CULT
i; ropa.
La ceremonia daba lugar en el lúgubre palacio. Los espirales de incienso se agitaban con el viento glacial de la noche; la centena de siervos entró en la sala con los instrumentos precisos para esa ocasión, y la presencia de quien sería ahora su rey. Los cánticos recitados por las personas del pueblo se volvían cada vez más altos a medida que las puertas de madera alta, tallada a mano, se cerraban; los estertores retumbaban entre las paredes que se engalanaban con cortinas finas y arañas de cristal que lloraban diamantes desde el techo con velas. Kuroo tragó pesado en el momento en que se dio cuenta, si una de esas arañas caía por el más mínimo accidente, todos estarían fritos.
La figura que esta noche se coronaría entró en la sala luciendo un ostentoso traje de sedas e hilos de la misma finura. La capa bicolor, por dentro roja y por fuera negra resbalaba hasta el piso a unos cuántos metros de sus pies, las botas de cuero blanco con un ligero tacón llegaban a la mitad del muslo y un traje de red cubría todo el cuerpo: la red de rombos dejaba al descubierto la piel, pero tiras de cuero negro cubrían las zonas pudendas, creando un tetagrammaton. El hombre se presentaría como Oikawa Tooru, quien además del traje ceremonial, con trajes y una corona elaborada de espinas y huesos, portaba elaborados diseños en cara y cuerpo, podía lucir como maquillaje, pero eran inscripciones de una antigua lengua, olvidada por muchos y sagrada para otros.
Oikawa sería coronado esa noche como el décimo tercer rey de la noche; luego de años de vivir bajo el yugo con reyes políticamente incorrectos, la corte de los demonios había encontrado un buen candidato en el primogénito del rey que los vio perecer bajo la noche, teniendo que esconderse y ser privados de sus habilidades. La ceremonia daba comienzo, cuando Oikawa se sentó en el trono de huesos en el centro del salón, esperando por las instrucciones de los viejos; el pelinegro observó la hilera de siervos que atentamente ofrecían su carne al cántaro enfrente de ellos: sangre del siervo donada al amo con devoción.
Luego de que el rey regente hubiese muerto a sus manos; Kuroo experimentó una sacudida que le magreó los sentidos de manera obscena: como si la privación de sus sentidos lo hubiese mantenido ciego toda su vida, y por primera vez hubiese visto el mundo, sus colores, a su gente. Podía olerlo y verlo todo, podía caminar con tranquilidad y se encontró a sí mismo deseando más de esa libertad.
Deseando más de todo eso que sabía Oikawa podría darle a cada uno de los presentes incluso sin proponérselo.
—Espíritus oscuros, espíritus malditos, yo los invoco…
Sus ojos se dirigieron de nuevo a la figura en el trono que se desprendía uno de los cuernos de su cabeza, Oikawa no lanzó ningún sonido aun cuando el cuerno se trozó y las astillas de hueso se le incrustaron en la mano; incluso cuando la sangre le bañó la frente y los dedos le temblaban por el dolor de perder la extremidad. Cuando se levantó, la capa sedosa se movió junto a sus pasos y todo el mundo lo observó con respeto y miedo. Lo habría oído centurias atrás de su propio padre: El poder lo es todo, Tooru, cuando les des todo lo que ellos necesitan, todo hasta que ya no puedan con más, entonces lo harás temer de lo que puedes hacer con ellos; y nunca los verás comer de otra mano que no sea la tuya.
Las cabezas de la gente en la corte se inclinaron con devoción infinita cuando las aguas del cántaro se agitaron uniformemente y todo en la sala fue oscuridad por unos segundos: del cántaro gemebundo con caldos putrefactos emergió un destello de luz, palpable que uno de los sacerdotes tomó: una corona hecha de cristal y tres puntas alargadas con llamas negras sobre estas tres fue colocada en la cabeza de su ahora majestad. Que la virgen lo tenga en su gloria, fue el deseo de los demás miembros, hincándose en respeto y devoción a su persona, dando inicio a una nueva era, una quizá más próspera para el pueblo.
El nuevo rey venció, se escuchó decir, Kuroo alzó su mano a la escalinata para ayudar a Oikawa bajar y posteriormente se colocó a su lado, en el izquierdo, para proteger la mano del pecado, escoltándolo a la salida a la vista de todos en la corte.
—Lo has manejado bien, Oikawa.
Oikawa no respondería al mirarlo sobre el hombro con soberbia. No hubo algarabía esa noche; puesto que, aunque Kuroo le repitió al oído que lo había manejado bien y lo guiaba en los salones siempre pendiente de quien se acercaba a él, ambos lo sabían: nadie quería a Oikawa reinando. La curiosidad de los demonios fue aplastada sin resistencia por sus manos y el deseo extraño se agitó en su interior cuando él y su guardia caminaron, Kuroo le tomó por la cintura para guiarlo entre el resto y un susurro coreado no se hizo esperar entre la multitud que le hacía venias en un respeto falso y ellos mismos se adaptaron a la mentira, poseyéndolos más allá para llevarlos al límite. Oikawa los miraría a todos con desdén pues no era afecto a las muestras de engaño; era posible que estas intentaran crepitar por su mente y hacer que eludiera su lugar como rey regente. Pero Kuroo de la misma manera se encargaría de disiparlas con la misma displicencia que Oikawa presentaba.
Incluso tras los rincones más oscuros y solitarios del palacio, donde los fantasmas lloran, revelarán sus secretos entre susurros y caricias malintencionadas con el único fin de herirse mutuamente.
Oikawa vive con la brutal traición,
es Kuroo el origen de la pena de la infancia.
La derrota de su hermana merecía la muerte del dolor.
(Ambos verían, juntos, el placer de la devastación bajo sus manos).
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