Un auto se dirigía al remoto lugar conocido como Gravity Falls, o más específicamente, a una cabaña que se ubica en el misterioso bosque del mismo. Un hombre conducía; una mujer le hablaba sobre cosas triviales, para, de una manera simple, matar el tiempo; y dos adolescentes solazaban a sus respectivas maneras en el ancho asiento de atrás, con un gigante cuadrúpedo rosa de compañía.
No había nada que remarcar de la escena trasera, sólo, tal vez, el hecho de que Mabel estaba descansando sobre el regazo de su hermano. Y es que esto es algo muy común, mas no dejaba de verse tierno. Dipper la sostenía de la cintura con su brazo izquierdo, no fuera a caerse la chica por los baches con los que se encontraban en el camino o el simple movimiento del auto en general.
No te mentiré, le había hecho algo de gracia pensar que eso sucediera.
Se quedó viendo a la ventana, apoyando su rostro en su mano y el codo en el marco del vidrio que tenía la puerta, atrapado en sus pensares, tan triviales como la conversación que sostenían sus padres. Hacía falta que alguno de sus progenitores colocara en el reproductor del vehículo alguna canción triste, lenta, que simplemente tuviera sentimiento, así el chico se haría todo un vídeo clip en su cabeza.
Los árboles pasaban, pinos en su mayoría. Las viviendas y negocios no habían cambiado mucho, y eso resultaba agradable.
12 minutos. Ese fue el tiempo que tardaron en llegar a La Cabaña del Misterio desde el momento en que te los describí. Dipper despertó a su hermana en el momento que el auto se estacionaba frente a la cabaña. Apenas se detuvo, ella salió de un portazo con Pato a su lado y respiró hondo.
— ¡Ah! Nada como el dulce aroma de los árboles y la cabaña, y Gompers, y tío Stan..., —Mientras continuaba formulando una lista de las cosas que realmente su nariz no percibía, su gemelo bajaba las maletas y se despedía de sus padres.
—No hagan molestar a Stan, deben hacerle caso. Y, por favor, no se metan en problemas —Lo último dicho parecía más una súplica que una orden o amenaza. Ladeó un poco la cabeza para ver a su hija, que parecía no prestarle atención— ¿Escuchaste, Mabel?—. La nombrada se volvió hacia ellos y asintió sonriendo.
—No se preocupen, mamá —dijo el chico en lo que rodeaba con su brazo el cuello de Mabel. Fue respondido con la misma acción por parte de la castaña.
—Ya estamos grandes, sabemos cómo comportarnos —sentenció, completando la frase de su hermano.
Qué mentirosa.
Qué par de hermanos tan mentirosos.
La señora sonrió, complacida de ver que sus hijos eran tan maduros. No del todo, mucho menos Mabel, pero algo era algo. Hizo una seña para que se acercaran y los abrazó.
—Los quiero.
—Los queremos —corrigió el padre desde el asiento del conductor.
—Y nosotros a ustedes. —Se soltaron. Los chicos tomaron sus valijas -una grande y turquesa de la mayor y una simple y negra del menor- y se despidieron con un movimiento de manos del auto que se alejaba por donde no hace mucho había llegado.
Se miraron.
Sonrieron.
Fue así como comenzó una carrera que tenía como meta la habitación donde siempre se quedaban, perseguidos por un puerquito, interrumpida por su tío abuelo en la entrada. Se saludaron y abrazaron con todo el cariño que dos jóvenes y un anciano podían ofrecer, se dijeron cuánto se habían extrañado y cómo se alegraban de estar nuevamente juntos -« ¡Cuánto han crecido!», «No has cambiado nada.» fueron algunas de las frases intercambiadas- y retomaron su camino al cuarto de arriba. Mabel lo tenía un poco más difícil por el tamaño y el exagerado contenido de su maleta, pero lograba ir a la par de Dipper por algún inexplicable motivo. Tal vez las extrañas propiedades del pueblo ya habían comenzado a afectarlos.
O sólo era su motivación, tan inconmensurable como el exceso de su equipaje.
Entraron a la habitación, dejando caer sus maletas al piso y se abalanzaron sobre sus respectivas camas.
Fue un empate.
— ¡Gané!, ¡Gané! —Exclamaba una chica exhausta por subir escaleras corriendo. — ¡Ahora me tendrás que comprar muchos dulces por derrotarte!
— ¿Qué? Pff ¡No!, ¡Yo te gané! —Vieron al techo riendo, jadeando un poco. Giró su rostro para verla— Estas serán unas buenas vacaciones.
—Unas vacaciones estando nosotros, siempre son buenas —Afirmó con positivismo.
Realmente, parecía que no habían crecido nada.
Pero lo han hecho. Tienen 17 años. Ya no son unos niños.
Todo habría sido más fácil si nunca hubieran crecido.
