Prólogo
"¡Corre Lily!"
Una chica continuó corriendo hasta llegar al escaparate de una tienda, cubierto por un pequeño balcón del edificio. Su cabello castaño estaba empapado y las bolsas que llevaba en la mano amenazan por romperse. Cinco segundos después, una pelirroja de ojos verdes llegó a su lado, respirando entrecortadamente. Su cabello pelirrojo, antes recogido en una bonita coleta, estaba suelto y enmarcaba su cara llena de gotas de agua.
"Deja el paraguas en casa, no va a llover Lily" -la pelirroja imitaba la voz de su amiga con varios tonos más agudos de lo normal -"El hombre del tiempo ha dicho que no lloverá".
"Poco te has quejado al dejar el paraguas en casa" -la castaña miraba a su amiga, cansada de sus quejas -"Es Londres Lily, siempre llueve".
La pelirroja no contestó y se cruzó de brazos. Las dos estaban empadadas, como algunos turistas que las miraban desde las cafeterías. La gente caminaba con paraguas por la calle del centro y los coches se movían lentamente por el tráfico. Se oían risas, bocinas de coches y conversaciones por todos lados. Londres un sábado por la tarde solía ser algo concurrido. Las dos amigas habían decidido ir de compras y a cenar al centro, mientras sus familias iban al teatro. Después de unos minutos de reflexión sobre si cruzar la plaza para llegar a la estación de metro, se decidieron y corrieron, esquivando a los coches parados en el semáforo y a las señoras que caminaban lentamente delante de ellas con aquellos grandes paraguas negros. Una vez en el interior del metro, se sentaron e intentaron arreglar las bolsas medio rotas que llevaban; aunque lo único que lograron fue acabarlas de romper y llenar las de plástico que llevaban con ellas.
Después de doce paradas de metro y un transbordo, salieron en una tranquila calle, con pocos coches circulando por ella. Corrieron hasta la parada del autobús y esperaron durante poco tiempo hasta que el viejo vehículo se paró delante de ellas y el conductor las hizo entrar. Media hora después, llegaban a las afueras de la capital, un barrio lleno de casitas de dos plantas, con jardín y garaje. La lluvia no había parado ni un momento y las dos chicas salieron corriendo en direcciones opuestas, deseando llegar a su casa lo antes posible y cambiarse de ropa. Sus zapatos estaban tan mojados que cuando la castaña, de nombre Audrey, entró a su casa, se creó un charco a su alrededor. Tiró las bolsas al pasillo y se fue quitando la ropa por el camino hacia las escaleras y por las mismas. Entró al baño y encendió el calentador de la ducha. Un minuto después, el baño estaba inundado de vaho y niebla. Unos minutos después, la chica recogía todo el desastre vestida en un agradable y calentito albornoz. Daba gracias a su madre por quitar la moqueta de toda la casa y poner madera en su lugar. El teléfono comenzó a sonar. Audrey corrió a la cocina y después de tropezar con la mesa de la cocina, contestó con la respiración alterada:
"Hola, Audrey al teléfono".
"Hola cielo" - la voz suave de su abuela sonaba en el teléfono -"¿Qué tal por el centro?"
"Lluvia" -resumió Audrey -"Pero muy bien, la pena es que está lleno de turistas... son maleducados, van gritando a todas partes, es horrible".
"Me alegro mucho por ti Audrey. Tu madre me ha dicho que tienes la cena en la nevera, o que si quieres puedes pedir una pizza; pero si quieres puedes venir a casa y pasar la noche conmigo".
"Gracias abuela, pero me quedaré; tengo que hacer muchas cosas".
"Como quieras cielo" -su abuela se despidió de ella después de darle algunos consejos de supervivencia y, al colgar, Audrey cogió una caja de galletas y se sentó en el sofá, encendiendo el televisor. El programa más interesante era "Quién quiere ser millonario" y se quedó a verlo. No era un gran plan para un sábado a la noche, pero no le apetecía salir con la lluvia que estaba cayendo. Se acomodó con el albornoz y dejó que la música de la televisión fluyera por el salón. Su hermano y sus padres llegarían a la medianoche, tenía cuatro horas para hacer nada.
Por otro lado, la pelirroja llegó corriendo a su casa y abrió la puerta precipitadamente. Se quitó toda la ropa mojada y los zapatos y los dejó en una cesta al lado de la entrada; puesta allí por su hermano quien la miraba divertido desde las escaleras. Lily subió y se duchó en cinco minutos. Se puso el pijama y, con su hermano pequeño, se pusieron a hacer la cena. Peter, un chico de doce años con el que se peleaba menos que Audrey con su hermano, se encargó de hacer la ensalada y ella el pescado. Sus padres solían trabajar hasta tarde y eran muchos los días que cenaban los dos solos. Se sentaron en la mesa de la cocina y cenaron comentando los últimos cotilleos del barrio y del colegio, al cual los dos iban. Después de cenar vieron la televisión y desaparecieron escaleras arriba, cada uno a su habitación. Peter no tenía ordenador propio -sus padres consideraban que era demasiado joven para tener uno en su habitación -, pero en cambio tenía una televisión pequeña para él. Su hermana encendió el ordenador portátil y se puso a ver una película, como casi todas las noches de fin de semana. Se podría decir que no le gustaba ir de fiesta. Odiaba las multitudes y las odiaba aún más si bailaban todos al ritmo de la música de moda en pequeños locales. Ella disfrutaba las tardes por el centro, en una cafetería o simplemente en el parque.
Y llegó el lunes. Lily estaba sentada en el autobús, al lado de su hermano quien comentaba algo con un compañero de clase sobre una profesora odiosa. Lily iba sumergida en su lectura: los apuntes de literatura. Cuatro paradas después, el autobús se quedó vació al bajar todos los estudiantes que acudían al colegio. El color azul destacaba encima de cualquier otro. Los uniformes, de aquel azul oscuro, daban elegancia y simplicidad a todos los estudiantes. Las camisas, blancas, con el jersey a juego: azul. Nadie llevaba abrigo, únicamente los que iban en bicicleta llevaban una chaqueta impermeable por si llovía, que solía ser todos los días. En el párking de bicicletas vio a su amiga apoyar la suya. Llevaba el casco mal puesto y el cabello recogido en una trenza, como todos los días. Se acercó a ella saludando a varios compañeros de clase. La castaña se unió a ella quitándose el casco de la bicicleta y cogiendo su gran bolso lleno de hojas y algún que otro libro. Su amiga, en cambio, llevaba una mochila con todo dentro. Entraron en el gran edificio y se separaron en el primer piso: iban a cursos diferentes. Audrey era un año mayor que Lily, quien todavía no se preparaba para los A levels. Se habían conocido cuando tenían cuatro y tres años respectivamente, en un curso de verano del colegio donde iban. Las dos se habían hecho amigas entonces y con el paso de los años y el cambio de comportamiento de sus amigos, las había unido. Audrey pasaba muchas horas en el ático de su casa pintando y Lily era bastante tímida, por lo que le costaba hacer amigos nuevos. Lily entró al aula donde comenzaría su clase de literatura y se sentó en tercera fila, al lado de su compañera Kayla. El profesor entró rápidamente, comenzando la lección sin dar descanso a sus alumnos. El día pasó lento y a la hora de la comida, las dos amigas se reunieron en su mesa habitual, al lado de una ventana que daba a la calle principal.
"¿Qué tal las clases?".
"Bastante aburridas, como siempre" -contestó Audrey mientras mordía una manzana -"He perdido a Andrew, me tenía que ayudar con el trabajo de literatura... Y Tina está insoportable".
"¿Tina? ¿Tina Robinson? ¿La rubia?".
"Esa misma" -contestó Audrey poniendo los ojos en blanco -"Está obsesionada con Harry... está enferma. No enferma de tener un resfriado, enferma de obsesión; ya sabes. Va a ir a un estudio mañana a ver si se encuentra con el grupo...".
"Pero mañana es martes, tenemos clase" -Lily miraba a su amiga, quien estaba entretenida criticando a su compañera de clase -"No puedes saltarte clase para ir a ver unos cantantes".
"Tú eres una niña buena" -Audrey sonrió a su amiga, quien se sonrojó -"Por tu cabeza no pasaría hacer esa estupidez... ni que fuera a enamorarlo con su mirada...".
Lily rió con su amiga y unos minutos después se dirigió hacia su siguiente clase. Conocía a Tina, aquella chica era bastante superficial y sólo se preocupaba si sus mechas estaban en su sitio y sobre el último número de Vogue. Al contrario que ella, quien adoraba la lectura y la buena música. Nunca había hablado con ella, pero corrían rumores de que era más malvada que el propio diablo. Lily no tenía prisa en averiguar si era verdad o no, así que mientras más lejos estuvieran; mejor.
En otro diferente lugar, una chica caminaba por unos pasillos desiertos de un instituto antiguo. Se acababa de mudar a la pequeña ciudad de Bristol, desde Edimburgo. Sus padres no habían sido capaces de esperar hasta el curso siguiente, era abril y ella sería la chica nueva. Su cabello castaño oscuro rizado caía sobre sus hombros mientras que su mochila se ajustaba a sus hombros. Aquel uniforme negro era horrible, le gustaba muchísimo más el verde y gris que llevaba en su ciudad de residencia. El negro le parecía muy oscuro, se podría decir que hasta gótico. Entró al aula y todos se la quedaron mirando. Odiaba esa sensación, que todos la miraran y comenzaran a susurrar cosas. "La nueva".
"¿Señorita Gauthier?".
"Buenos días, señora... Johnson".
"Puede tomar asiento allí, al lado de Jim".
"Muchas gracias".
"Como podréis apreciar, ella es Emma Gauthier. Acaba de llegar a la ciudad y espero que seáis amables con ella. ¿Entendido?" -la señora Johnson sonrió a la nueva chica y esperó a que se sentara y sacara su libro para continuar con la clase. Mientras todos resolvían aquel ejercicio de álgebra, se acercó a ella y le pidió que cualquier duda, la consultara con sus compañeros o con los profesores. Los ojos verdes de la muchacha se clavaron en la profesora, que sintió un escalofrío. Pocos alumnos tenían una mirada tan... profunda. Se alejó de su mesa con una sonrisa, Emma estaba confusa y asustada.
Emma se juntó con un grupo de chicas que amablemente se acercaron a ella para acompañarla a su siguiente clase. Le parecía increíble la amabilidad de aquellas chicas, una de las cuales se convirtió en su mejor amiga con el paso del tiempo. La chica, alta y delgada, caminaba con elegancia y logró sacar algunos comentarios de la parte masculina del colegio. Ella sonreía e intentaba ser amable, se encontraba totalmente perdida. Quería volver a Edimburgo, la ciudad donde había pasado diez años de su vida. O a malas, quería volver a su ciudad: Dublín. Se había mudado por culpa del trabajo de sus padres y ahora otra vez. Ella había decidido hacía tiempo que quería estudiar en Londres, quería ir a la universidad allí para estudiar ingeniería aeroespacial. Le encantaba el espacio y soñaba con poder diseñar y estudiar el espacio. La hora de la comida pasó rápidamente, mientras la interrogaban de preguntas y le informaban sobre todos los profesores. En su cuello colgaba una pequeña cadena de plata, con un trébol del mismo material en él. Era de su abuela, quien se lo había dado a los siete años al mudarse. Ahora con diecisiete, no se lo quitaba nunca; le recordaba a su infancia.
"¿Qué te parece Bristol?".
"Llegué el viernes, no he visto mucho" -contestó ella cortesmente a su futura mejor amiga Megan -"Quiero ir al centro algún día, pero tengo que ayudar a mis padres a organizar la casa...".
"¿Dónde vives?".
"En RedLand" -contestó ella -"Estoy a media hora más o menos des del centro comercial de Cliffton Down. Es una casa pequeña pero bonita" -sonrió ella, recordando el pequeño piso donde vivía en Edimburgo. La casa actual era bastante grande, tenía una gran habitación para ella y baño propio.
"Yo vivo en Cliffton" -sonrió Megan, el suave acento irlandés de la chica se le notaba, aunque hubiera vivido en Edimburgo tantos años -"No es una mansión, vivo en un piso. Si quieres podemos quedar por las mañanas para venir, así no te perderás".
"Muchas gracias Megan" -contestó ella recogiendo su comida y siguiendo al grupo de chicas. Se sentía más o menos integrada. El día acabó y volvió caminando a casa, a cuarenta y cinco minutos a pie. No conocía el sistema de autobús y no se atrevía a aventurarse por la ciudad sola. Llegó a su casa y fue directa a su habitación, donde se estiró en la cama y escuchó música. Poco después su madre la llamó para que la ayudara a ordenar la biblioteca. Sí, iban a tener una biblioteca. A Emma le gustaba leer, pero si fuera por ella, aquella habitación sería un vestidor. Comenzaron a desempaquetar libros y oyeron a su hermana llegar a casa. Era dos años más pequeña y continuaba enfadada por haberse mudado. Iba al mismo colegio que Emma, pero tenía más clases ya que no había acabado la educación secundaria obligatoria. Emily se llamaba. Su madre, Elizabeth, intentó obligarla a ayudar, pero sus gritos acabaron ganando la situación. Emma suspiró y ayudó a su madre sin protestar. En pocas horas su padre volvería del trabajo y tenían que acabar de ordenar todo.
Mientras el sol se ponía en Bristol, una chica en la ciudad de Middlewich lloraba mientras miraba la misma puesta de sol en otro lugar de Reino Unido. Su novio, ahora ex, la acababa de dejar con una llamada de teléfono. ¿Cómo había sido capaz de eso? Dallas lloraba tendida en su cama, deseando que nadie llegara del trabajo para preparar la cena. No quería ver a su hermano ni a su padre. Sólo quería que Henry la mirara a los ojos y le dijera que la quería. Odiaba sentirse así, tonta y utilizada.
Notaba como su almohada estaba mojada, pero no le importaba. De repente su teléfono comenzó a sonar. Oh no, odiaba tener la maldita canción en el móvil. Adoraba esa canción, pero no era el momento adecuado. Para nada. No era la mejor canción en aquel momento. Sólo quería llorar y la voz de aquellos chicos no hacían más que forzarla a continuar. Ella quería alguien así, que le cantara o dijera esas cosas bonitas. Tenía dieciséis años, sabía que la relación con Henry no iba a durar toda la vida... ¿Pero dejarla por teléfono? Se sentía una pequeña réplica de la perfecta Taylor Swift. Ella no cantaba, no era ni tan rubia ni tan perfecta como ella... pero la habían dejado por teléfono. Se levantó y vio que era su padre. No contestó y apagó el aparato. Sólo quería que aquel horrible día acabara. Aquel horrible lunes. Y pensar que había adorado aquel viernes con el chico que había destrozado su frágil corazón. Encendió la luz de su mesita de noche y decidió que al menos acabaría el día con un acto patéticamente común cuando te rompen el corazón. Fue al baño, se cambió y puso el pijama. Bajó a la cocina y se llevó el bote de helado de Ben and Jerry's que tenía guardado para ocasiones especiales y volvió a su habitación. Encendió la televisión y se dispuso a ver alguna cosa, mientras continuaba llorando en silencio y comiendo helado. Se permitía una noche como aquella, de llorar y comer helado; después se prometía continuar adelante, no llorar por alguien que no tenía el valor de dejarla cara a cara. No pensaba dejar que su vida se hundiera que aquella manera por un imbécil. No, no y no.
Por otro y último lado, una chica rubia con unos suaves ojos avellana sonreía mientras recogía sus deberes de encima de la mesa. Se podría decir que aquella chica era modelo, pero no lo era. Había tenido suerte de heredar aquellos rasgos de sus padres, a los cuales no conocía. Vivía con su abuelo, quien se había encargado de criarla y ahora él no estaba tan saludable como cuando era pequeña. La chica, de nombre Norah, bajó al salón y se encontró a su abuelo leyendo una revista. Sin molestarle, fue a la cocina y comenzó a preparar la cena. No soportaba verlo cansado y con dolor en las articulaciones. Quería abrazarle y decirle que todo saldría bien, pero era más bien imposible. Vivían en Liverpool, la ciudad de los Beatles. Adoraba aquella ciudad, simplemente la adoraba. Su abuelo se acercó a la cocina y se sentó en una silla, entablando una conversación sencilla con su nieta. Su cabello blanco estaba peinado hacia atrás elegantemente. Cuando la cena acabó, Claire ayudó a su abuelo a cambiarse y le ayudó a tomarse sus medicinas. A sus diecisiete años tenía bastantes responsabilidades, cosa que no le molestaba. Quería a su abuelo y haría lo que fuera por él. A las nueve la acostó y ella procedió a su ritual diario. Preparó la comida del día siguiente, recogió la cocina y a las diez, estaba lista para irse a dormir. Se recogió el cabello en una larga trenza y se estiró en la cama, con las cortinas cerradas. Cerró los ojos y dejó la mente en blanco. Aquel lunes había sido agotador, necesitaba sus ocho horas de sueño para poder afrontar el día siguiente.
Ninguna de las cinco sabía aquella cosa que tenían en común. Aquel hecho que las uniría, tarde o temprano sus vidas se enlazarían por un simple hecho: amor. Qué decir que Audrey y Lily se conocen, pero aquello no tiene nada que ver. Otro hecho las uniría más entre ellas. Vaya tontería pensarían algunos, pero el hecho es uno de los más importantes en la historia. Romeo no murió por un hecho al azar, murió por amor. Noah no escribió su diario por aburrimiento, lo escribió por amor. Ese acto, el amor las uniría de una manera que ninguna podría llegar a imaginar.
