Chocolate

Sherlock Holmes era un niño muy tímido. Apenas tenía amigos porque todos los demás niños lo consideraban desagradable. Sherlock no entendía por qué, él nunca hacía nada malo, solo se sentaba y pensaba en cosas… Sin duda era un niño muy despierto e inteligente, quizá por eso los demás lo veían extraño, porque a veces se parecía más a un adulto en el cuerpo de un niño de seis años que a un niño de su edad. Al principio le preocupaba no tener amigos, envidiaba los demás niños cuando jugaban con otros y se lo pasaban tan bien, pero desde hacía algún tiempo aquello no le preocupaba tanto; él tenía su cabeza, sus libros… no necesitaba a otra gente para examinar a las hormigas del patio del colegio y ver cómo reaccionaban según el tipo de comida que les acercase; de hecho, si hubiese habido alguien con él, le habría molestado.

Un día de principios de primavera, durante la hora del recreo, Sherlock se encontraba sentado en una esquina del patio, bajo un árbol, comiendo un bocadillo y leyendo un libro (no un cuento como los que solían leer los otros niños, eso era demasiado infantil y simple para él, sino una novela de las que leían los chicos mayores: La isla del tesoro) que le había cogido a su hermano, cuando una sombra le tapó la vista.

-¡Eh, listillo! ¿Qué haces ahí? –preguntó un chico dos años mayor y mucho más grande que él, que pese a ser alto para su edad era muy delgado- ¿No ves que molestas a los que queremos jugar al fútbol? Para leer está la biblioteca, rata de biblioteca.

Sus dos amigotes corearon la broma, muy vulgar y poco ingeniosa, según el propio Sherlock, tanto que ni siquiera se había ofendido. Además, estaba acostumbrado a aquello, no era la primera vez que lo llamaban cosas como "listillo" o "friki", así que los miró un segundo y siguió leyendo y comiendo su bocadill.

-¿Estás sordo, listillo? No te preocupes, yo te lo explico. ¡Vete de aquí! –el bruto lo cogió por los hombros y lo lanzó contra la esquina, detrás del árbol- Ah, y me quedo esto –añadió cogiendo el bocadillo, que se le había caído a Sherlock de la mano- y esto para ti –y con eso último pegó una patada al libro-. Y no vuelvas a insultar a mi hermano, que ya me ha contado lo de ayer.

-No insulté a tu hermano –replicó Sherlock-, solo le dije que era normal que un niño como él…

El abusón se abalanzó sobre él, furioso, dispuesto a pegarle. Sherlock intentó escapar gateando, pero el otro era más grande y rápido y él estaba contra el muro, apenas tenía escapatoria, así que probó a cubrirse.

-¡Animales! –chilló una vocecilla desde detrás de los chicos, la vocecilla de una niña- ¡Dejadle en paz!

Los tres se volvieron hacia la niña, que tiraba de sus abrigos para separarlos de Sherlock y les pegaba puñetazos en la espalda. Él no la veía bien, porque los tres matones estaban delante, pero parecía más pequeña que él, diminuta en comparación con ellos.

-¿Y qué nos vas a hacer, chiquitina, cegarnos con purpurina? –se burlaron ellos y se volvieron otra vez hacia Sherlock.

-¡Ay! –gritó uno de ellos, y le siguieron los otros dos- Suelta ese palo, enana, o se lo decimos a la profesora.

-Si se lo decís, yo le contaré por qué lo hice y me creerá porque sois unos brutos y siempre pegáis a la gente.

Ellos empezaron a protestar y a insultar a la niña otra vez, pero ella, sin hacerles caso, los amenazó bajando la voz.

-Y también puedo contarle… eso… ya sabéis, aquello de lo que me enteré…

Sherlock se hizo un ovillo, pensando que volverían a por él aún más fuerte, pero lo único que oyó fue silencio y pasos alejándose.

-¿Estás bien? –le preguntó la niña, acercándose despacio- ¿Te han hecho mucho daño?

-Estoy bien, gracias, puedes irte –respondió él sin alzar la vista de su chaqueta, a la que sacudía el polvo.

Sabía quién era la niña: Irene Adler, la niña más inteligente del colegio además de él, estaba en su mismo curso pero en otra clase. No habían hablado nunca. A Sherlock le habría gustado hacerlo, pero le daba vergüenza, por eso ahora no quería levantar la vista, y menos después de que una niña más bajita que él le hubiese quitado de encima a tres chicos mayores enormes.

-Toma tu libro, estaba ahí tirado, casi te lo rompen -Sherlock alargó el brazo y cogió el libro sin mirar a Irene-. Se han llevado tu bocadillo, ¿quieres la mitad de mi chocolatina?

Sherlock la miró por fin, dispuesto a pedirle que lo dejase solo, pero no fue capaz. Irene estaba a su lado, enseñándole una tableta de chocolate con almendras aún sin abrir con una dulce sonrisa en sus labios y en sus brillantes ojos azules. Sherlock aceptó la chocolatina deseando que a la sombra del árbol ella no notase que se había puesto rojo como un tomate. Irene se sentó a su lado en la esquina detrás del árbol.

-Me llamo Irene Adler –se presentó tendiéndole una mano-. Sé que tú eres Sherlock Holmes.

-Sé quién eres –Sherlock le cogió la mano, poniéndose aún más rojo-. Gracias por echarlos.

-No hay de qué, ¿cómo iba a dejar que te pegasen justo a ti?

-¿Justo a mí? ¿Qué tengo de especial?

-Que eres… tú –Irene partió el chocolate por la mitad y le dio un trozo-. Sé que eres muy listo, como yo. Lo sabe todo el mundo.

Sherlock la miró y no pudo contener una risita. A Irene se le acababa de caer un diente y le costaba morder el chocolate porque los trozos de almendra eran demasiado grandes.

-¿De qué te ríes? –Irene se había puesto seria de repente- A mí me falta un diente, pero dentro de poco tendré uno nuevo más fuerte y tú seguirás teniendo ese pelo rizado que parece que tienes caracoles en la cabeza.

-Perdona, es que estabas muy… graciosa. ¡Pero no fea!

Ella cambió su expresión y sonrió ligeramente.

-En realidad, a mí también me hace gracia tu pelo, es bonito –alargó un dedo y lo enredó en uno de los rizos de él, pera después soltarlo-, y salta.

En ese momento sonó la campana que finalizaba el recreo y ambos se levantaron del suelo.

-Es una pena que faltase tan poco tiempo, me lo estaba pasando bien –suspiró Irene-, ahora en clase me voy a aburrir.

-Sí, yo también –contestó Sherlock con indiferencia mientras se iba-, pero ya nos veremos. Adiós, Irene Adler. Ah, y gracias otra vez.

-Adiós –susurró incrédula al verlo tan apresurado.

Sherlock pasó es resto del día pensando en lo que le harían los niños a partir de ahora, cómo se iban a meter con él porque una niña le había quitado de encima a tres matones; pero al mismo tiempo tenía ganas de volver a ver a Irene y de hablar con ella.