Los inocentes
Disclaimer: Todo pertenece a George R. R. Martin.
Esta historia participa en el reto del sexto aniversario del foro Alas negras, palabras negras y las variables son Varys como otro personaje, la palabra indiferencia y el género angs.
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Elia se encuentra sentada junto a la ventana, mas no mira por ella. Solo se queda ahí quieta, esperando. Últimamente siente que eso es lo único que hace, esperar: esperar por noticias de su esposo primero y esperar por el fin de la guerra después.
El niño duerme plácidamente en sus brazos. No llora. Es apenas un bebé y no sabe lo que está a punto de pasarle. A Elia le gustaría ser tan inocente como él, pero ella sí es consciente de que le queda poco tiempo. La guerra está pperdida, su esposo está muerto y ella, su hijita y el bebé estarán pronto muertos también.
Todo es culpa de Rhaegar. Él inició la guerra. A Elia le gustaría poder decirse eso y quedarse tranquila. Morir sabiendo que su conciencia está limpia. Mas no es así porque ese bebé no debía morir. Ese niño del cual Elia ni siquiera ha preguntado el nombre, no por indiferencia, sino por intentar mitigar sin éxito su propio sufrimiento, podría haber vivido una vida larga y feliz. Varys dijo que sus padres no tenían dinero para alimentarlo, que lo habrían abandonado de todas formas aunque no hubiera aparecido él, que usarían el dinero que había pagado por el niño para dar de comer a sus hijos mayores, pero aun así Elia no puede quedarse tranquila.
Su esposo ha condenado al reino, a su casa, a su hija y a ella misma, pero a ese pequeño lo ha condenado ella.
La culpa la corroe, mas no se echa atrás. No manda llamar a Varys para que le devuelva a su hijo y mande al bebé sin nombre de vuelta con sus padres. Su hijo estará a salvo, vivirá, y aunque se odie por ello, Elia se siente tremendamente agradecida y aliviada por ese hecho.
Se permite desear egoístamente que el niño tan solo no abra los ojos. No quiere ver su mirada límpida, no quiere oírlo llorar ni que sufra cuando vengan a por ellos. También se permite desear que no vengan, pero ese es un deseo que sabe que nunca se cumplirá, lo sabe incluso antes de que la puerta se abra con brusquedad y el hombre más grande que Elia haya visto alguna vez entre en sus habitaciones.
No le da tiempo a suplicar, a pedir piedad, a rogar por su vida y la de sus hijos. El gigante arranca al niño de sus brazos y estampa su cabeza contra la pared.
No es su hijo, pero Elia llora porque el bebé no merecía morir, porque ningún bebé merece morir. Llora porque sabe que ella es en parte culpable de su muerte y porque sabe también que pronto ella y su hijita seguirán el mismo camino. No obstante, una parte de su corazón, una parte que ella odia y desprecia con todo su ser, siente alivio porque la cabeza de su pequeño Aegon no haya sido la que se ha roto contra la pared, porque su hijo seguirá viviendo aunque para ello otro haya tenido que morir. Su Aegon es ahora tan solo un niño inocente, como ese al que acaban de arrancar de sus brazos y de la vida, pero llegará a ser un hombre y Elia piensa que por ruin y malvado que sea lo que ella y Varys acaban de hacer, por más remordimientos que atenacen su corazón, que al menos uno de sus hijos crezca a salvo ha merecido la pena.
