Prólogo

Sus dedos se deslizaban por las teclas con elegancia. Una melodía triste envolvía la sala. Era una composición sin saltos ni notas arrítmicas. Una mano hablaba –la melodía– y su compañera le respondía –la armonía–, pero nunca llegaban a alcanzarse la una a la otra. La muchacha que estaba sentada en el taburete del piano paseaba la mirada por las teclas blancas y negras. No requería partitura, aquella melodía era una obra suya. Debía escribirla antes de que se le olvidara.

Los recuerdos la envolvían. Al principio como un suave abrazo, pero después intentaban ahogarla. Aún así, seguía recordando. Dejaba a su mente vagar por el pasado mientras sus manos se deslizaban por el teclado del enorme piano de cola, el único mueble en toda la sala. Recordó a su madre sentada junto a ella en aquel mismo taburete, enseñándole como colocar las manos para alcanzar todas las teclas con elegancia y eficacia. Recordaba las melodías dulces y cálidas que ella le enseñaba. Algunas eran originales, otras eran clásicos que sencillamente le encantaban. Atesoraba esos recuerdos. Pero después de aquel soplo de calidez, venía un vendaval helado que quería derrumbarla. Se veía a si misma sosteniendo su pequeño violín y rasgando las cuerdas con el arco, lentamente, al ritmo pausado que marcaba su madre al piano justo a su lado. Veía como su madre tosía y las teclas blancas se tornaban rojas. Veía cómo se desplomaba en el suelo y no se movía, no abría los ojos, no la miraba. Su mente le suplicaba que dejase ir el pasado y disfrutara del presente, que alcanzara un futuro. Pero algo en ella no se lo permitía. No quería olvidar, por mucho dolor que aquello le ocasionase. No quería perder aquellos recuerdos agridulces de una infancia que distaba mucho de ser perfecta. No quería olvidar, pasara lo que pasara.

Así como empezó, la melodía fue apagándose a medida que se acercaba a su final. Suspiró y levantó las manos despacio. Aquella sería la última vez que tocaría aquel gigantesco y bellísimo piano de cola, el foco de todos y cada uno de los recuerdos más hermosos que compartía con su madre, al menos durante mucho tiempo. Allí aprendió a tocar, a soñar, a componer. Y allí todo se derrumbó como un castillo de naipes y un fuerte soplo de viento.

–Señorita O'Dwyer, el coche la está esperando fuera. Su equipaje ya está en el maletero.

–Gracias, Sr. Kane. Ahora mismo voy. Sólo… déjeme despedirme correctamente.

El mayordomo retrocedió un par de pasos, hizo una reverencia y salió de la sala dejando a la muchacha acariciando las teclas sin pulsarlas. Colocó un protector sobre ellas, un trapo que su madre bordó personalmente. Bajó la tapa del color del ébano y para cuando quiso darse cuenta, las lágrimas ya le estaban empapando las mejillas.

Su vida nunca había sido fácil. Feliz, tal vez, pero nunca fácil. A partir de aquel día debía ocultarse. Perdería su nombre, su apellido, su casa y a su propio padre. El coche que la esperaba fuera la llevaría al aeropuerto, donde cogería un avión que la llevaría lejos. Una vida de fugitiva. Una vida de cobarde.

Su padre se quedaría allí e intentaría arreglar aquel desastre, aquel tremendo lío que la obligaba a dejarlo todo atrás. Al principio lloró. Lloró hasta que no le quedaron lágrimas. Después se dio cuenta de que no podía evitarse, de que era demasiado tarde. Habían tomado las decisiones equivocadas, había tardado demasiado en madurar.

Acarició la superficie del piano con una mano, dejando las lágrimas salir y empaparla por dentro y por fuera. Así, se lavó todas las penas y arrepentimientos que guardaba dentro. Empezaría de cero, tenía otra oportunidad. No todos podían decir eso, en realidad.

Se secó las lágrimas y se prometió no volver a llorar por aquello. Con lágrimas saladas no podría cambiar el futuro, así que buscaría la manera de ser capaz de sonreírle al futuro, de buscar siempre la felicidad, de cumplir sus metas y vivir una vida alegre y feliz. No olvidaría, pero tampoco se arrepentiría de decidir seguir viviendo siendo otra persona. Porque, aunque se cambiase el nombre, ella siempre seguiría siendo ella, aunque no le gustase.

Sin darle la espalda al gran piano retrocedió hasta la puerta, que chirrió al abrirse, y salió al pasillo. Cogió aire y lo soltó despacio. Se dio la vuelta y empezó a caminar hacia el recibidor. La casa no era de gran tamaño, pero era su casa. Era.

Su padre la estaba esperando fuera, con los ojos llorosos y el corazón hecho pedazos. Él se echaba la culpa de todo aquello, y es que se le había ido de las manos una pequeña fantasía que acabó por convertirse en una horrible pesadilla.

–Erin, cariño –dijo con voz temblorosa.

–Hola, papá.

Su padre intentó sonreír, pero lo único que logró fue hacer una extraña mueca. Tenía cara enrojecida y los ojos hinchados. Estaba hecho pedazos tanto por fuera como por dentro.

–Lo siento, cielo. Siento todo esto, yo…

–No es culpa tuya. No quiero que te culpes nun…–pero no pudo terminar la frase porque su padre se había abalanzado sobre ella en un fuerte y apretado abrazo paternal. Él estaba llorando, y era la primera vez que Erin le veía llorar después de la muerte de su madre.

–Sí lo es, ¡dios santo, si tan sólo pudiera volver hacia atrás en el tiempo!

–No puedes, papá.

Ambos se separaron y se miraron a los ojos. Erin sentía como su corazón se rompía en mil pedazos al ver a su padre así de destrozado. Quería volver a abrazarle y no soltarle nunca, pero sabía que no podía. Cuando más alargase aquella despedida, peor se sentiría después.

–Papá… tengo que irme.

–Lo sé. Prométeme que te cuidarás mucho. Eres muy madura para tu edad, pero también estarás tan sola…

–Prométeme que volveremos a vernos. –dijo ella, ignorando el doloroso comentario de su padre.

–Claro que sí, mi pequeño petirrojo. Cuando todo esté más calmado, cuando le hayamos despistado. Se olvidará de todo. Se olvidará de todo, mi dalila. Y en ese momento iré a buscarte yo mismo para traerte de nuevo a casa.

Erin sabía que no era cierto. Ni se olvidaría, ni podría volver. Pero no fue capaz de decirlo en voz alta. Se lo guardó para siempre, para ella misma, como estaba acostumbrada a hacer.

Miró a su padre a los ojos una última vez antes de abrir la puerta del coche de cristales tintados y sentarse dentro. Se tragó las lágrimas que prometió no derramar y las cuales luchaban por salir cuando vio a su padre llorar en silencio junto a la puerta de aquella vieja casa. Quería quedarse con un buen recuerdo de su antigua vida, de todo lo que tuvo hasta aquel día.

El Sr. Kane la observaba por el retrovisor sin decir nada. Él también la echaría de menos. Oh, vaya, todos lo harían. Ella continuó mirando por la ventana todo el trayecto que separaba la casita de campo del aeropuerto.

–Tiene que tener cuidado, Srta. O'Dwyer. La persona que la busca es peligrosa. Quizás no sepa ni su cara ni su nombre, pero no debe llamar la atención bajo ningún concepto. Escóndase, tenga cuidado y vigile sus espaldas.

Erin le dedicó una pequeña sonrisa. Aquel hombre había estado con ella gran parte de su vida. Cuando su madre falleció y su padre comenzó a vender obras con su ayuda pudieron permitirse contratar a alguien que ayudase en casa y cuidase de la pequeña niña cuando su padre estaba de viaje, negociando. Había sido su mejor amigo durante toda su infancia.

–Cuídate mucho, Thomas– dijo abrazándolo fuerte junto a la entrada del imponente aeropuerto. Hacía mucho que no le tuteaba, a su padre no le gustaba que lo hiciese. –yo también me cuidaré.

–Oh, pequeña Erin. La niña dalia ha florecido demasiado pronto… Estaremos esperándote con los brazos abiertos, señorita. No contactes con nosotros hasta que nosotros no vayamos a por ti. Te encontraremos, pero no dejes que él lo haga.

A Erin cada vez le costaba más no incumplir su promesa. Las lágrimas le escocían en la retina con cada palabra que Thomas Kane le dedicaba, tuteándola por última vez. Quizás, para siempre.

-Sé feliz, Erin O'Dwyer. Ten la vida que siempre mereciste, la que siempre soñaste tener. Y… por favor, nunca nos olvides.

–No lo haré –contestó ella con voz temblorosa –ni a mamá, ni a papá, ni a ti, Thomas. Nunca jamás.

Thomas le sonrió con tristeza y le revolvió un poco el cabello. Erin se fijó en las finas canas que adornaban su cabellera pelirroja, en la mirada melancólica en cansada, en las arrugas junto a los ojos y en sus pequeños dientes blancos.

–Hasta pronto, pequeña dalia. Florece sana, fuerte y feliz.

Erin sonrió con tristeza, le dio un corto abrazo y entró en el aeropuerto sin mirar atrás. Siempre sería la pequeña dalia de aquella casucha de campo, la dalila, la soñadora e inquieta chiquilla que tuvo que dejar el hogar antes de tiempo porque su vida corría peligro. Porque alguien quería arrancar a aquella florecilla del pequeño parterre donde estaba creciendo.