eso y dedujo que, o el hombre estaba loco, o era un hippie que nunca superó la etapa.
Dos semanas antes de Navidad, al pasar junto al mendigo, Arthur le echó unas monedas sin mirarle. Se extrañó de no recibir el agradecimiento acostumbrado, pero en lugar de regresar, siguió caminando, con la curiosidad creciéndole a cada paso, así como la distancia y la incomodidad. Al llegar a casa, el curioso hecho había sido olvidado, y nuevas preocupaciones, más cercanas y personales, mantuvieron ocupado a Arthur el resto de la velada.
Días después, y al pasar nuevamente por la esquina del mendigo, la voz enronquecida de éste le llamó la atención. Se detuvo, esperando que el villancico terminara, y se unió a las personas que, fuese por pena o costumbre, le dejaban monedas en el cuenco que, Arthur podía adivinar, en sus mejores tiempos fue un tambor útil y en buen estado.
—Hoy se oye fatal —le comentó, apenas dirigiéndole una mirada.
—Es culpa del frío —le respondió el mendigo, e inclinó la cabeza suavemente para agredecerle su aporte a una señora, sonriéndole—. Gracias por preocuparse, Arthur.
El nombrado, sin perder el equilibrio de la voz o la falta de interés, asintió a la respuesta y se fue, dejando al mendigo cantarle a los transeúntes hasta desgañitarse bajo la suave nieve que cayó toda la noche.
Al verle nuevamente a lo lejos, el mendigo bebía un café caliente, cortesía de la vendedora de la tienda de lanas e hilos. Pasando junto a ambos, solamente la oyó hablar a ella, dándole recomendaciones al mendigo para que su voz volviese pronto. Eso se busca por vivir en la calle, pensó Arthur para sí, fijándose en la barba y el cabello crecidos del mendigo, como quien busca argumentos para su afirmación. Podía verse que el cuerpo del mendigo no había sido derrumbado todavía ante la dureza de la vida, aunque era obvio que la mediana edad la vivía desde hace años. Los ojos, azules, y las hermosas pestañas, remarcaban la idea de una persona desperdiciada por la locura o la rebelión.
Pero, se dijo Arthur en su cama, levantándose en medio de la oscuridad ante un impulso repentino, la rebelión y la locura no dejan de hacer persona a una persona. Con esa idea en el corazón, dispuso lo necesario, preparándose de inmediato antes de que las ganas repentinas pasaran. Faltaba aún una semana para Navidad, pero el regalo debía ser, por fuerza, adelantado, y con un ímpetu adormecido por las horas de trabajo, se vio al día siguiente saliendo del taller, apenas despidiéndose de Ludwig con un gesto de mano. Apretando su bolso contra sí, caminó a la esquina del mendigo, en dónde éste, con un ramo de flores en las manos, entretenía a los niños que se le acercaban para hacerse los valientes.
—Arthur, buenas tardes. Se le ve apurado nuevamente. ¿Día de compras? —le preguntó el mendigo con su voz destruida al verle detenerse junto a él, con las flores en la mano—. Tengo unas hermosas rosas para la dama que cortejas.
—No cortejo a ninguna dama —le respondió Arthur, metiendo la mano a su bolso y detectando, por el tacto, lo que había dentro—, ni es de su incumbencia, pero gracias por el buenas tardes.
—De nada, ¡pero no diga que no! Tenga —el mendigo, eligiendo dos flores similares, se las extendió—, para que las regale en mi nombre.
Arthur las recibió, sin contagiarse de la sonrisa del mendigo, pensando automáticamente en las personas a las que podría regalárselas.
—Son de plástico.
—Difícilmente serán reales en invierno, ¿no lo cree, Arthur? —el mendigo rió, como si la alegría durmiese en lo profundo de su estómago, lento y sincero. Arthur sonrió apenas, incómodo, pero firme. Sacó de su bolso una bufanda, la que empujó sobre las flores del mendigo, dando por finalizada su buena acción del año y dejando su conciencia tranquila.
—Sólo vine a esto —explicó rápidamente, y dio un paso hacia el lado, ya listo para continuar su rutina—. Y deje de llamarme Arthur. No sé quién le dijo mi nombre, pero es incómodo que me llame así sin que yo sepa el suyo.
El mendigo, aún sorprendido por el regalo inesperado, le miró como quien está perdido en un mundo extraño, y Arthur aprovechó la instancia para darle la espalda y alejarse con pasos largos y decididos. Se fue entre la masa de gente que buscaba los regalos navideños, tragado entre los abrigos, y el mendigo, al verle desaparecer, irreconocible, le gritó.
—¡François! ¡François me llamo! ¡Gracias!
Los transeúntes, mirándole sin comprender los gritos tan de improviso, le vieron rodearse la adolorida garganta con una vieja y descolorida bufanda.
