Hace tiempo que los límites entre Shizuo e Izaya se deformaron, y acabó uno entrando en el territorio del otro.

Aunque su juego siempre hubiese sido el de cazador y presa, los dos sabían lo que estaba permitido. Esto es, prácticamente cualquier tipo de violencia física, cualquier tipo de amenaza y toda la violencia verbal que se les antojase.

Y realmente no saben quién fue el primero en joderlo todo y sobrepasar el primer límite de los muchos que ya se han saltado a estas alturas, porque no saben quién besó primero, o quién metió las manos antes bajo la camiseta del otro.

Tampoco entienden muy bien –porque no quieren ni pensar en ello- qué serie de catástrofes les han llevado al ritual semanal en el que, en algún punto del fin de semana, Izaya aparece ante Shizuo, a traición y por la espalda, para variar. Desencadena, por su puesto, en una persecución suicida por callejones, y a partir de ahí, de alguna manera, sin decirse una palabra, acaban los dos jadeando en un rincón oscuro, o si tienen la suficiente paciencia, en el sofá –o la cama, o la cocina, o contra una pared- de la casa de Shizuo.

Pero la última noche es demasiado, porque tampoco saben quién ha roto el último límite: si Izaya por quedarse dormido en sus brazos, o Shizuo por no echarlo a patadas.

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