Las tres jóvenes tomaban su descanso vespertino en los jardines traseros que bordeaban el castillo, rodeados por un serpenteante lago de prístinas aguas azul-verdosas que reflejaba los últimos vestigios del sol y le proporcionaba una hermosa vista al panorama.
La llegada del verano y el sol que lo acompañaba era la razón por las que ellas habían decidido pasar ese día fuera, solas, sin la compañía de sus padres… tenían muchas cosas de qué hablar entre ellas. Pero primero, querían aprovechar al máximo cada momento de libertad que les quedaba, el último vestigio de la inocencia que amenazaba con desaparecer.
Las mayores estaban juntas, charlando y comentando cosas que, para los ojos de cualquier extraño, no tenían la menor importancia, pero que para ellas eran lo único valioso en estos momentos.
La más joven, como era su costumbre, jugaba con las pequeñas criaturas que se aventuraban fuera de su hogar dentro del bosque colindante, aquellos animales que ella había aprendido a amar y que conocía casi tan bien como a sus hermanas y a sus padres.
Ninguna de ellas era hija biológica del Rey. Las tres quedaron solas debido a la plaga de fiebre amarilla que azotó al reino y dejó tan desgastada a la ciudad como a sus habitantes. Nadie parecía tener consciencia de quién era y dónde estaba, por lo que encontrar a los padres de esas niñas resultó imposible. Tampoco era sencillo pedirle a alguna familia que se hiciera cargo de ellas, considerando el estado físico, anímico y monetario de todos sus habitantes. Fue más fácil, en realidad, cuidar de ellas y criarlas dentro del castillo, usándolo además como una excusa para cumplir uno de lo mayores deseos de los monarcas: descendencia.
Los médicos habían revisado concienzudamente a sus Majestades, no pudiendo encontrar ninguna causa real para su infertilidad. ¿Qué debe hacer un Rey al carecer de descendencia a la cual dejar la corona? ¿Cómo asegurar la supervivencia de su estirpe y el gobierno de su reino? ¿Cómo partir hacia el otro mundo con completa serenidad sin príncipes en los qué abdicar? Sin más parientes que los estrictamente necesarios, no querían disponer así del destino de su ciudad, aquella que tanto amaban él y su esposa.
Y entonces, después de la maldición de la enfermedad que cayó en el pueblo, donde los enfermos atestaban los sanatorios y los muertos se apilaban en las afueras de los depositarios, una calma inexplicable pero deseada, llegó a sus vidas. La ciudad se recuperó. Sus habitantes lograron reponerse, el tránsito comercial se acrecentó y la ciudad comenzó una época de esplendor como pocas veces se había visto.
Además, en contraste con tiempos pasados, cuando todos evitaban pasar por los caminos que conectaban a la ciudad de Paires con los reinos vecinos de Clefta, Case y Astra, ahora se había convertido en un referente obligado en las rutas de comerciantes y mercaderes, quienes disfrutaban de la tranquila vida que podía respirarse en cada una de sus calles, sus tiendas y la sencillez de su gente.
Nadie entendía cómo había podido haberse recompuesto con tal prontitud, pero se agradecía en verdad. Si se trataba de conseguir víveres, telas o maderas, o si sólo se buscaba relajarse con el panorama y la gente, la opción era ir a Paires y eso le dio fuerza y prestigio al país.
La ciudad, entonces, vivió una época de plenitud que iba in crescendo, pero nada se notaba más que la revitalizada actitud de sus gobernantes. La vitalidad de las tres niñas parecía habérseles inyectado en las venas.
Los Reyes, cansados, enfermos, y ya entrados en años vieron y sintieron el cambio en sus vidas a partir del momento en que incluyeron a sus hijas en ellas: cada día que pasaba los Reyes se sentían lozanos y llenos de energía, y no podía ser de otra forma, considerando el trabajo que requería atenderlas. Esas tres criaturas trajeron alegría y emoción a cada uno de los habitantes del castillo, pero también vinieron acompañadas de interminables llantos a mitad de la noche cortesía de la más pequeña, caprichos y ravietas de las mayores y griteríos y corredizas por parte de las tres. El silencio se volvió sólo un recuerdo en la memoria de sus habitantes.
Cuando crecieron las cosas se pusieron peor: la chica de cabello azul consideraba sumamente divertido el caminar descalza por el salón principal justo después de que acababan de limpiarlo… y de que ella volviera de pisar charcos de lodo; la pelirroja se convenció que estaba destinada a ser la siguiente capitana de los guardias después de un buen día que los espió en uno de sus entrenamientos diarios, corría por los jardines detrás de los gansos blandiendo una rama a modo de espada… sus hazañas terminaron después de que uno de ellos le mordiera un tobillo; la pequeña rubia era la más tranquila de las tres, amaba caminar junto al lago que desembocaba afuera del castillo, hasta que le nació una especie de fobia al agua después de que un día cayera al agua y casi se ahogara.
La Reina adoraba leerles cuentos a la orilla de aquel lago, mientras ellas se recostaban en pequeñas mantas colocadas en el césped. Siempre se quedaban dormidas, y su padre siempre llegaba para llevarlas a su habitación. Cuando despertaban, contaban historias asombrosas de ninfas y unicornios que jugaban con ellas en el agua y las llevaban volando hasta sus habitaciones.
Los gobernantes amaban a sus hijas. Se volvieron la luz de su vida y la razón de su existir. Sabían que debían cuidarlas como el tesoro que eran, que debían ser buenos representantes de su pueblo en nombre de las familias que ellas perdieron, de los padres y hermanos que nunca conocieron, que debían procurar ser su ejemplo de nobleza, humildad y responsabilidad.
Esos recuerdos invadían la memoria del soberano mientras observaba a sus chicas por el balcón de su habitación, pensando en lo rápido que el tiempo había pasado y lo mucho que en ellas se notaban sus efectos. Tal vez sería un buen momento de dejar de llamarlas niñas.
Una de ellas corría mientras le mostraba a la otra el listón que le había quitado del cabello, la otra trataba de darle alcance con sus manos en la cabeza, evitando despeinarse más de lo que su hermana ya lo había hecho.
¿Y la otra? Faltaba una… El Rey miró a todas direcciones tratando de encontrar a la pequeña hiperactiva de largo cabello rojo. Obtuvo su respuesta cuando la encontró tratando, por millonésima vez, de llegar a la cima del viejo árbol donde él mismo solía pasar su tiempo libre cuando pequeño; siempre huyendo de la estricta vigilancia de sus maestros.
- ¡Lo logré, lo logré!- La pequeña saludaba orgullosa a su padre desde la rama, mientras sus hermanas yacían en el suelo en un combate de cosquillas. Todo era risas y alegrías… siempre esas sonrisas… Qué difícil será decirle adiós a esa hermosa vida que todos hicieron juntos, de la hermosa familia que habían formado, pero había llegado el momento en que ellas hicieran su propia vida: tenían que casarse.
¡Hola a todos!
Este es el primer capítulo de una historia que planeé hace algunos ayeres, pero apenas hoy me atreví a publicar.
Sé que empezamos lento, pero pasarán cosas interesantes ¡Lo prometo!
Gracias a todos por su tiempo y nos vemos el próximo capítulo.
