Renuncia: Stephen King sigue siendo un genio y yo una patata.

n.a: si bien en la novela se especifica que Los Perdedores nunca volvieron a estar juntos hasta 1985 yo haré caso omiso de ello aquí y en todo sUE ME.

n.a2: soy billverly all the way y lloro todos los días porque pudieron ser pero no fueron bye :(

n.a3: kid!fic, post derrota de Eso, ñoñadas


Es como si el sol fuese una bombilla apagada.

Porque por fin después de tanto (sufrimiento y miedo y tenemosqueservalientesonadiemásloserá) Eso se ha ido. Para siempre, espera ella.

El terror —más peligroso— de Derry ya no existe más, igual que un cuento de terror olvidado debajo de la cama y acumulando polvo en sus páginas rotas. Así que, las preocupaciones de Los Perdedores se esfuman asimismo. Casi, casi. (A Beverly le duele el moretón más reciente en su brazo). Pero con honestidad, Beverly nunca creyó lograr ver ese día, vivir a su llegada. Y aún así ahí está, rodeada de sus amigos-familia-postiza mientras ellos lanzan piedras a la basura del vertedero fingiendo que son vaqueros del viejo oeste, o mafiosos o— héroes, tal vez.

No prestó mucha atención al momento en que decidieron el juego.

En sus manos hay dos o tres piedritas, y más allá, junto a Silver (bala de plata) yace su mochila, la que tiene dentro el objeto más importante en su vida —muy posiblemente, hasta entonces—, la camisa del Gran Bill.

Aquella prenda que recibió finalizada la lucha en el número 29 de Neibolt Street con toda la vergüenza del mundo. Aquella prenda que recibió cuando Bill la vio (y o-o-oye, Bev e-s-s...) como una chica, cuando todos la vieron. Y Bev se sonroja al recordarlo, más no hace ningún esfuerzo por evitarlo tampoco.

Le gusta esa sensación, de verse querida.

Querida bien. Querida a salvo. Querida— no como por su padre.

Se reprende por ello, sin intención. Porque sólo tiene once años por Dios, para ningún adulto es correcto sentir esa clase de cosas a tan temprana edad, sólo que— no pueden ponerse en su lugar porque no son ella. Mucho menos conocen a Bill el Tarja como ella.

Y es que él es bueno, más que bueno. Un líder justo que se alza con valentía ante las adversidades, pese a la muerte de su hermano y la falta de cariño de parte de sus padres negligentes. Un chico fuerte, y dulce, y dedicado y con ojos de infierno congelado que le calientan las entrañas a Beverly. Porque Bill se limita a ser él mismo, y la enamora más y más con cada palabra o acción, sin siquiera estar enterado.

Beverly añora cambiar esa situación, ahora, debido a los recientes acontecimientos (a lo que sucede en la oscuridad de las cloacas...), a que se vieron en la necesidad de hacer aquello. Sus esperanzas se alzan como fuegos artificiales y.

Piensa: «quizás tengo una oportunidad para con él. Quizás vale la pena pelear».

(pelear siempre vale la pena—).

Y es que qué mejor forma de demostrar sus sentimientos que devolviendo su preciada camisa, la que no pudo entregarle antes. En realidad, cabe la enorme posibilidad de que Bill haya olvidado que se la dio, posee muchas camisas casi idénticas o mejores. Sin embargo, Bev cree en el fondo que ese gesto significa algo, algo positivo. Bill no va regalando su ropa a todas las niñas que se le cruzan en el camino, después de todo. La Tortuga la salve de ello.

¿Le corresponde, acaso? Las palabras de azúcar derretida que él le susurró en las cloacas, aún las recuerda con claridad. Tan nítidas como si reviviera el momento, tan cálidas.

— Te amo mucho, Gran Bill —musita; sin prestar atención a derredor, y suspira embelesada (porque sólo tiene once años por Dios, y un corazón hecho de rosas arrancadas de la tierra). No se da cuenta, al principio, del silencio que esa frase (pequeña, inocente, peligrosísima) provoca, y que Bill se encuentra justo enfrente de ella con la mandíbula abierta sin llegar a tocar su hombro, sin alcanzar a cuestionarle si se encuentra bien o le apetece jugar a otra cosa.

Entonces.

Bev alza la vista, encontrándose con esos perfectos ojos azules, océano sin agua, y suelta un gritito de ave herida.

Y nononononono.

¡Me ha escuchado!

No hay escapatoria, y no logra descifrar si el silencio de parte de Bill es positivo o negativo. Si la va a rechazar, o abrazar. O—

— ¡Eh, Bevvie! Creo que has confundido mi nombre con el del buen amigo aquí presente, aunque era algo obvio que caerías bajo mis encantos, nena —Richie rompe el incómodo ambiente con uno de sus comentarios burlones y sinsentido, y ríe.

Bev siente su rostro arder.

(Hay fuego en su piel de leche).

Por primera vez en la tarde lanza una de sus piedras, fallando en su intento de darle en el estómago a Richie. Beverly nunca falla.

— ¡Deja de burlarte Tozier! —y todo vuelve a la normalidad.

O eso aparentan los chicos: Richie, Eddie, Stan y Mike. Beverly nota a Ben algo decaído, pero no consigue preguntarle nada al respecto. Bill, en cambio, se muestra pensativo, tanto que ni siquiera quiere montar a Silver para que jueguen al Llanero Solitario a sugerencia de Mike.

Y Beverly sabe... él no tiene que expresarlo directamente, sus palabras realmente le han afectado.

Oh, demonios.

Debe remediarlo, mentir con qué se trata de una broma, lo que sea, pero que traiga al alegre y despreocupado Bill Denbrough de regreso. Su oportunidad se presenta cuando el resto se retira al mediodía, para ir a sus casas a almorzar y recuperar fuerzas. Bev se acerca entre tropiezos a Silver, mientras Bill la limpia con un trapo. Se encuentra de espaldas a ella, ignorante a su presencia, seguro. Usualmente es el último en retirarse (su casa es demasiado fría).

Beverly inhala y exhala varias veces, y oye con perfecta claridad el «Boom, boom» de su frenético corazón. Está segura que este va a desplomarse en el suelo pronto para nunca levantarse otra vez. Pero debe ser valiente, es valiente.

— ¡Tengo algo que hablar contigo! —casi chilla.

Y como supone, toma a Bill desprevenido. Brinca y termina cayendo de culo rompiendo unas cuantas ramitas.

— ¡Bill! ¿E... estás bien?

— B-Bev sig-g-gues aq-uí —responde Bill con nerviosismo. Beverly le ofrece su mano en señal de disculpa, ignorando sus nervios, no obstante él la ignora poniéndose en pie solo. Y duele—, c-creía q-ue E-E-Eddie t-e acom-pañaría a c-ca-casa.

Cierto. Se habían puesto de acuerdo, aunque al final fue Stan quién lo acompañó y no ella. Bev se siente repentinamente estúpida.

¿Por qué Bill tiene tanto poder sobre ella?, ¿cómo puede decidir tan fácil botar su vida con tal de complacerlo, de verlo feliz?

— Es que lo vale —dice para sí.

(Él lo vale absolutamente todo.)

— ¿Q-q-qué?

— Bill —lo mira fijamente, e ignora la pregunta de Bill, ignora el rubor de sus mejillas, ignora sus latidos que gritan y patean—. Sobre lo que pasó en las cloacas... no, antes, en Neibolt Street yo, y-yo —«estoy segura de que te amo, por favor déjame seguir amándote»—. Yo... —Bill la observa sin entender, y para ser un chico tan listo no capta ni una ¿eh? Bev empieza a sudar.

Vamos, dilo Bevvie, ¡dilo!

— Yo... ¡quiero darte las gracias por prestarme tu camisa en aquella ocasión, quiero devolvértela! —miente. Y el silencio reina.

No es de esos que siempre posee el honor de compartir, no, es... diferente. Embarazoso. Tenso. Al instante Bev se arrepiente por soltar algo tan absurdo. Richie es una terrible influencia.

Que sí, desea agradecerle, sin embargo no ahí, no ahora. Resulta irónico temer más declarar sus sentimientos que a un monstruo empecinado en devorar niños. Eso se reiría de ella. Bill, en cambio, se limita a escudriñarla detenidamente. Todo radica en sus palabras accidentales de la mañana, la que se le escaparon involuntariamente. Como traidoras.

El asunto es.

Ella lo quiere, muchísimo. Ella es capaz de ir a la luna de ida y vuelta, de sufrir la más grande humillación de todas, todo por él. Ella no necesita nada a cambio, sólo un poco de comprensión. Le basta con que Bill repitiera su confesión de las cloacas, una vez y ya.

Es demasiado.

Bev mira sus botines rasgados, incapaz de sostenerle la mirada. Ya predispuesta a salir corriendo y no tener que verlo en un buen rato. Piensa que eso está bien, pero una pequeña mano sobre la suya cambia su opinión al respecto.

— Y-y-yo también —Beverly le observa con confusión, y Bill carraspea, y lo intenta de nuevo—. Yo t-t-también te a-a-amo, Bev —admite, y entonces.

Su mundo da una pirueta imposible.

— Bill-

— L-lo d-i-je an-antes, a-a-allá aba-jo. Pe-pensé que fu-i c-claro —prosigue, y traza un camino entre sus dedos, y le sonríe con timidez. Los dientes blancos, de luna llena—. T-engo o-once años, B-Bev, ¿q-qué m-más pu-e-do d-darte? —calla unos segundos, admirando el paisaje y devuelve su vista a ella—, q-q-quizás d-debí dar-r-rte algo m-más que un-a v-vieja cam-misa.

— N-no. Aquello fue—

— ¡Pero qué tenemos aquí, Miss' Scarlet y el Gran Bill están teniendo una escena romántica no apta para mayores de trece! —exclama Richie con su acento tejano. Y de la nada absoluta. Ambos gritan, separándose al instante. A unos pasos sus amigos contienen infructuosamente su risa, amontonados entre un arbusto. Beverly los fulmina con la mirada, no nota que llora hasta que Bill le presta un pañuelo. Apenada lo coge—. ¡No te avergüences mi niña, lo estábamos esperando! —prosigue Richie—. ¿Cuándo será la boda, entonces? Tienen que invitarme, a mí (seré su padrino) y a Stanny el Galán, aunque sus padres hayan matado a Jesucristo.

Stan le propicia un codazo.

— ¡Nos espiaron todo el tiempo! —acusa Bev, intentando ahogar una carcajada. Se les ha vuelto costumbre reír incluso en las peores circunstancias, a modo de defensa—. ¡Dios, estuvieron aquí todo el tiempo!

¿Debe enojarse?, ¿llorar más?, ¿reír como histérica?, ¿qué? Sólo son un grupo de siete niños, todos un poquito locos, todos un poquito cuerdos, intentando disfrutar (del verano, de la niñez, de la vida). Y son jóvenes e inexpertos.

¿Qué hacer ahora?

Stan comienza a perseguir a Richie, quién no para de insistir con el pastel de boda y ser el padrino. Eddie se abraza a sí mismo, con la cara roja-cereza sin poder dejar de reír, su inhalador guardado en su bolsillo izquierdo. Ben comparte una mirada significativa con Bill (voy a cuidarla, lo sé). Mike se une a los otros, corriendo de un lado a otro. No cabe duda de su rareza. De la de todos. Y aún así— al mirarlos— juntos, Bev siento algo parecido a las cosquillas por todo su cuerpo.

¿Qué hacer?

Su mano busca la de Bill, y la encuentra. Bill entrelaza sus dedos, y le sonríe de medio lado, tímido.

La pregunta persiste,

¿qué hacer?

Bev mira hacia el sol, entonces. Esa bombilla que vuelve a prenderse. Incluso en la más profunda oscuridad.

Qué hacer.

Lo de siempre. Lo que mejor se les da. Sobrevivir— intentar ser felices— enfrentar al Miedo—

(amar).