Ahora estaba solo.
Y ni siquiera tenía las rosas para brindarle algún consuelo; porque éstas habían partido aún antes que su dueña, obedeciendo las leyes naturales del ciclo de la vida. Aunque, al menos, las rosas florecerían la siguiente primavera.
Al contrario que Rosemary...
William contempló el portal, vacío excepto por los espinosos tallos cubiertos de follaje que aguardaban un nuevo despertar y se preguntó, como innumerables veces durante esa misma semana, hacia dónde le conduciría el implacable destino que se había comportado con él como un verdugo, aniquilando todo cuanto le parecía importante; todo aquéllo que había aprendido a considerar esencial.
La palabra destino era un concepto que había escuchado mencionar demasiadas ocasiones en su corta vida, siempre relacionada con él y su extraña situación.
Sólo que, aquí y ahora, el destino poco le importaba; porque al día siguiente, su vida sería muy diferente a como la había conocido en el pasado. A partir de mañana la soledad y George serían su única compañía, pues ni siquiera le sería permitido volver a tener contacto con su pequeño sobrino; apenas un poco más joven que él mismo. Extrañas disposiciones de personas a las que ni siquiera conocía o con quienes tan sólo había cruzado un par de palabras, en alguna ocasión perdida en la región de su memoria reservada para el olvido.
El destino era todo, menos complaciente. El destino era cruel en verdad. Extraños pensamientos para un chico de catorce años que nada tenía que saber sobre determinados eventos de mayores; pero que no tenía otra opción más que conocerlos, porque en ese momento se habían convertido en parte ineludible de su existencia, truncado sueños y alterando el curso natural de su propia evolución hacia la madurez.
Algunas de las últimas palabras que escuchara decir a Rosemary habían sido respecto a eso: la madurez con la que ella deseaba que enfrentara ese difícil momento, y también la dignidad que debía mostrar como futuro cabeza de familia. Él se había negado a dedicarle la debida atención porque no soportaba la idea de perderla, porque ni siquiera tenía idea de lo que su partida significaría. Si el hubiera sabido entonces lo que sabía ahora, las cosas habrían sido muy diferentes. Sin embargo, era demasiado tarde ya para rectificar, para preguntar a Rosemary aquéllo que le atormentaba y que sólo ella podría haberle explicado.
Era demasiado tarde también para derramar ninguna lágrima; porque él había crecido ese día y no creía ser capaz de volver a llorar nunca. El destino de nuevo coartaba sus impulsos y le catapultaba más allá del querer ser, para entregarle en las inmisericordes manos del deber y tener que ser. Extraña la vida, que de pronto te obliga a aferrarte a ella y a retarla, tan sólo llevando como única arma en la justa lo único que puedes considerar tuyo: tu voluntad.
William se preguntó en ese momento si su propia voluntad alcanzaría para silenciar el dolor, tan intenso como jamás lo había sentido. La certeza de que ahora estaría tan sólo como el viento y que llevaría una existencia similar a éste le golpeó, invadiendo su alma con la melancolía propia de los desterrados. Ese día sería el último en que recorrería el portal y después, le esperaba el mundo entero, excepto ese lugar, que desde ya quedaba vedado para él en aras de consolidar el destino de los Ardley.
Mientras permanecía en silencio, rumiando su singular y contradictorio infortunio, el joven heredero ignoraba que las rosas acababan de transmitirle una bendición especial, llegada desde el profundo cielo donde ahora habitaba su guardiana más amada.
Un brillo peculiar, arrancado de los verdes brotes que aún permanecían luchando contra la extinción, fue la única evidencia del suave susurro con que las voces de la creación, inaudibles para oídos humanos, conjuraron el sortilegio que entrelazó dos destinos por la eternidad.
